Nicci French - Los Muertos No Hablan

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.
Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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– ¿Con quién hablabas?

– Con el malvado de nuestro contable -respondió-. Se supone que trabaja para nosotras, y no cobra precisamente poco, pero lo único que hace es gritarme. Es como uno de esos padres que siempre se sienten decepcionados. Según él, nos hemos retrasado con el IVA y eso, al parecer, está muy mal. Yo creía que uno contrataba a un contable precisamente para que se ocupase de esas cosas. Ay, Gwen, odio todo esto. No puedo más.

Recordé una de mis primeras conversaciones con Greg, cuando nos estábamos conociendo y queríamos saber hasta el menor detalle de la vida del otro. Yo me metí con él por ser contable. ¿No se reducía aquello a sumar columnas de números y a rellenar impresos? El se rió. No era así en absoluto, al menos no con los clientes que él tenía. Había que ser un poco psiquiatra y un poco mago, negociador de secuestros y artificiero; lo de los formularios sólo venía al final.

– Beth no está llevando esto nada bien -añadió Frances-. Lo bueno que tiene esa chica, que, por cierto, aún no ha llegado, es que es muy joven, tiene una presencia impecable y rezuma seguridad. La puedes llevar a cualquier sitio y siempre parece muy ocupada, pero cuando termina la jornada no resulta muy fácil saber qué ha hecho exactamente. Los actos sociales se le dan bien. Los clientes están encantados con ella. Los hombres, me refiero. Eso se debe a que tiene veintidós años. Y a sus pechos.

– Los tiene estupendos.

– Ya, pero con los pechos no se soluciona lo del IVA. Y las navidades están al caer. Gwen, ¿seguro que no quieres trabajar aquí? ¿Aunque sea con un contrato de tres meses, hasta que salgamos de ésta?

Negué con la cabeza e intenté recordar lo que Greg decía en situaciones así.

– Lo que realmente necesitas -afirmé- es saber qué terreno pisas ahora mismo. Cuánto debes, cuánto te deben, cuánto tienes y cuáles son tus planes. Eso lo podemos solucionar en un par de días, y entonces se habrán acabado los problemas.

– Yo quería ser artista -protestó Frances-; cuando conocí a Milena, todo iba a ser muy divertido. Nos gustaba asistir a fiestas, nos gustaba organizarías, así que ¿por qué no ganarnos la vida con ello? Y yo podía dedicarme al arte en mis ratos libres. Al final las cosas no salieron así. Ya sabes que el anfitrión nunca se lo pasa bien en su fiesta. Siempre preocupado por que se acaben las bebidas, o por que alguien no se divierta. Aquí estamos siempre así.

– ¿Milena también lo vivía de ese modo?

– No -respondió Frances con una sonrisa triste-. Ella no dejaba que los detalles la deprimieran.

– De los detalles ahora me ocupo yo. Por lo menos, durante los próximos días.

No sé por qué, cuando no es tu vida la implicada, las cosas resultan más fáciles. Durante dos horas, hice lo que Frances pensaba que hacía un contable. No era una cuestión de magia, no utilicé humo ni espejos, ni la astucia. Me limité a apilar los papeles que tenían un aspecto parecido. Elaboré varias listas de citas, que también copié en mi libreta subrepticiamente; comparé las facturas y los extractos bancarios. A las once llegó Beth. Le di una lista de teléfonos para que llamara y comprobase las fechas de entrega. Se quedó tan sorprendida como si le hubiera pedido que desatascase las tuberías. Puso mala cara y miró resentida a Frances, pero hizo lo que le mandé.

Veinte minutos después llegó Johnny; me saludó con un movimiento de cabeza, se sentó al lado de Frances y se puso a hablar de menús. Yo apenas levanté la vista. En ese momento estaba procesando mentalmente mucha información. Si charlaba o pensaba en otra cosa, aunque fuera por un instante, perdería la concentración y tendría que empezar de nuevo.

Mi noción del tiempo era poco precisa, pero al cabo de poco rato noté una presencia a mi lado. Era Johnny.

– Me preocupa un poco pasar por aquí -dijo, indicando los montones de papeles que rodeaban mi silla.

– Pues no pases -le espeté con gesto de pocos amigos: no quería que me distrajese.

– Esto no es…

– Un momento -le pedí, levantando la mano. Apunté una fecha seguida de una cantidad de dinero y después el IVA. Entonces lo miré-: ¿Sí?

– Iba a decir que te ocupas de todas las partes aburridas de este trabajo, pero de ninguna de las divertidas.

Señalé la oficina.

– Por lo visto eso es lo que necesitan -repuse.

– Mi estrategia, en cambio -afirmó él- consiste en ocuparme de lo divertido y dejar que lo aburrido se arregle solo.

– Ése parece el mejor modo de ir a la quiebra.

– Todos los restaurantes acaban yendo a la quiebra.

– Pues eso no parece muy divertido, precisamente.

– Es estupendo -afirmó Johnny, y añadió con aire reflexivo-, incluso cuando se va al garete. Entonces empiezas de nuevo. Todo sigue una especie de ritmo. Aunque lo que realmente quería decir, lo que te quería preguntar… Te acuerdas de que te hablé de mi restaurante, ¿verdad? Bueno, pues si quieres venir para que te enseñe el tipo de comida que hago… Cuando quieras. Hoy o mañana, o cuando sea.

Era guapo con un punto oscuro, y vestía bien; un hombre que se declaraba en bancarrota y que no se venía abajo por eso. Era perfecto, en cierto sentido. Perfecto si yo no hubiera sido yo. Aunque también era cierto que la persona con la que él hablaba, en realidad, no era yo.

– No puedo -respondí-. Ahora no. En este momento de mi vida no estoy para esas cosas.

– Ah, no -insistió, impertérrito-. No te estaba proponiendo una cita. No te estoy dando la brasa. Sólo había pensado, de profesional a profesional, que te resultaría interesante y útil ver la clase de comida que hacemos.

– Lo pensaré -respondí-. Ahora mi vida es un pequeño caos, pero lo pensaré.

En mi trabajo me había acostumbrado a lijar una silla o barnizar un baúl y a tener por toda compañía la radio, a la que prestaba atención de forma intermitente. La oficina de Profesionales de la Fiesta era un espacio casi público en el que la gente entraba y salía, donde se entregaban paquetes y por el que los clientes, o los clientes en potencia, se pasaban. A veces el potencial de esos clientes parecía enormemente difuso. Acabé por pensar que Frances había exagerado la carga que le suponía llevar el papeleo de la empresa. Gran parte de la mañana y de las primeras horas de la tarde se le iban en una serie de largas y bulliciosas conversaciones, tanto por teléfono como en persona.

Algunos clientes también conocían a Beth, y constaté una faceta diferente de ella, un brillo, una especie de seguridad cuando flirteaba con los hombres o cotilleaba con las mujeres. Al escucharla -y era imposible no hacerlo-, advertí que yo había ingresado en un mundo distinto, más rico que el mío, con sus propias reglas, normas y convenciones.

En lo referente a los visitantes, frecuentaban el lugar varias mujeres vestidas con gran elegancia que parecían disponer de mucho tiempo libre. Eso me podría haber producido una punzada de resentimiento, si no hubiera sido yo la que había elegido mi situación. En todo caso, cuanto menos hicieran Frances y Beth, más posibilidades tenía yo de enterarme de algo. Me quedaba en el otro extremo de la sala, dándoles la espalda, con la cabeza entre las manos y tapándome los oídos para poder concentrarme.

Poco después de las tres oí que alguien entraba. Me sorprendió un poco escuchar una voz masculina, me di la vuelta y sufrí un sobresalto.

Era Hugo Livingstone. Un hombre al que sólo había visto una vez, en la investigación judicial. Durante un instante sentí una rabia inútil y ridícula: ¿qué demonios hacía él allí? Me maldije por ser tan tonta. Era el marido de Milena. ¿No era normal que apareciese en la oficina de su mujer muerta? ¿Acaso no había hecho yo lo mismo? Intenté pensar un modo, el que fuera, de marcharme de allí sin que él me viera la cara. Podía salir a gatas, o por la ventana. Pero sabía que no era posible. Sólo le haría falta un vistazo para saberlo. La idea de que me reconociera y de que yo me viera obligada a dar una explicación resultaba tan terrible, que me sentí febril al imaginar la explosión nuclear de vergüenza que supondría el descubrimiento.

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