Pero Dezz y Jargo lo ignoraron: habían visto a Carrie con el portátil. Ésta corría como un rayo hacia el extremo oeste de la calle. Se metió entre la multitud, que le abría paso, y entre el tráfico, y los dos hombres la siguieron.
Desaparecieron en una esquina.
Evan oyó una sirena de policía que se aproximaba y las luces rojas y azules que inundaban el camino infernal que habían recorrido. Agarró la bolsa del portátil y saltó del maletero; la puerta de McNee estaba abierta y éste corría en dirección contraria con la pistola en la mano y apuntando a cualquiera que intentase detenerla.
El BMW que iba detrás del Mercedes por la autovía se dirigía directamente a él. Frenó, se abrió la ventana y escuchó:
– ¡Evan!
Su padre estaba al volante, vestido con un abrigo negro y una venda en la cara.
– ¡Papá!
– ¡Entra! ¡Rápido!
– Carrie. No puedo abandonar a Carrie.
– ¡Evan! ¡Entra ya!
Evan agarró la bolsa del portátil y entró en el coche. No era lo que esperaba. Pensaba que Jargo tenía a su padre encerrado en una habitación, atado a una silla.
– Por aquí.
Mitchell Casher arrancó el Mercedes, se subió a la acera y salió de aquel caos hacia Alton; luego cogió una carretera secundaria y después otra.
– ¡Papá, cielos!
Le agarró el brazo a su padre.
– ¿Estás herido?
– No. Estoy bien. Carrie…
– Carrie ya no es asunto tuyo.
– Papá, Jargo la matará si la coge.
Evan miró fijamente a su padre, a ese extraño.
Mitchell cogió una calle que volvía a Alton, dos bloques más allá de la confusión y el caos provocados por el accidente. Luego entraron en la 41 y viajaron al límite de velocidad por el tramo de carretera que atravesaba la bahía. A su izquierda brillaban barcos de crucero gigantes; a su derecha había mansiones que atestaban un pequeño trozo de tierra y yates amarrados en el agua.
– Carrie. Papá, tenemos que volver.
– No. Ya no es asunto tuyo. Es de la CIA.
– Papá. Jargo y Dezz mataron a mamá. Ellos la mataron.
– No. Lo hizo la gente de Bedford y nos hemos ocupado de ellos. Ahora yo puedo cuidar de ti. Estás a salvo.
No. Su padre creía a Jargo.
– ¿Y Jargo te ha dejado marchar sin más?
– Se aseguró de que no tenía nada que ver con el robo de los archivos por parte de tu madre.
– Tú también eras de la CIA. Bedford me lo dijo. «Quien amó también temió.» Conozco el código.
Mitchell no apartaba los ojos de la carretera.
– La CIA mató a tu madre y yo no quería que Bedford viniese a por mí. Lo único que importa ahora es que estás vivo.
– No. Tenemos que asegurarnos de que Carrie ha escapado de ellos. Papá, por favor.
– Evan, la única persona para la que trabajo ahora soy yo mismo, y mi único trabajo es ponerte a salvo, donde ninguna de esta gente pueda volver a encontrarnos. Evan, ahora tienes que hacer exactamente lo que te diga. Vamos a salir del país.
– No sin Carrie.
– Tu madre y yo hicimos sacrificios enormes por ti. Ahora tú debes hacer uno. No podemos volver.
– Carrie no es un sacrificio que esté dispuesto a hacer, papá. Llama a Jargo y pregúntale si la han cogido.
Su padre adelantó con el BMW a los vehículos de emergencia que avanzaban velozmente hacia Miami Beach y los dejó atrás mientras se dirigía a la I95 norte.
– ¿Adónde vamos, papá?
Evan todavía tenía la Beretta en el regazo, y se imaginó lo inimaginable: apuntar a su padre.
– Ni una palabra, no digas nada. -Su padre marcó en el teléfono-. Steve, ¿puedes hablar? -Mitchell escuchó-. Evan se metió entre la multitud, todavía lo estoy buscando. Te vuelvo a llamar en veinte minutos. -No miró a Evan-. Tienen a Carrie. Dezz la hirió en la pierna. Secuestraron un coche y escaparon de South Beach, pero tiene el portátil de Khan.
– El portátil que tienen es falso -dijo Evan-. Vuelve a llamarlo y dile que lo cambiaré por ella.
– No. Esto se ha acabado. Nos vamos. He hecho lo que me pediste.
– Papá, para y vuelve a llamarlos.
– No, Evan. Vamos a hablar, solos tú y yo. Ahora mismo.
Su padre condujo a Evan a una residencia en Hollywood. Las casas eran pequeñas, con toldos metálicos y estaban pintadas con los colores del cielo: rosa amanecer, azul despejado, cascara de huevo claro, sombra de luna llena. Era la Florida de los años cincuenta. Palmas enanas americanas bordeaban la carretera. Era un vecindario de jubilados y arrendatarios donde la gente iba y venía sin llamar la atención. Evan sintió un escalofrío por el pecho y la espalda al recordar que un grupo de los secuestradores del 11 de septiembre habían vivido allí y habían asistido a una escuela de vuelo en Hollywood porque allí nadie se fijaba en ellos.
Mitchell Casher enfiló el camino de entrada de una casa y apagó las luces.
– No voy a abandonar a Carrie.
– Se ha escapado. Te ha abandonado.
– No. Los alejó de mí. Ella sabía que el portátil estaba vacío, sabía que la seguirían. Porque así aún puedo acabar con Jargo.
– Tienes mucha fe en una chica que te ha mentido.
– Y tú no tenías fe en mamá -dijo Evan-. No te iba a abandonar, no se iba a marchar sin ti: iba a venir a Florida a buscarte.
Mitchell se quedó con la boca abierta.
– Entremos.
Tan pronto como atravesaron la puerta Mitchell abrazó a Evan. Éste se apoyó en su padre y le devolvió el abrazo. Mitchell le besó el cabello.
Evan se derrumbó.
– Yo… vi a mamá… la vi muerta…
– Lo sé, lo sé. Lo siento muchísimo.
No soltaba a su padre.
– ¿Cómo pudiste hacer esto? ¿Cómo?
– Debes de estar hambriento. Prepararé unas tortillas. O unos creps.
Su padre siempre cocinaba los fines de semana y Evan se sentaba a la barra de la cocina mientras él cortaba, mezclaba y pasaba por la sartén la comida. El desayuno del sábado era su confesionario. Donna siempre descansaba en la cama y tomaba café; les dejaba la cocina a los hombres y se quedaba donde no pudiese oír nada.
Evan pensó en esa cocina, en la cara de su madre estrangulada, en él mismo colgado de las vigas por una cuerda, muriendo, intentando llegar con los pies a la barra antes de que la ráfaga de balas lo liberase al cortar la cuerda.
– No puedo comer. -Se separó de su padre-. En realidad no eras un prisionero, ¿verdad?
– Tienes que estar feliz. Soy libre.
– Lo estoy. Pero me siento como si me hubiesen tomado el pelo. He arriesgado mi vida tantas veces durante la última semana intentando salvarte…
– Jargo sólo accedió a dejarme hablar contigo así, hoy, no antes.
– Hablaba como si te fuese a matar.
– No lo haría. Es mi hermano.
A Evan se le encogió el estómago. Era la confirmación de un temor que le rondaba por la cabeza desde que había visto las fotos de Goinsville. Eso explicaba la credulidad de su padre, su desgarradora lealtad. Buscó en el rostro de su querido padre ecos de la expresión de Jargo, su mirada fría.
– No sé cómo puedes llamarlo hermano. Es un asesino despiadado. Intentó matarme, papá. Más de una vez. En nuestra casa, en la de Gabriel, en Nueva Orleans y en Londres. Y ahora mismo.
Su padre sirvió dos vasos de agua helada.
– Déjame hacerte unas cuantas preguntas.
Aquello era peor que ser interrogado con una pistola en la cabeza. Su padre actuaba y hablaba de manera normal, cuando nada era normal.
– ¿Sabes dónde están los archivos que robó tu madre?
– No. Dezz y Jargo los borraron. Así que busqué la fuente.
– Khan. ¿Qué le robaste exactamente?
– Muchas cosas.
– Eso no es una respuesta.
Читать дальше