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Guillermo Orsi: Sueños de perro

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Guillermo Orsi Sueños de perro

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Cuando Sebastián Mareco se entera por televisión de que en un inquilinato de mala muerte han asesinado a un viejo amigo, la tentación de olvidar inmediatamente la noticia tiene los sólidos fundamentos del sentido común y el instinto de supervivencia. El Chivo Robirosa nunca fue un inocente, aunque licuadas en el tercer o cuarto whisky de la madrugada las entrañables imágenes del pasado acarician la memoria de Mareco. La tentación de volver a quien no hace tanto tiempo triunfó en Italia corriendo detrás de una absurda pelota ovalada, de abrazarse por lo menos a su cadáver, regresa mezclada con otros recuerdos y otras nostalgias bastante más inquietantes que la sencilla y alguna vez profunda amistad que los unió. Por la vida de El Chivo circularon todo tipo de personajes, desde los que le amaron hasta los que se aprovecharon de cada uno de sus gestos y que no encuentran divertido a ese amigo curioso que ha venido desde el pasado olvidado a remover historias que El Chivo se llevó a la tumba. Y aunque la investigación va volviéndose cada vez más peligrosa, para Mareco es, en el fondo, una forma de huir de la desesperanza y de enfrentarse al fin a sus propios fantasmas. Retrato despiadado de la última década de la Argentina, Sueños de perro traslada al lector a un Buenos Aires abatido pero todavía vivo y de la mano de un narrador que no se da nunca por vencido, le lleva a través de las calles de una ciudad donde los crímenes y los amores no tienen razón ni castigo.

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A veces, alguna mina de ocasión quiere que le cuente. Las mujeres son pretenciosas. Primero, se conforman con un beso y una caricia, pero al rato, después de la cama, ya exigen de uno la biografía completa a cambio de nada. En el mostrador de un sexo desvaído y previsible, tu vida por la mía. Como si ellas tuvieran algo para contar. Tipos que las abandonan, abortos que la obra social no cubre, jefes de oficina chantajistas que les prometen un ascenso y después del primer polvo las ponen de patitas en la calle con una carta de recomendación para algún otro jefecito acosador. Manoseos, golpes, mentiras, susurros de un paraíso de palmeras y mar azul que jamás se concreta. Nadie que venga de triunfar en Hollywood o de ganar el premio Médicis de literatura se acuesta con un tachero de cincuenta y siete. A qué tanta pregunta, entonces, si la respuesta está cantada.

Por eso, en general, prefiero la tele. Pasividad absoluta, ningún cuestionamiento. Y de la tele, los debates políticos y sociales. Esos desfiles en colores de encantadores de serpientes me permiten adormecerme de a poco, entrar en una anestesia sin riesgo quirúrgico que me limpia el cerebro de pensamientos y la noche de malos recuerdos.

Pasaron varios días sin siquiera un llamado equivocado. A lo mejor me habían borrado de la plantilla, estaba muerto y yo sin enterarme. Cuando casi se había cumplido el mes de nuestro único encuentro, sonó el teléfono. Once y media de la noche, la voz que menos esperaba y la que más deseaba.

– Tengo que verte, Mareco. Venite ahora mismo, dale. Ya sé que estás en calzoncillos, medio en pedo y solo. Ponete un jean y una remera, duchate antes, si es necesario, pero vení.

Llegué al Tango Pub de la avenida Brasil casi a las tres de la mañana. El taxista que me llevó hasta allá no me rebajó ni diez centavos, a pesar de que reivindiqué varias veces mi condición de colega. Los que andan de noche consideran a los diurnos de otra raza, unos burócratas del volante que según ellos no arriesgan nada, algún atraco sin importancia, que te bajen del auto y se lo lleven, a lo sumo. Los pasajeros pesados de verdad suben de noche, dicen, los carniceros y los violadores toman turno después de las doce, las tradiciones se respetan.

Entré en el boliche, luz de ambiente mortecina, mucho humo, perfumes y lavandas mezcladas con olor a transpiración en aquella retorta con número vivo. La Pecosa terminaba de cantar Chorra y Los mareados. Transpirada y feliz, o por lo menos contenta de verme, me llevó a una mesa apartada mientras todavía sonaban los buenos aplausos de costumbre y los de alguna visita, médicos de guardia del hospital de pediatría, solitarios, dos parejas de turistas canadienses que creían que eso era San Telmo.

– Me quedé con algo, la otra noche -arrancó diciendo mientras tomaba mis manos como a las de un novio con el que buscara reconciliarse-. No es guita, no pienses mal de mí. Jamás me guardo los vueltos.

Sacó de su bolso una agenda con tapas de cartón, descalabrada, llena de papeles, recortes y hojas que habían sido arrancadas y vueltas a poner en su sitio. Reconocí sin leerla la letra del Chivo, su caligrafía prolija como pisaditas de gorrión que picotea los canteros.

Mientras tomábamos whisky cruelmente rebajado con agua de la canilla, la Pecosa me contó que se había quedado con la agenda nada más que por tener algo personal del Chivo. Pero en un día de descanso, aburrida -llovía en Buenos Aires y el chulo le había prohibido trabajar porque él estaba con cuarenta de fiebre y no podía controlar la caja-, se puso a intentar leerla.

– Yo no pasé de segundo grado, así que imaginate el laburo que me dio. Pero tenía tiempo y, con paciencia, fui descubriendo a un Chivo desconocido para mí.

Fotografías, recortes amarillentos con anotaciones en los márgenes, y una letra apretada rellenando espacios en las páginas de la agenda. Con aquella magra iluminación me fue imposible leer, la Pecosa sugirió que mejor me la llevaba, la leía entera en mi casa y después le contaba.

– El Chivo parecía bruto pero escribía difícil -dijo-, usaba palabras de diccionario, Mareco. A lo mejor vos, que lo conociste bien y tenés más estudio que yo, podés entenderlo.

Nos fuimos a su departamento. El camionero andaba por la Patagonia y retozamos a gusto hasta el amanecer. Después me quedé dormido y me desperté al mediodía. La Peco sa me cebó mate en la cama y llamé por teléfono al peón.

– Le dejé el taxi donde siempre, creí que llegaría en seguida, ¿qué le pasó, maestro, lo asaltaron?

Ni me molesté en pasar por avenida de Mayo y Piedras. Fui directo al corralón municipal y recuperé el taxi, después de pagar la multa y el acarreo de la grúa. No me importó, estaba feliz. O por lo menos, como la Pecosa esa noche, contento. Había sido capaz de apagar la tele y salir a encontrarme con una mina que no me cobró un peso. Como antes, como alguna vez.

Me eché una ojeada en el espejo retrovisor. Contento de volver a verme.

13

Era un diario. Nunca imaginé que un duro como el Chivo -y, por lo que había averiguado en los últimos días, un violento- hubiese llevado un diario personal.

Nada formal, ni cronológico. Anotaciones, frases pretenciosas, páginas enteras describiendo las destrezas de alguna mujer. Y desde la mitad para atrás, la bitácora crispada de su caída.

«Me doy», puso en la página correspondiente al 14 de junio de 1995. «Hoy, más que nunca -escribió-, aniversario fatídico. El Rubio debió cumplir treinta y uno».

El resto de la página, en blanco. Como tal vez el cerebro del Chivo ese día, y muchos otros hasta el final de su vida. Más hazañas, descriptas con exasperada minucia: «Me la chupó toda la noche y yo ni siquiera pensaba en ella».

Nombres, citas, aclaraciones: «Coge mejor cuando amanece», al lado de una tal Lisa. Y otra, pero con carne de chancho: «Tócamelas, tócamelas, grita cuando acaba», subrayado y señalando con flecha a un tal Roberto: «Le apreté los huevos y se fue llorando, puteándome, deseándome lo peor. Tal vez se cumpla».

Tenía razón la Pecosa. Lo único del Chivo conocido en ese diario era su letra.

«Me doy, me doy, no puedo parar. Al principio creí que Fabrizio se equivocaba. Yo le devolvía la merca que no alcanzaba a entregar, y él: quedátela, Chivo, te la ganaste. Qué buen hijo de puta, me tiene agarrado. Como yo al puto, bien de las pelotas, pero éste no suelta, qué basura.»

Fotos del pasado, de cuando empezó a jugar en Córdoba, posando con equipos diversos o volando detrás de la guinda: «Parecés Nijinski, Chivo», anotó de él mismo.

Y en las paredes de sus abismos, grafitis: «Estoy encerrado en una iglesia, bajo la mirada implacable de Dios: los querubines me lamen el culo, la Virgen se abre de gambas y voy hacia ella, descalzo, pisando arañas, caminando entre la mierda; alguien enciende velas, un cura con una cruz colgando sobre su pecho desnudo. Sostiene un cáliz con vino caliente, sonríe al verme, parece haber salido de una tumba, su carne está podrida, ya no veo a la Virgen y hay un atronador batir de alas en la oscuridad».

Su agenda, su diario, su quién sabe qué. Papeles en una botella arrojada al mar. Ninguna tierra firme a la vista por el resto de sus días, ninguna mención de Charo, ni de los hijos que había tenido con ella. Sólo del Rubio.

«Se me presenta de noche, en ropa de combate: ¡cuidado, viejo, ya vienen!, grita y me despierto meado, pasos todavía a la carrera, ojos de tigres en la oscuridad aullante y helada de las islas.»

– El Rubio fue amante de una tal Victoria. «Aracavictoria», la llamaba el Chivo. Una mina de guita, que dijo quererlo y él se la creyó -me contó la Pecosa, cuando cumplí con su encargo de leerle algunas páginas-. Se conocieron en Venecia, creo. ¿Venecia es la que tiene los canales? Bueno, ahí. El Chivo paseando en góndola con una pituca porteña, imaginátelo. En esa época era todavía una estrella, aparecía en las páginas de deportes de todos los diarios. Aracavictoria se lo llevó a pasear por media Europa, casi lo echan del equipo por faltar a los entrenamientos. Felices los tres: Araca, el Chivo y el Rubio.

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