Guillermo Orsi - Sueños de perro

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió.
Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas.
Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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Recién a las seis y cuarto recogí a un fulano bien vestido y apurado por llegar al Aeroparque, que habló todo el tiempo por su celular con agentes de bolsa en distintas partes del mundo, yuppies insomnes a los que daba instrucciones en inglés, italiano, alemán y hasta japonés. Mi único diálogo con él consistió en preguntarle si le había costado mucho aprender japonés.

– Menos que aprender a comer arroz con palitos -dijo, mientras me pagaba el viaje y buscaba unas monedas para el abrepuertas en el fondo del bolsillo.

– Sólo tengo yens -le dijo al croto que tendía su mano mendicante, y a mí-: Quédese con el vuelto.

– Buen viaje -le agradecí.

– Me conformo con que la bolsa de Tokio no se caiga.

34

Mi cita en el zoológico resultó un fracaso. Las fieras privatizadas ya no rugen si no se les paga con galletitas de marca. Y Gargano no apareció. Para colmo debió haber alguna jaula mal cerrada porque, cuando salí, un par de gorilas empezó a seguirme.

Lejos de intentar disimular, los simios sonreían cuando me daba vuelta con la esperanza de haberlos perdido o de que la cosa no fuera conmigo. Me metí en el metro y ellos detrás, aunque subieron en otro vagón. En la estación Pueyrredón me largué del tren un segundo antes de que cerraran las puertas y vi pasar a los dos gorilas en el vagón de atrás, que sin dejar de sonreír señalaron algo a mis espaldas, junto al kiosco de revistas, y me dijeron chau con las manos. Antes de retribuirles el saludo, me di cuenta de que varios presuntos pasajeros en la plataforma no habían abordado el tren que acababa de irse y sospeché, sagaz, que tampoco estaban allí para esperar el próximo.

Salté a las vías para cruzar a la plataforma de enfrente pero también de ese lado había por lo menos media docena de pasajeros extraviados, deseosos de preguntarme dónde había que bajar para las combinaciones.

Decidí entonces que el lugar más seguro era el túnel, corrí a zancadas sobre los durmientes diciéndome que esas cosas me pasaban por boludo, por creer que se puede ser amigo de un policía nada más que porque alguna vez fue compañero de clase en la secundaria. Todo indicaba que Gargano me había tirado a los perros, aunque después me enteraría de que a menudo lo evidente tiende a confundirnos, pobre sabueso de otro tiempo.

Nadie me siguió por el túnel, son incómodas y peligrosas esas persecuciones, sobre todo a la hora de mayor tránsito de trenes: no hay que olvidar que en la Argentina los mercenarios son por lo general empleados con relación de dependencia y tienen sus convenios laborales que respetar. Mientras corría, iba eligiendo los lugares en los que debería refugiarme en cuanto escuchara venir un tren, los huecos en el muro que usan los inspectores de vías, pero cuando debía estar a mitad de trayecto entre Pueyrredón y Facultad de Medicina empecé a sospechar que no tendría necesidad de meterme en ningún agujero porque el movimiento de trenes parecía haberse interrumpido.

Esa creciente sospecha me paralizó en medio de los rieles como una liebre encandilada. Por la curva y para desmentirme apareció entonces un tren, aunque muy despacio, tocando bocina y con la cabina del conductor superpoblada y no exactamente por empleados de la empresa. Podía volver sobre mis pasos pero en Pueyrredón estaría aún el desairado comité de bienvenida. Me quedé esperando, el tren se detuvo y vinieron por mí.

Los pasajeros de verdad, que también los había, se asomaron por las ventanillas y mis captores les explicaron a gritos que había un suicida interrumpiendo el servicio. Quise gritar mi nombre y el teléfono de Gustavo para que por lo menos se enteraran de que me estaban secuestrando, pero me taparon la boca con un pedazo de estopa que me produjo un principio de asfixia, mientras me avisaban en voz baja que si no me portaba como un chico bueno me acostarían sobre los rieles y darían orden de reanudar el servicio.

Los pulcros pasajeros, que volvían a casa agotados de agachar las cabezas todo el día en sus oficinas, no se privaron de insultarme. Por mi culpa llegarían tarde a sus cálidos hogares y no podrían ver los noticiosos o el teleteatro de la noche. Métanlo preso y cóbrenle una multa, llegó a sugerir sin dar la cara uno de aquellos metódicos contribuyentes. Debo reconocer que a esa hora los trenes van llenos, los tipos viajan hacinados y sin ninguna esperanza de cambiar de vida, excepto embocar la remota alquimia de ligar el pozo de alguna lotería, zanahoria de plástico que los mantiene vivos y aportando religiosamente a los planes de pensiones. El sordo deleite de ver cómo conducen a un congénere al matadero no debería depender de una escena callejera librada al azar: tendría que estar consagrado explícitamente en el texto de la Constitución, para que nadie se prive de saber lo que le espera si desobedece las instrucciones que la señorita maestra nos marcó a fuego ya en la escuela primaria.

El segundo acto de la pesadilla se desarrolló también bajo tierra, en alguna catacumba a la que llegué desmayado por la asfixia y un par de patadas de elefante en el estómago, que recibí sin necesidad de pasar otra vez por el zoológico.

Una luz muy intensa sobre mi cabeza y tipos con gafas negras y mascarillas de cirugía: aquello no era un quirófano, aunque la posibilidad de que me despanzurraran sin anestesia tuviera serias chances de concretarse.

No me hicieron una sola pregunta, ni tuve la oportunidad de oír sus voces. Me habían sentado en una silla de respaldo recto y enervado por cables de cobre, versión criolla de la eléctrica que todavía usan en algunos estados de Norteamérica para ajusticiar a los asesinos que olvidaron graduarse antes en Harvard. Tenía las manos atadas por detrás del respaldo y un trapo a modo de mordaza sobre la boca abierta, como el frenillo de un caballo, que me impedía hablar sin cortarme del todo el aire.

Silencio de bóveda en aquella tumba sin nombre ni flores que, en algunos de sus socavones, Buenos Aires conserva como plazas secretas con sus altares rituales en los que, de tanto en tanto, un sacrificio mantiene encendida la llama votiva de la infamia.

Curiosidades del cerebro, computadora desquiciada que se resiste a ser integrada en la Internet: por los efectos de alguna droga o por la falta de oxígeno, me acordé de que ese mismo día el Papa llegaba por primera vez en visita oficial a Cuba para darle la comunión a Fidel. Esos dos viejos chotos debían estar saludándose como boxeadores demolidos después del combate más largo del siglo: creyéndose campeones seguramente morirían y yo, por no tener un televisor a mano, me estaba perdiendo los primeros planos de sus crapulentos rostros frente a frente y mirándose en el espejo de sus pecados mortales, sin confesión capaz de salvarlos de la hoguera.

Una puerta se abrió con violencia a un costado. La luz sobre mi cabeza se apagó y una silueta se recortó bajo el marco, agigantada por la fuerte iluminación del pasillo.

– Estás muerto, Mareco -dijo la silueta, imitando la voz de Dios.

35

Me interrogaron durante horas, aunque la longitud del interrogatorio no obedeció a la cantidad sino a los mil distintos modos de hacerme la misma pregunta: qué buscaba. No me electrocutaron porque, según dijeron, al ministerio le habían cortado la corriente trifásica por falta de pago, algo que jamás habría sucedido cuando la empresa de energía era pública, porque entonces el Estado era uno solo y el interés nacional primaba sobre el puro mercantilismo. En cuanto me quitaron la mordaza, les pregunté en qué ministerio estábamos y el que tenía voz de Dios me dijo que en el de idiotas, subsecretaría de boludos que todavía creen en la democracia.

– Ya no hay estabilidad en la función pública, todo es trabajo temporal -dijo Vox Dei-, a mí, por ejemplo, me tomaron full time para interrogarte pero tuve que firmar un contrato basura, sin cargas sociales y aportes en caja de autónomos a mi cargo. -Me dio una bofetada-. Por tu culpa pierdo guita. Me prometieron un buen premio y vacaciones si hablás rápido, así que inventate algo que los de arriba puedan creer porque no me quiero quedar sin esos beneficios.

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