Nicci French - Los Muertos No Hablan

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Los Muertos No Hablan: краткое содержание, описание и аннотация

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.
Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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* * *

A las cuatro, más o menos, mientras la luz se iba apagando y empezaba a llegar el atardecer, Beth atendió el teléfono y le musitó algo a Frances.

– ¡Qué horror! -exclamó ésta-. Bueno, pues vamos. -Se quedó ensimismada durante un instante y después me miró como si se hubiera olvidado de mi existencia-. Gwen -añadió-, ha surgido un imprevisto. Tenemos que salir. ¿Te importa quedarte montando guardia?

No me importaba montar guardia. Tenía muchas ganas de montar guardia. Esperé a que la puerta de entrada se cerrara y las vi -o al menos la parte inferior de sus cuerpos- pasar junto a la ventana del sótano. Me puse en pie de un salto y empecé a husmear. No sabía qué buscaba, pero sí que seguramente no lo iba a encontrar en las carpetas y los archivadores que estaba revisando. A lo mejor en los cajones del escritorio. Abrí el primero y empecé a hurgar entre los artículos de papelería; sólo encontré sobres, clips, cartuchos de tinta y pósits. Pero en el segundo me topé con dos botellas de vodka, una vacía, la otra por la mitad. Me quedé contemplándolas durante un minuto, las volví a dejar en su sitio y cerré el cajón. Centré mi atención en el ordenador. Lo puse en marcha y esperé a que se abrieran los programas.

Sonó el timbre; di un respingo en la silla, el corazón se me desbocó y la garganta se me secó repentinamente. Apagué el ordenador; vi cómo se cerraba y la pantalla se quedaba en negro. El timbre volvió a sonar. Me pasé la lengua por los labios, me atusé el cabello, adopté un gesto tranquilo e interrogativo, propio de Gwen, y fui a abrir.

El hombre que estaba en la escalera pareció sorprenderse al verme. Era bastante bajo y delgado, casi demacrado, y llevaba un traje gris con una camisa blanca. Tenía las mejillas hundidas, unos ojos grises y sagaces y un cabello castaño que se le estaba empezando a caer.

– ¿Le puedo ayudar en algo? -pregunté.

– ¿Quién es usted?

– ¿Por qué quiere saberlo?

– ¿Vamos a seguir haciéndonos preguntas? Ahí va otra: ¿está Frances?

– No; soy su ayudante temporal. Me llamo Gwen.

– Johnny. -Me tendió la mano y se la estreché. No me miró a los ojos; dirigió la mirada detrás de mí, como si no creyera que estaba sola-. ¿Se le ha olvidado a Frances que iba a venir?

– Está un poco distraída en general. No tardará en volver.

– Esperaré.

Pasó a mi lado y entró: estaba claro que se sentía a sus anchas en esa oficina.

– ¿Trabaja usted con Frances? -pregunté. -Casi siempre les llevo los temas de comida. -Pues no parece usted cocinero -repliqué. Mis palabras sonaron bastante groseras. Él se miró el traje.

– ¿Cree que miento? Me han ascendido a un puesto de dirección, y por eso le he traído un menú para la semana que viene. ¿Quiere verlo?

– No soy la persona indicada para…

– Bueno, pero ¿trabaja usted aquí o no?

Nos sentamos en el sofá y me enseñó el menú. Me dijo cómo preparar un suflé con antelación; me contó que compraba todos sus ingredientes a proveedores locales; me puso la mano en el brazo; añadió que su restaurante se llamaba Zest, que su plato típico eran las manitas de cerdo rellenas y que debía pasarme por allí pronto; me escuchó con atención cuando respondí; se rió y me miró a los ojos; pronunció mi nombre en cada frase («¿no le parece, Gwen?» y «le voy a decir una cosa, Gwen»). Y Gwen se sonrojó porque era tímida y porque aquello le proporcionaba un placer incómodo y complicado.

Cuando Frances volvió, empapada por la lluvia que había empezado a caer, nos vio en el sofá y nos dirigió una mirada entre divertida y cariñosa.

– Veo que no me habéis echado de menos.

Se quitó el bonito abrigo, lo dejó en el respaldo de una silla y dio a Johnny un beso en cada mejilla.

– Yo siempre te echo de menos -replicó éste-, pero me han tratado muy bien. -Le puso las manos en los hombros, se alejó un poco de ella y la estudió con aire serio-. Frances, pareces exhausta. ¿Te estás cuidando?

– No, pero Gwen sí -respondió ella.

Ambos me sonrieron y me brindaron su aprobación.

* * *

Johnny me dejó en la estación de metro. Tomó mi mano entre las suyas, declaró que conocerme había sido un auténtico placer y que seguro que volveríamos a vernos pronto. Yo mascullé una respuesta y evité su mirada brillante. ¿Por qué tenía que sentirme culpable si un hombre simpático intentaba ligar conmigo, o más bien conmigo fingiendo no ser yo? Al fin y al cabo era una mujer libre, y hacía mucho tiempo que nadie me miraba sin pena o azoramiento. Pero no me sentía libre: tenía la sensación de que todavía mantenía una relación con Greg, y que mostrarme receptiva suponía, de forma algo retorcida, una traición.

Estaba oscuro y lloviznaba mientras iba del metro a casa. Los charcos relucían bajo las farolas. Faltaban pocas semanas para la noche más larga del año; los días se estaban acortando y la Navidad se aproximaba. Habían colocado adornos en los escaparates y colgado luces entre las farolas. Me pregunté, deprimida, qué haría en Navidad. Durante un instante, la idea de despertarme ese día sola en mi enorme cama me hizo soltar un gemido de dolor. Me detuve y me llevé la mano al corazón. Entré en mi calle y vi mi pequeña casa, con las ventanas a oscuras y el jardín delantero empapado y descuidado.

Mientras entraba empezó a sonar el móvil. Vi que la llamada era de Gwen y durante un segundo sentí cierta confusión.

– Llevo todo el día intentando localizarte.

– Lo siento, he estado liada.

– Eso está bien. ¿Se te ha olvidado que quedan pocos días para tu cumpleaños?

– No. La verdad es que no he pensado en ello.

– Estaría bien hacer una fiestecilla y tomar unas copas.

– No lo veo muy claro.

– En tu casa. No tienes que hacer nada, sólo estar ahí. Yo me ocupo del resto. Te limpio la casa después y todo.

– Da la impresión de que ya la has organizado.

– Bueno, no exactamente. Pero ya me he asegurado de que gente como Mary pueda venir.

– ¿Qué es eso de «gente como Mary»? ¿Quién más?

– Pocas personas. Yo, Mary y Eric, Fergus y Jemma, claro, Joe y Alison, Josh y Di. Ya está. Y a quien tú quieras invitar, claro.

– No sé, Gwen.

– Yo preparo unos canapés y Joe se ocupa del vino.

– ¿Y cuándo se supone que es esta fiesta?

– Pasado mañana.

Desistí de protestar.

– Voy a consultar mi agenda -dije irónicamente-, pero estoy bastante segura de que ese día lo tengo libre.

– Estupendo. Pues ya está. Llegaré sobre las cinco, en cuanto salga del instituto, y lo prepararemos todo.

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Capítulo 14

Cuando llegué a la oficina, Frances hablaba por teléfono. Me indicó que pasara con gestos enérgicos. Parecía que le estaban soltando toda una perorata.

– Ya -decía ella-. Sí, me hago cargo… Ah, ¿no me diga? ¿No lo habíamos hecho…? ¿Es grave? ¿Qué hacemos entonces…?

Crucé de puntillas la estancia, preparé dos cafés y le tendí uno. Ella hizo muecas como una actriz de cine mudo para darme las gracias y, al mismo tiempo, para expresar frustración y exasperación.

– Sí -prosiguió-. Pero es que estamos atravesando unos momentos difíciles, después de lo que ha pasado… Ya; ¿y no podría explicárselo a ellos? Ah, vale… Sí, de acuerdo…

Al fin colgó. Parecía que iba a echarse a llorar.

– Yo nunca quise ser empresaria -afirmó con un hilillo de voz-. ¿Te he contado que estudié Bellas Artes?

– No.

– Iba a ser pintora. Esa era la idea. Se me daba bien, pero luego resultó que en Inglaterra sólo hay sitio para cuatro pintores al mismo tiempo, y estaba claro que yo no iba a ser uno de ellos.

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