Ursula Le Guin - Tehanu

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder…
Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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Él se volvió hacia ella y ella le dijo: —Te he amado desde la primera vez que te vi.

—Dadora de vida —dijo Ged y se inclinó a besarla en los pechos y en la boca. Ella lo abrazó por un instante. Se levantaron y despertaron a Therru, y siguieron su camino; pero cuando se internaron entre los árboles Tenar se volvió a mirar una vez más la pequeña pradera, como convirtiéndola en testigo de la felicidad que había conocido allí.

El único propósito de su primer día de viaje había sido avanzar. Ese día llegarían a Re Albi. Por eso, Tenar pensaba mucho en Tía Musgo, preguntándose qué le habría sucedido y si en realidad estaba muriéndose. Pero a medida que fue pasando el día y que fueron avanzando por el camino no pudo seguir pensando en Musgo, ni en nada. Se sentía agotada. No le gustaba acercarse a la muerte de esa manera una vez más. Pasaron por el Manantial de los Robles, y bajaron por el desfiladero y volvieron a subir. En el último y largo trecho cuesta arriba hacia el Acantilado, le costaba mover las piernas y se sentía atontada y confundida, se aferraba a una idea o a una imagen hasta que perdía todo sentido… La alacena donde guardaban los platos en la casa de Ogion o las palabras delfín de hueso , que recordó al ver la bolsa de juguetes de Therru, y que se repetían sin cesar.

Ged caminaba a trancos largos en su tranquilo andar de caminante, y Therru caminaba a su lado, la misma Therru que se había agotado en esa misma larga subida menos de un años atrás y que había tenido que llevar en brazos. Pero eso había sido después de una jornada más larga de marcha. Y entonces la niña aún se estaba recuperando de sus heridas.

Se estaba volviendo vieja, demasiado vieja para caminar tanto y tan rápido. Era tan difícil ir cuesta arriba… Una vieja debía quedarse en casa junto al fuego. El delfín de hueso, el delfín de hueso. Hueso, inmóvil, el sortilegio de atadura. El hombre de hueso y el animal de hueso. Se le adelantaron. La estaban esperando. Caminaba lentamente. Se sentía fatigada. Se esforzó por subir el último tramo de la colina y los alcanzó allí donde el camino quedaba a la misma altura que el Acantilado. A la izquierda, los techos de Re Albi inclinados hacia la orilla del precipicio. A la derecha, el camino que subía hacia la mansión. —Por aquí —dijo Tenar.

—No —dijo la niña, apuntando a la izquierda, hacia la aldea.

—Por aquí —repitió Tenar y tomó el camino de la derecha. Ged la siguió.

Caminaban entre los huertos de nogales y los campos cubiertos de hierba. Era un atardecer cálido de comienzos de verano. Los pájaros cantaban en los árboles, cerca y a lo lejos. El hombre bajó caminando desde la mansión en dirección a ellos, el hombre cuyo nombre no conseguía recordar.

—¡Bienvenidos! —les dijo y se detuvo, sonrién-doles.

Se detuvieron.

—¡Qué personajes tan importantes han venido a honrar la casa del Señor de Re Albi! —dijo. Tuaho, ése no era su nombre. El delfín de hueso, el animal de hueso, la niña de hueso.

—¡Mi señor Archimago! —Hizo una profunda reverencia y Ged se inclinó ante él.

—¡Y mi señora Tenar de Atuan! —Se inclinó aún más ante Tenar y ella se arrodilló en el camino. Bajó la cabeza hasta apoyar las manos en la tierra y se agachó hasta que también su boca rozó la tierra del camino.

—Ahora arrástrate —dijo él y ella comenzó a andar a gatas hacia él.

—Detente —dijo él, y ella se detuvo.

—¿Puedes hablar? —le preguntó. Ella no respondió, porque se había quedado sin palabras, pero Ged contestó en su habitual tono sereno—: Sí.

—¿Dónde está el monstruo?

—No sé.

—Pensaba que la bruja vendría con sus familiares. Pero, en cambio, te ha traído a ti. Al Señor Archimago Gavilán. ¡Qué extraordinario sustituto! Lo único que puedo hacer con las brujas y los monstruos es librar al mundo de ellos. Pero contigo, que fuiste hombre en otra época, contigo puedo hablar; al menos eres capaz de hablar como un ser racional. Y puedes comprender un castigo. Creías que estabas a salvo, supongo, con tu rey en el trono y mi amo, nuestro amo, aniquilado. Creías que habías conseguido lo que te proponías y habías acabado con la promesa de vida eterna, ¿verdad?

—No —dijo la voz de Ged.

Ella no alcanzaba a verlos. Sólo veía el polvo del camino y lo sentía dentro de la boca. Oyó hablar a Ged. Él dijo: —En la muerte hay vida.

—Bla, bla, cita los Cantares, Maestro de Roke, ¡maestrillo! ¡Qué imagen tan ridicula!, el gran archimago vestido como un pastor de cabras y sin una pizca de magia… ni una sola palabra poderosa. ¿Puedes urdir un sortilegio, archimago? ¿Nada más que un pequeño sortilegio…, un diminuto hechizo de ilusión? ¿No? ¿Ni una sola palabra? Mi amo te derrotó. ¿Lo reconoces? No lo dominaste. ¡Su poder no ha desaparecido! Podría mantenerte vivo aquí por un tiempo, para contemplar ese poder…, mi poder. Para contemplar al viejo que mantengo vivo… y podría aprovechar tu vida para eso si quisiera… y para ver a tu entrometido rey haciendo el ridículo, con sus señores melindrosos y sus estúpidos hechiceros, ¡buscando a una mujer! ¡Una mujer que nos gobierne! Pero aquí está la autoridad, aquí está el señorío, aquí, en esta casa. He pasado todo este año congregando a un grupo de hombres en torno a mí, hombres que dominan el verdadero poder. Algunos de ellos vienen de Roke, se los saqué a los maestrillos de delante de las narices. Y otros vienen de Havnor, de delante de las narices de ese al que llaman el Hijo de Morred, ese que quiere que una mujer lo gobierne; tu rey, que se siente tan seguro que se hace llamar por su nombre verdadero. ¿Sabes cómo me llamo, archimago? ¿Te acuerdas de mí, recuerdas hace cuatro años cuando eras el gran Maestro de Maestros y yo era un simple estudiante de Roke?

—Te llamabas Álamo —dijo la voz paciente.

—¿Y mi nombre verdadero?

—No sé cuál es tu nombre verdadero.

—¿Cómo? ¿No lo sabes? ¿No puedes adivinarlo? ¿No conocéis todos los nombres vosotros los magos?

—No soy un mago.

—¿Cómo? Repítelo.

—No soy un mago.

—Me gusta oírtelo decir. Dilo nuevamente.

—No soy un mago.

—¡Pero yo sí lo soy!

—Sí.

—¡Dilo!

—Eres un mago.

—¡Ah! Esto es mejor de lo que esperaba. Salí a pescar anguilas y pesqué una ballena. Ven, entonces, ven a conocer a mis amigos. Puedes caminar. ¡Ella puede andar a gatas!

Así subieron por el camino que llevaba a la mansión del Señor de Re Albi y entraron en la casa, Tenar avanzando a gatas por el camino, y por los escalones de mármol que conducían a la puerta, y por el piso de mármol que cubría los pasadizos y los cuartos.

La casa estaba a oscuras. La oscuridad nublaba los pensamientos de Tenar, de modo que cada vez entendía menos lo que decían. Sólo oía claramente algunas palabras y voces. Comprendía lo que decía Ged y cada vez que hablaba pensaba en su nombre, y se aferraba al nombre en su mente. Pero Ged hablaba muy poco y sólo lo hacía para responder a ese hombre que no se llamaba Tuaho. El hombre le hablaba a ella ahora, llamándola Perra. —Ésta es mi nueva mascota —les dijo a los otros hombres, a varios hombres que había en la oscuridad, allí donde las velas proyectaban sombras—. ¿Veis lo bien enseñada que está? Revuélcate, Perra. —Ella se revolcó y los hombres rieron.

—Tenía una perrita —dijo él—, yo pretendía terminar de darle su merecido, porque sólo la habían quemado a medias. Pero, en lugar de traerla, me trajo un pájaro que había cazado, un gavilán. Mañana le enseñaremos a volar.

Oyó las palabras que decían otras voces, pero ya no comprendía las palabras.

Le ataron algo alrededor del cuello y la hicieron subir a gatas otras escalinatas y la metieron en un cuarto que olía a orina, a carne descompuesta y a perfume de flores. Oyó voces. Una mano fría como una piedra le acarició apenas la cabeza mientras algo reía. —¡Je, je, je! —como una puerta vieja que rechinara sobre sus goznes. Le dieron un puntapié y la hicieron recorrer pasadizos a gatas. No podía avanzar con suficiente rapidez, y la pateaban en los pechos y en la boca. Una puerta retumbó, silencio, oscuridad. Oyó llorar a alguien y pensó que era la niña, su niña. Quería que la niña no llorara. Finalmente dejó de llorar.

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