Las luces fluorescentes cubrían el techo de acero de dos centímetros de grosor. Ventanas de policarbonato de cinco centímetros de espesor se extendían a lo largo de la parte superior del casco octogonal y alcanzaban hasta la mitad de sus laterales perpendiculares. Con el fin de impedir que la atmósfera exterior se filtrara en el interior del laboratorio en caso de que se produjera una fisura, dentro del laboratorio se mantenía una presión de aire «positiva», ligeramente superior a la presión atmosférica exterior.
Los científicos se reunieron ante la gran burbuja de observación situada en el extremo de la Sección Uno mientras se preparaban para colocar la primera trampa para especímenes en el borde de la jungla.
Todos sabían que Nell había formado parte del primer grupo que puso el pie en la isla. Todos ellos habían visto el último episodio de «SeaLife», aunque fuera en YouTube. Miraban a Nell con una especie de temerosa admiración no exenta también de cierto escepticismo. Les había mostrado los dibujos de lo que ella llamaba spiger que, según afirmaba, la había perseguido por la playa. Pero todo lo que ella había visto en la isla no había sido fotografiado, un hecho que provocaba bastantes dudas. Sin embargo, todo ellos sabían que se decía que once seres humanos habían desaparecido, y podían ver la evidencia de esa pérdida en su obsesivo enfoque de la situación.
Aparte de la extraordinaria flora, sin embargo, ellos aún tenían que encontrar cualquier cosa que les resultara llamativa en los dos días que llevaban montando el laboratorio. Hasta el momento no habían encontrado nada peligroso. Las escasas y pequeñas criaturas que habían detectado saliendo de la jungla de Henders se habían movido demasiado de prisa como para poder verlas o filmarlas con claridad con el limitado equipo que la media docena de científicos y la docena de técnicos habían sido capaces de instalar hasta ese momento.
Seis científicos y tres técnicos de laboratorio observaban ahora cómo el brazo robótico bajaba el primer espécimen atrapado: una cámara cilíndrica de acrílico transparente con el tamaño y la forma aproximados de una sombrerera.
– La cena está servida -anunció Otto mientras operaba el brazo y maniobraba con la trampa para dejarla más cerca del borde de la jungla.
Otto Inman era un exobiólogo de la NASA, mofletudo y con coleta, que la marina de Estados Unidos había enviado desde Cabo Kennedy. Un genio desde la escuela primaria, Inman se había encontrado tocando el cielo con las manos después de conseguir un trabajo en un equipo de investigación de la NASA recién salido de la escuela universitaria de graduados. Aunque también le habían ofrecido un empleo en la sección de diseño de imágenes por ordenador de la factoría Disney en Orlando, ni siquiera supuso una decisión para él. Después de tres años en la NASA, Otto aún era incapaz de imaginarse aburrido por tener que acudir al trabajo todas la mañanas.
Ésa, sin embargo, era la primera vez que la urgencia había sido añadida al trabajo de Otto. Sería la primera prueba de campo para muchos de los juguetes que había contribuido a diseñar, incluidos los sistemas de recuperación de especímenes y el despliegue de vehículos accionados a distancia (ROV), y Otto estaba fascinado al ver que sus sistemas teóricos iban a pasar la prueba de fuego.
Maniobró el brazo robótico con un guante de movimiento-captura, colocando la trampa para especímenes sobre la tierra chamuscada en el borde de la selva. La trampa llevaba como cebo una salchicha, cortesía de la marina de Estados Unidos.
– ¿Una salchicha? -preguntó Andy Beasley.
– Eh, tenemos que improvisar, ¿de acuerdo? -dijo Otto-. Además, a todas las formas de vida les gustan las salchichas.
Nell se había asegurado de que Andy formara parte del equipo de investigación. El biólogo marino no podía estar más encantado, pero a ella le preocupaba que no se tomara lo bastante en serio los peligros que entrañaba esa misión. Cuando les habló al personal de la NASA y a Andy acerca de las espantosas criaturas de la playa, en general todos respondieron con un educado silencio y miradas repletas de escepticismo.
Otto levantó la puerta en el costado de la trampa y desacopló el movimiento-captura para asegurar el brazo en su sitio.
Esperaron.
Nell apenas si respiraba.
Tres segundos más tarde, una hormiga-disco del tamaño de una moneda de cincuenta centavos rodó entre dos árboles y avanzó lentamente siguiendo una línea recta hacia la trampa. Luego se detuvo a medio metro de la puerta abierta.
– Ahí tienes a uno de tus bichos, Nell -susurró Otto-. ¡Tenías razón!
Una docena de hormigas-disco salieron de la espesura detrás de la exploradora. Mientras rodaban se inclinaron en diferentes direcciones y se lanzaron como frisbees hacia la salchicha en el interior de la trampa.
– ¡Caray! -exclamó Otto con un jadeo.
– ¡Ciérrala! -ordenó Nell.
Otto dudó un momento y dos animales de color marrón rojizo del tamaño de ardillas salieron disparados desde la selva en dirección a la trampa. Los siguieron dos bichos voladores que atravesaron el aire como meteoros y lograron entrar en la caja antes de que la puerta se cerrara.
Nell le palmeó la espalda.
– Buen trabajo, Otto.
– Parece que también has atrapado a un par de ratas de la isla -dijo Andy Beasley, señalando a través de la ventana-. ¡Mirad!
La trampa cilíndrica se agitaba violentamente en el extremo del brazo articulado.
– ¡Joder!
Otto frenó el movimiento retráctil del brazo mientras la trampa continuaba sacudiéndose furiosamente. Sus paredes transparentes estaban salpicadas y manchadas con remolinos de una especie de sangre azul.
– Oh, Dios mío -exclamó Andy.
– Slurpee azul, mi bebida favorita -dijo Otto.
Cuando la trampa finalmente dejó de agitarse parecía como si en su interior hubiesen batido arándanos.
– Muy bien, quitemos eso y diseccionemos lo que haya quedado -dijo Nell-. Luego instalaremos otra trampa. Y, la próxima vez, cierra la puerta un poco antes, Otto.
– Sí, supongo que sí -asintió el biólogo.
Luego maniobró la trampa hasta colocarla en una cámara de aire, donde unas cintas transportadoras la llevaron hasta una segunda escotilla en la plataforma de los especímenes, a la que informalmente habían denominado «abrevadero», una cámara de observación que se extendía a todo lo largo de la Sección Uno.
Esa sección del StatLab había sido diseñada como una estación experimental para la recolección de especímenes en Marte, pero también podía cumplir funciones de laboratorio médico móvil que podía ser dejado caer en zonas calientes afectadas por enfermedades. Era parte de un programa piloto que centraba la experiencia de la NASA en aplicaciones para la Tierra. Unos fondos adicionales para Tecnología para Planetas dobles habían proporcionado a la NASA los recursos que habían hecho viable el programa. Pero nadie había pensado que el StatLab pudiera entrar alguna vez en acción, y ahora los técnicos de la NASA recorrían nerviosamente cada centímetro del laboratorio para asegurarse de que cumplía con todos los requerimientos del sistema por, al menos, un doble margen de seguridad. No había nada que alterara más los nervios de los técnicos de la NASA que planificar en función de contingencias desconocidas.
Seis pantallas de alta resolución colgaban encima del largo «abrevadero». Bajo la superficie superior del abrevadero, seis videocámaras no mayores que pastillas de menta se deslizaban a lo largo de hilos plateados sobre ejes X e Y, cada una de ellas cubriendo una sexta parte de la larga cámara de visión.
El brazo articulado depositó la trampa sobre la cinta transportadora, y la escotilla hermética se cerró detrás de ella con un sonoro siseo. La cinta deslizó la trampa hasta el centro del abrevadero, donde se habían congregado seis científicos.
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