El Navigator de Bedford aceleró hasta acercarse al Town Car, como un león persiguiendo a una gacela ansioso por probar la ternura del cuello al final de la batalla. El Mercedes rugía al otro lado del Navigator, persiguiéndolo. Alguien disparó desde el Mercedes y las balas alcanzaron las ventanas del Navigator, que estallaron formando pequeños círculos concéntricos, pero resistieron.
Evan deslizó la cubierta del techo; en el cielo la luna brillaba entre dos nubes negras. Pulsó el mando, pero el techo no se movió. Sacó la Beretta del maletín del ordenador y le disparó; el fuerte estruendo casi le deja sordo.
– Tenemos que salir de aquí -dijo Carrie.
El Mercedes rozó el Navigator y entre ambos coches saltaron chispas que formaban una cascada de luz. Empezaron a disparar desde el Mercedes y la ventana lateral del Navigator se hizo pedazos.
Evan vio a Bedford contraatacar desde el asiento del acompañante del Navigator. El Mercedes respondió con una ráfaga de balas y Bedford cayó, con la mitad del cuerpo colgado de la ventana del Navigator y un reguero de sangre escurriéndose por la puerta y la ventana delantera.
Bedford había muerto.
El intercomunicador se encendió y tras un chasquido oyeron la voz de McNee:
– Dejad de disparar y no resultaréis heridos.
«Tiene que haber una manera de salir de aquí. Por las ventanas no, ni por el techo. Los asientos.» Evan recordó un reportaje que había visto sobre una tendencia en los utilitarios modernos: hacer que los asientos se retirasen con más facilidad para complacer el ansia constante de los estadounidenses de tener más espacio en los maleteros. «Por favor, Dios, que la agencia no haya modificado el coche o estaremos metidos en una trampa mortal.» Metió los dedos en el asiento y tiró. Éste cedió un centímetro. Volvió a tirar.
Miró por encima del hombro. McNee lo miraba por el espejo retrovisor con ojos furiosos, como de otro mundo, distorsionados por los impactos en el cristal antibalas. Volvió a subir el asiento y ahora vio al Navigator girar hacia ellos, con un lado abollado y con el cuerpo de Bedford inerte colgando del cristal, con gran parte de la cabeza hecha añicos. El Mercedes se aproximaba para atacar por el lado del conductor.
Frame no se rendía. No iba a abandonarlos.
A su alrededor, el resto de tráfico nocturno de Miami Beach aceleraba y se apartaba de su camino hacia el arcén; los conductores reaccionaban alarmados y conmocionados ante la lucha que se estaba librando en la carretera. Con la bahía a ambos lados, la autovía no ofrecía ninguna salida hasta la calle Alton y el barrio residencial situado en el extremo de South Beach.
«Tiene que reducir la velocidad para tomar la salida. Es nuestra oportunidad de salir.» Evan echó el asiento hacia atrás y vio la oscuridad del maletero.
– ¡Ahora! -gritó Carrie.
Evan se deslizó hacia la oscuridad. Extendió el brazo buscando el alambre fino y la manivela para abrir el maletero desde dentro, si es que la había. Quizá la CIA o McNee lo habían quitado.
Sentía sobre su cabeza las balas golpeando la chapa del maletero.
El Town Car iba a toda velocidad, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Evan estaba tumbado y encajado en el estrecho agujero y las embestidas lo movían hacia delante y hacia atrás. Se giró impulsándose en el pequeño hueco y apartando de delante las pequeñas maletas. Carrie lo empujó por los pies y entró por el canal de cuero al maletero, que estaba completamente a oscuras. Luego Carrie empujó la maleta con el portátil.
Evan encontró el cable de apertura y tiró de él.
El maletero se abrió y el viento, a casi ciento cincuenta kilómetros por hora, le golpeó los oídos. Esa noche no había estrellas y las nubes estaban bajas y oscuras como un paño mortuorio. El Navigator se acercó al parachoques, a pocos centímetros de él, con la cara de Frame como una mancha pálida tras el reflejo de las luces.
McNee pisó más el acelerador y la velocidad superó los ciento sesenta kilómetros por hora mientras se dirigía hacia la salida a la calle South Alton. Pasó un semáforo en verde a toda velocidad haciendo sonar el claxon mientras los coches hacían chirriar las ruedas al frenar para evitar chocar contra el Town Car.
El Mercedes se les puso muy cerca y un hombre se asomó por la ventanilla del acompañante apuntando a Evan con la pistola. Era Dezz, con su amplia sonrisa y el pelo alborotado tapándole la cara. Le hizo gestos para que regresase al maletero.
Evan se agachó. Volvió hacia el asiento trasero y buscó a tientas la mano de Carrie. Nada.
– ¡Vamos! -le gritó.
El Mercedes chocó de nuevo contra el Navigator y de nuevo se escucharon disparos. El Navigator saltó la mediana atravesando un agujero entre las palmeras y volcó. El cuerpo de Bedford salió despedido del coche y cayó en el asfalto. El Navigator se deslizó sobre un lateral, provocando una lluvia de chispas, en dirección a un escaparate a oscuras. Al chocar, el metal y el cristal se astillaron y se hicieron añicos.
El Mercedes se retiró a la derecha y luego aceleró acercándose al Lincoln por detrás. Dezz se asomó por la ventana del acompañante y disparó al maletero. La bala le pasó a Evan por encima, perdiéndose en la noche. Era un tiro de advertencia; sabía que Dezz le podía atravesar el cuello de un tiro.
Evan apuntó y disparó.
Falló. No era un profesional. Disparó de nuevo y la bala atravesó la capota del Mercedes, que se separó de ellos unos cincuenta metros. No conocía el alcance de la pistola, pero no estaba por la labor de malgastar otra bala. Y había demasiada gente alrededor: no podía fallar y matar a un transeúnte inocente.
McNee seguía pitando y conducía a lo loco, con una total despreocupación y a toda velocidad por la calle Alton, entre el laberinto de gente guapa en sus hermosos coches. Iba a matar a alguien; no podía pararla.
Pero podía disparar a las ruedas.
La idea le vino con una tranquilidad espeluznante. Tenía que hacerlo antes de que matase a gente inocente, antes de que volviese a la autovía. Era la única manera de tomar el control de la situación.
Evan se asomó de nuevo y apuntó con la pistola a la rueda situada debajo de él. Se preguntaba si la explosión de la rueda lo mataría, si el coche se precipitaría en el cielo nocturno dando vueltas de campana y luego besaría el implacable asfalto. Dentro del coche Carrie podría sobrevivir. Evan no iba a rezar.
Sostuvo con firmeza la pistola y el Lincoln disminuyó la velocidad.
«Me están viendo y hablando por radio con McNee. Es como ponerle una pistola en la cabeza a ella.»
Disparó.
La rueda detonó. La explosión y el viraje brusco del coche lo hicieron caer de nuevo dentro del maletero. El Town Car se metió en el carril contrario; Evan vio pasar por encima de su cabeza un cartel que indicaba «calle Lincoln». Luego las ruedas comenzaron a chirriar y el coche se detuvo.
La ventanilla del acompañante estalló desde dentro. Era Carrie vaciando el cargador hacia el mismo punto, dejando la pistola sin munición. Carrie salió, sacando primero los pies, y luego cayó al suelo rodando por el asfalto con el brazo fuera del cabestrillo. El Mercedes derrapó unos cien metros de ella y chocó contra un Lexus.
Carrie sujetaba el ordenador falso con la mano sana y lo levantó como un trofeo. Echó a correr, alejándose de ambos coches y metiéndose en medio del atasco.
Dezz y Jargo salieron del Mercedes y le dispararon. Evan les apuntó, pero salieron dos personas del Lexus y se pusieron entre él y Dezz, y se detuvo por miedo a herirlos.
Dezz le disparó y la bala rebotó en el maletero. Evan se agachó. La gente salía de los cafés y corría por la calle gritando. Se arriesgó a mirar.
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