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Glenn Cooper: La Biblioteca De Los Muertos

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Glenn Cooper La Biblioteca De Los Muertos

La Biblioteca De Los Muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Bretaña, año 777. En la abadía de Vectis crece Octavus, un niño sobre el que pesa una maldición: es el séptimo hijo engendrado por un séptimo hijo y la leyenda le vaticina poderes diabólicos. Octavus comienza a escribir una lista con fechas y nombres sin sentido. Cuando uno de los nombres y su fecha coinciden con una muerte en la abadía, el miedo se apodera de los monjes. Siglos después, los miembros de la Orden de los Nombres, descendientes todos de aquel niño, siguen escribiendo sin descanso para completar un misterioso listado de nombres y fechas… Hasta que empiezan a suicidarse. Estados Unidos, en la actualidad. Nueve personas han aparecido muertas en Nueva York, desconocidos que nada tenían en común. Solo una cosa les unía: todas las víctimas recibieron postales de ataúdes, que anunciaban el día en que morirían, poco antes de su fallecimiento. Son las aparentes víctimas de un asesino en serie difícil de atrapar, cuyas muertes desafían toda lógica…

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Zeckendorf se percató de que la señorita se sentía incómoda.

– ¿Qué pasa, Will, es que no vas a presentarnos?

Will sonrió avergonzado y murmuró:

– Todavía no hemos llegado tan lejos.

Alex soltó un resoplido de complicidad.

– Me llamo Gilliam -dijo la chica-, Que disfrutéis de vuestra reunión. -Se dispuso a marcharse y Will, sin decir palabra, le puso una de sus tarjetas en la mano.

Ella le echó un vistazo y el destello que iluminó su rostro reveló su sorpresa: WILL PIPER, AGENTE ESPECIAL DEL FBI.

Cuando ya se había marchado, Alex cacheó a Will con grandes aspavientos.

– Seguramente nunca había visto a un tío de Harvard con una pipa, ¿verdad, colega? Eso que llevas en el bolsillo ¿es una Beretta o es que te alegras de verme?

– Que te den, Alex. Yo también me alegro de verte.

Zeckendorf los guiaba escalera arriba hacia el restaurante cuando se dio cuenta de que faltaba uno.

– ¿Alguien ha visto a Shackleton?

– ¿Estás seguro de que todavía vive? -preguntó Alex.

– Prueba circunstancial -contestó Zeckendorf-. E-mails.

– No vendrá. Nos odiaba -afirmó Alex.

– Te odiaba a ti -dijo Will-.Tú fuiste el que le ató a la puñetera cama con cinta americana.

– Tú también estabas allí, si no recuerdo mal -dijo Alex entre risas.

Una fluida charla recorrió el restaurante, un espacio museístico de luz cálida con estatuas nepalíes y un buda encajado en una pared. Su mesa, que daba a Winthrop Street, les esperaba, pero no estaba vacía. En un extremo había un hombre solo que manoseaba su servilleta en actitud nerviosa.

– ¡Eh, mirad a quién tenemos aquí! -gritó Zeckendorf.

Mark Shackleton alzó la vista como si hubiera estado temiendo ese momento. Sus ojos, pequeños y muy juntos, ocultos parcialmente por la visera de una gorra de los Lakers, se movieron de un lado a otro examinándolos. Will reconoció a Mark al momento, y eso que habían pasado más de veintiocho años desde que había perdido el contacto con él, prácticamente un minuto después de que terminara el primer curso. La misma cara sin un gramo de grasa que hacía que su cabeza pareciera un trozo de carne clavado sobre un pedestal, los mismos labios tirantes y la misma nariz afilada. Mark no parecía un adolescente ni siquiera cuando lo era; simplemente había alcanzado ese estado natural de la mediana edad.

Los cuatro compañeros formaban un grupo de lo más variopinto: Will, el tranquilo atleta de Florida; Jim, el chaval charlatán de colegio de pago de Brooklyn; Alex, el futuro médico, loco por el sexo, de Wisconsin; y Mark, el autista y friki de la informática, de cerca de Lexington. Los metieron en una caja de cerillas en Holworthy en el polo norte del frondoso campus de Harvard, dos dormitorios diminutos con literas y una sala común con muebles medio aceptables, cortesía de los papas ricos de Zeckendorf. Will fue el último en llegar a la residencia de estudiantes aquel septiembre, pues se había quedado con el equipo de fútbol para los entrenamientos de pretemporada. Para entonces Alex y Jim se habían emparejado, y cuando Will atravesó el umbral arrastrando su petate, los dos resoplaron y señalaron la otra habitación, donde encontró a Mark plantado como un palo en la litera de abajo, reivindicándola como suya, con miedo a moverse.

– Eh, ¿qué tal? -le había preguntado Will al chaval mientras una gran sonrisa sureña brotaba en su cara de rasgos marcados-. ¿Tú cuánto pesas, Mark?

– Sesenta y cinco kilos -contestó Mark con desconfianza mientras intentaba establecer contacto visual con el chico que se alzaba frente a él.

– Bueno, es que yo en calzoncillos peso cien kilos. ¿Estás seguro de que quieres tener mi gordo culo a medio metro de tu cabeza en esta chatarra de litera?

Mark había suspirado profundamente, había cedido sin decir palabra y el orden jerárquico había quedado establecido para siempre.

Cayeron en la conversación espontánea y caótica propia de esas reuniones, desempolvando recuerdos, riéndose de situaciones embarazosas, desenterrando indiscreciones y debilidades. Las dos mujeres actuaban de público, eran la excusa para la exposición y elaboración de las historias. Zeckendorf y Alex, que habían continuado siendo buenos amigos, actuaban como maestros de ceremonias, lanzaban y respondían las bromas con la inmediatez propia de un par de cómicos intentando sacar unas risas. Will no era tan ocurrente y rápido, pero su tranquila y lenta evocación de aquel año tan peculiar los tenía embelesados. Solo Mark permanecía en silencio, sonriendo educadamente cuando ellos reían, bebiendo su cerveza y picoteando de la fusión asiática de su plato. Zeckendorf había pedido a su mujer que se encargara de las fotos, y ella daba vueltas alrededor de la mesa, los hacía posar y disparaba el flash.

Los compañeros de residencia de primer año son como un compuesto químico inestable. En cuanto el entorno cambia, el lazo se rompe y las moléculas se separan. El segundo año Will fue a Adams House, donde viviría con otros jugadores del equipo de fútbol; Zeckendorf y Alex siguieron juntos y fueron a Leverett House, y Mark consiguió una habitación individual en Currier. De vez en cuando Will veía a Zeckendorf en las clases de política, pero básicamente cada uno de ellos desapareció en su propio mundo. Después de licenciarse, Zeckendorf y Alex se quedaron en Boston y a veces llamaban a Will, normalmente porque habían leído algo acerca de él en los periódicos o lo habían visto en la televisión. Ninguno de ellos dedicó un segundo a pensar en Mark. Se evaporó, y si no hubiera sido por el sentido de la oportunidad de Zeckendorf, y porque Mark incluyó su dirección de e-mail en el libro del reencuentro, para ellos solo habría sido una pieza del pasado.

Alex estaba contando a voz en grito una escapada del primer año en la que habían participado dos gemelas de la Uni versidad de Lesley -la noche que al parecer le puso en el camino de la ginecología-, cuando su chica cambió de conversación dirigiéndose a Will. Harta de las payasadas de Alex, cada vez más achispado, miró fijamente al hombretón de pelo castaño que tenía enfrente y que bebía su whisky escocés sin pestañear y, aparentemente, sin emborracharse.

– ¿Y cómo es que acabaste en el FBI? -preguntó la modelo antes de que Alex pudiera lanzarse a contar otra anécdota sobre sí mismo.

– No era lo bastante bueno al fútbol como para dedicarme profesionalmente.

– No, en serio. -Parecía realmente interesada.

– No lo sé -contestó Will en voz baja-. Cuando me licencié no había decidido qué rumbo tomaría. Ellos ya sabían qué querían: Alex, la facultad de medicina; Zeck, la facultad de derecho; Mark, un máster en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, ¿verdad? -Mark asintió-.Yo me pasé unos cuantos años buscándome la vida en Florida, entrenando y dando clases, y entonces salió una plaza en la oficina del sheriff del condado.

– Tu padre era agente del orden público -recordó Zeckendorf.

– Ayudante del sheriff de Panamá City.

– ¿Vive todavía? -preguntó la mujer de Zeckendorf.

– No, hace ya tiempo que murió. -Dio un trago a su whisky-. Supongo que yo lo llevaba en la sangre y que aquel era el camino más fácil y todo eso, así que fui a por ello. Al poco tiempo el jefe estaba hasta el gorro de tener de ayudante a un listillo de Harvard y pidió mi traslado a Quantico para sacarme de allí como fuera. Así fue como pasó, y en menos que canta un gallo me daré cuenta de que me he jubilado.

– ¿Cuándo se cumplen los veinte años? -preguntó Zeckendorf.

– Dentro de dos.

– Y entonces, ¿qué?

– Aparte de pescar, no sé.

Alex estaba atareado sirviéndose vino de» una nueva botella.

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