Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Realmente, Cohen Wells hacía las cosas a lo grande.

«Tanto en el bien como en el mal.»

Jonas aminoró la marcha y detuvo el Bentley Continental en el aparcamiento reservado al personal. Se apeó del vehículo, sin apagar los faros, y fue a abrir la puerta del lado de Alan para ayudarlo a bajar. Alan apenas se había puesto en pie, cuando una hombre salió de la sombra para apostarse junto al capó del coche.

– Buenas noches, señores. ¿En qué puedo ayudarles?

Alan se dio cuenta de que era uno de los vigilantes del servicio de seguridad. En el campamento nunca había habido ningún problema, pero a los huéspedes les agradaba pensar que había alguien que velaba sus sueños. El hecho de que el sujeto hubiera aparecido en cuanto llegó el vehículo significaba que el servicio bien valía el gasto.

Alan se acomodó las muletas bajo los brazos y avanzó hacia el hombre, poniéndose entre este y Jonas.

– Buenas noches. Soy Alan Wells y…

El agente no le permitió concluir.

– Discúlpeme usted, señor Wells, no lo había reconocido. ¿En qué puedo serle útil?

Alan lo miró mejor, bajó la luz de los faros. Tenía más o menos su edad y los rasgos propios de un chico sano de Arizona. Era alto, de pelo claro, y la chaqueta oscura del uniforme dejaba adivinar un físico atlético. A un costado llevaba una funda con una pistola automática que en la penumbra Alan no supo reconocer. Su voz rebosaba de auténtica admiración. Alan tuvo la clara impresión de que se debía a su pasado de soldado y no al hecho de ser el hijo del dueño.

Tomó esta impresión como una señal de buen augurio.

– ¿Cómo te llamas?

– Alan, señor. Como usted.

También este detalle insignificante fue catalogado en la columna de los elementos a su favor.

– Tengo que ver a una persona que se aloja aquí.

Si pensó en la hora avanzada, «Alan como usted» no lo dejó traslucir. Y menos aún objetó nada.

– ¿Sabes cuál es la cabaña de la señorita Gillespie?

– Pues claro. Acaba de llegar.

– ¿Acaba de llegar?

«Alan como usted» se encogió de hombros.

– Fue al aeropuerto de Phoenix a recoger a su prometido, que volvía de Los Angeles en el vuelo de medianoche. El señor Freihart le propuso mandar un vehículo del Ranch, pero ella insistió en ir personalmente.

Hizo una pequeña pausa, justo el tiempo para considerar qué rara era la gente del cine.

– Tal vez no me incumba, pero cuando llegaron discutían bastante acaloradamente. Tuve que pedirles que bajaran la voz, para que no molestaran a los demás huéspedes.

Alan permaneció en silencio. Luego se dirigió a Jonas.

– Creo que será mejor que regresemos a casa.

El chófer se acercó un paso, para ponerlo al resguardo de la mirada del vigilante.

– Señor Wells, ¿puedo permitirme unas palabras?

– Por supuesto.

Jonas bajó el tono de voz lo suficiente para que solo lo oyera Alan.

– Tal vez me cueste el empleo, pero debo decirle lo que pienso. Hemos recorrido varios kilómetros para llegar hasta aquí. Supongo que un hombre como usted no querrá dejarse intimidar por unos pocos pasos más.

Alan dedicó un momento a sopesar las palabras de su chófer. Luego se descubrió sonriéndole en la penumbra. Jonas tenía razón. No había hecho todo ese camino para dejarse intimidar. Además, pensándolo bien, no se sentía intimidado en absoluto.

– Creo que seguiré tu consejo, Jonas. Lo que significa que no te costará el empleo.

El hombre respondió con otra sonrisa en la oscuridad.

– Muy bien, señor Wells. No esperaba menos de usted.

Alan se volvió hacia el vigilante, que aguardaba de pie el final de la conversación, que para él solo era una serie de murmullos indefinidos.

– ¿Sabes cuál es la cabaña de la señorita Gillespie?

– Pues claro.

– ¿Te molestaría acompañarme?

– En absoluto. Es un poco lejos. Por motivos que usted comprenderá, a la señorita Gillespie se le ha dado la cabaña más grande y aislada, para garantizarle la máxima intimidad.

Se volvió y se encaminó hacia el campamento.

– Por favor, sígame usted.

Cruzaron en silencio el patio que se extendía frente a la Club House, iluminado solo por unas débiles luces colgadas encima de las puertas de los bungalows. Avanzaban con calma, porque los dos hombres que lo acompañaban habían adecuado el paso a la marcha de Alan. Mientras las veía pasar a los costados, Alan pensó que cada puerta cerrada era un dormir y cada dormir era un sueño. Y que para cada sueño había un despertar. Se preguntó cómo sería el suyo. Subieron, pasaron el grupo de hogan y pocos minutos después llegaron a una cabaña situada sobre una elevación que de día ofrecía una espléndida vista de la montaña.

Dos ventanas estaban iluminadas. Y desde el interior se filtraban voces que superaban la barrera de los cristales y la puerta de madera.

Alan fue hacia la entrada de la elegante construcción, diseñada con esmero para darle un aspecto primitivo. Sus dos acompañantes lo dejaron en el límite del terreno delimitado a los lados por una valla de madera, y a partir de ahí continuó solo. Llegó a la puerta a fuerza de muletas, al tiempo que oía cómo los sonidos indistintos aumentaban de volumen hasta convertirse en palabras. Se quedó en el umbral, a la espera y escuchando, avergonzado por lo que hacía, aunque permaneció allí.

Era la voz de un hombre la que se oía dentro. Pronunciaba entre dientes palabras llenas de ira y resentimiento.

– Vendrás a Los Angeles conmigo. Ya he invertido demasiado dinero en este asunto. No permitiré que un estúpido capricho eche por la borda meses de trabajo.

Precisa y puntual, una respuesta. Esta vez era la voz de Swan. Alan, desde fuera, la sorprendió cargada de determinación.

– Ya te he dicho que no iré.

De nuevo la voz masculina.

– Pero vendrás, aunque tenga que llevarte a rastras. Tienes un contrato conmigo y lo respetarás. No me interesan para nada tus motivos. Pero no cometas el error de ponerme en medio. Si quieres follarte a ese hombre a medias, en lo que a mí respecta eres libre de hacerlo, pero…

La voz se interrumpió de golpe, callada por el sonido seco de una bofetada. Luego otra frase entre dientes.

– Furcia de mierda.

Y al final la reacción violenta. Swan soltó un gemido sofocado y poco después se oyó el ruido de un cuerpo que caía arrastrando consigo una silla.

Alan se apoyó en la muleta izquierda y con la mano derecha tanteó el picaporte. La llave no estaba echada. Empujó la puerta, que se abrió con violencia, hasta golpear con un ruido seco contra la pared.

Vio a Swan caída en el suelo, protegiéndose la cara con una mano, y a un hombre inclinado sobre ella que le tiraba de un brazo tratando de ponerla en pie. Era Simon Whitaker, a quien Alan había visto muchas veces en los periódicos. Y en sus peores pensamientos, desde que era la pareja de Swan.

Alan dio un par de pasos y entró en la sala.

Cuando lo vio, el semblante de Swan se iluminó.

– ¡Alan!

Whitaker soltó el brazo de la muchacha y avanzó para encararse a él.

– Sólo nos faltaba este tullido.

Se acercó a Alan echando espuma por la boca.

– Vete ahora mismo de aquí, cabrón inútil.

De repente, Alan le pegó. Se apoyó en la muleta izquierda, dejó caer la derecha y con toda la furia de que era capaz propinó un puñetazo en medio de aquella cara congestionada de ira que tenía delante. Todos aquellos meses de ejercicio usando exclusivamente los brazos lo habían robustecido y aumentado su fuerza. Sintió que su puño se hundía en la carne y oyó el ruido seco de la nariz al partirse. Vio que el hombre se tambaleaba, se llevaba las manos a la cara y caía hacia atrás.

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