Era casi la una cuando Bosch llegó a la sala de la brigada. Había esperado a la grúa y luego se había tomado su tiempo para llegar, parando en el In-N-Out de al lado del aeropuerto para comprar una hamburguesa. Encontró a Ignacio Ferras en su cubículo, trabajando en su ordenador.
– ¿Dónde estamos? -preguntó.
– Casi he terminado con la solicitud de registro.
– ¿Qué vamos a pedir?
– Tengo un affidávit por la maleta, el teléfono y el coche. Entiendo que está en el garaje.
– Acaban de llevarlo. ¿Y su apartamento?
– He llamado a la línea de ayuda de la fiscalía y le he contado a la mujer lo que estamos haciendo. Ha sugerido que lo hagamos así, en dos fases. Primero estas tres cosas y luego, con un poco de suerte, encontraremos algo que nos dé causa probable para el apartamento. Me ha dicho que éste es complicado con lo que tenemos ahora.
– Vale, ¿tienes a un juez esperando?
– Sí, he llamado al ayudante de la juez Champagne. Va a recibirme en cuanto esté listo.
Daba la sensación de que Ferras tenía las cosas en orden y avanzando. Bosch estaba impresionado.
– Suena bien. ¿Dónde está Chu?
– Mi última noticia es que estaba en la sala de vídeo, observando al tipo.
Antes de unirse ellos, Bosch entró en su cubículo y soltó las llaves en el escritorio. Vio que Chu había dejado la pesada maleta allí y las otras pertenencias del sospechoso sobre la mesa. Había bolsas de pruebas que contenían la cartera de Chang, el pasaporte, el clip de billetes, las llaves, el móvil y la tarjeta de embarque del aeropuerto, que aparentemente había impreso en casa.
Bosch leyó la tarjeta de embarque a través del plástico y vio que Chang tenía un billete de Alaska Airlines para Seattle. Eso dio que pensar a Harry, que esperaba averiguar que Chang se dirigía a China. Volar a Seattle no se vendía exactamente como un alegato de intento de huida del país para evitar la acusación.
Dejó esa bolsa y cogió la que contenía el teléfono. Habría sido fácil para Bosch abrirlo rápidamente y examinar la lista de llamadas en busca de contactos de Chang. Podría encontrar incluso un número perteneciente a un policía de Monterey Park, o a Chu o a quien fuese que hubiese avisado a Chang de que la investigación se estaba cerrando en torno a él. Quizás el teléfono tenía mensajes de correo o de texto que le ayudarían a cimentar la acusación contra Chang.
Pero Bosch decidió seguir las reglas. Era una zona gris y tanto el departamento como la oficina del fiscal habían dictado directrices para que los agentes buscaran aprobación del tribunal antes de ver datos contenidos en el teléfono de un sospechoso. A menos, por supuesto, que éste diera su permiso. Abrir el teléfono era igual que abrir el maletero de un coche en una parada de tráfico. Había que hacerlo correctamente o lo que se encontrara podía ser eliminado del caso por los tribunales.
Bosch dejó el móvil. Podría contener la clave del caso, pero esperaría la aprobación de la juez Champagne. Al hacerlo, el aparato sonó en su escritorio. El identificador de llamada decía XXXXXX, lo cual significaba que era una llamada transferida desde el Parker Center. Lo cogió.
– Bosch.
No había nadie al otro lado de la línea.
– Hola. Soy el detective Bosch, ¿puedo ayudarle?
– Bosch… puedes ayudarte tú.
La voz era claramente asiática.
– ¿Quién es?
– Hazte un favor y retírate, Bosch. Chang no está solo. Somos muchos. Retírate. Si no, habrá consecuencias.
– Escúcheme…
El que llamaba había colgado. Bosch dejó el teléfono en su sitio y miró la pantalla vacía de identificación. Sabía que podía contactar con el centro de comunicaciones del Parker y conseguir el número desde el que se había realizado la llamada. Pero también sabía que alguien que llamaba para amenazarlo habría bloqueado su número, usado un teléfono público o un móvil del que iba a deshacerse. No sería tan estúpido como para dejar un número localizable.
En lugar de preocuparse por eso, se concentró en la hora de la llamada y en su contenido. De algún modo, los colegas de la tríada de Chang ya sabían que lo habían detenido. Bosch volvió a comprobar la tarjeta de embarque y vio que el vuelo estaba programado para despegar a las once y veinte. Eso significaba que el vuelo todavía estaba en el aire y que no podía ser que alguien que esperara en Seattle a Chang pudiera haberse enterado de que no iba en el avión. Sin embargo, la gente de Chang sabía de una forma u otra que estaba en manos de la policía. También conocían a Bosch por el nombre.
Una vez más, oscuros pensamientos entraron en el cerebro de Bosch. A menos que Chang fuera a encontrarse con un compañero de viaje en LAX o lo estuvieran vigilando mientras Bosch lo vigilaba a él, las pruebas apuntaban una vez más al interior de la investigación.
Salió del cubículo y fue directamente al centro de vídeo, un pequeño despacho entre las dos salas de interrogatorios de Robos y Homicidios. Las salas contaban con grabación de audio y vídeo y en el despacho situado entre ambas era donde los sospechosos podían ser observados en el equipo de grabación.
Bosch abrió la puerta y encontró a Chu y Gandle en el despacho, observando a Chang en el monitor. Con la entrada de Bosch la estancia quedó atestada.
– ¿Alguna cosa? -preguntó Bosch.
– Ni una palabra hasta ahora -dijo Gandle.
– Nada -dijo Chu-. Traté de entablar conversación, pero sólo dijo que quería un abogado. Punto.
– Ese tipo es una roca -dijo Gandle.
– He mirado su billete de avión -explicó Bosch-. Seattle tampoco nos ayuda.
– Yo creo que sí -dijo Chu.
– ¿Cómo?
– Supongo que iba a volar a Seattle para cruzar la frontera a Vancouver. Tengo un contacto en la policía montada y ha mirado las listas de pasajeros. Chang había reservado un vuelo esta noche desde Vancouver a Hong Kong con la Cathay Pacific Airways. Muestra claramente que quería irse deprisa y sin dejar rastro.
Bosch asintió.
– ¿La policía montada de Canadá? Caray, Chu. Han hecho un buen trabajo.
– Gracias.
– ¿Le ha dicho esto a Ignacio? El intento de Chang de enmascarar su huida ayudará con la causa probable de la orden de registro.
– Lo sabe. Lo ha puesto.
– Bien.
Bosch miró el monitor. Chang estaba sentado a la mesa con las muñecas esposadas a una anilla de hierro atornillada en el centro de la misma. Sus enormes hombros parecían a punto de reventar las costuras de la camisa. Estaba sentado tieso como un palo y mirando inexpresivo a la pared que tenía delante.
– Teniente, ¿hasta cuándo le parece que retrasemos la acusación?
Gandle parecía preocupado. No le gustaba que lo pusieran en el punto de mira con algo que podía tener retroceso.
– Bueno, creo que lo estamos estirando. Chu me dijo que ya le habéis dado el tour turístico al venir. Si tardáis mucho más, el juez puede poner pegas.
Bosch miró el reloj. Necesitaban otros cincuenta minutos antes de dejar que Chang llamara a su abogado. El proceso de acusación implicaba papeleo, toma de huellas y luego el traslado físico del sospechoso a prisión, en cuyo momento tendría acceso a un teléfono.
– Vale, podemos empezar el proceso. Pero seguimos con lentitud. Chu, usted entra y empieza a llenar la hoja con él. Si tenemos suerte no cooperará y eso nos dará más tiempo.
Chu asintió.
– Entendido.
– No lo metemos en una celda hasta las dos, como pronto.
– Exacto.
Chu se coló entre el teniente y Bosch y abandonó la sala. Gandle empezó a ir tras él, pero Bosch le dio un golpecito en el hombro y le hizo una seña para que se quedara. Esperó hasta que se cerró la puerta antes de hablar.
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