Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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– Hay algo más que debo decirte, Alan. Quizá no sea el momento oportuno, o quizá sí. Pero tú eres un hombre superior a mí y sabrás evaluarlo mejor que yo. Y perdonarme, si te arriesgas.

Al cabo de tantos años, reveló a Alan Wells la verdad de lo sucedido entre él y Swan Gillespie. Cuando terminó de hablar, Jim sintió por dentro un alivio que buscaba desde hacía mucho. Y mientras salía de la estancia, para su sorpresa descubrió en el semblante de su amigo el mismo alivio.

Alan se quedó solo. Permaneció largo rato con la vista fija en la puerta por la que había salido Jim. Palabras y pensamientos interpretaban una danza arrebatada en su cabeza.

Volvió a pensar en April, en su voz plena de un afecto sin tiempo.

«Pero no cometas el error contrario. No confundas el amor con la compasión.»

Y poco después la voz de Jim. Un afecto nuevo y verdadero y la misma ansiedad.

«No salgas de la casa por ningún motivo.»

Alan miró el reloj de pulsera y se decidió, a pesar de la hora. Tal vez el peligro fuera cierto, o tal vez fuera solo un exceso de precaución de parte de Jim. Pero él tenía un motivo para salir, lo único que en aquel momento podía mantenerlo vivo.

Cogió el teléfono y marcó el número de la habitación de Jonas, el chófer. Sabía que lo encontraría despierto todavía.

– Diga, señor Wells.

– Necesito el coche. Tenemos que salir.

Aunque la hora era bastante insólita, Jonas no puso objeciones. Su salario no se lo permitía.

– Muy bien, señor Wells. ¿Adónde vamos?

– Es un buen trecho, lo sé, pero debemos llegar al Cielo Alto Mountain Ranch.

40

Jim conducía rumbo a la casa de April.

Un rato antes, al llamarla al móvil, ella había respondido enseguida, señal de que no estaba durmiendo. Aquella era una noche en la que nadie parecía encontrar no solo el sueño sino tampoco un mínimo instante de paz. Había demasiadas cosas en el aire, demasiadas amenazas y demasiados pasos que se acercaban en su incomprensible huella al revés. En todas partes se veían luces eléctricas encendidas, carteles que relampagueaban y faros de coches en marcha, pero no eran lo bastante fuertes para disipar la oscuridad.

– Hola. Soy Jim. ¿Todo bien?

– Sí, todo en orden. ¿Qué ha pasado?

– Muchas cosas. Y ninguna buena. Pero tenemos novedades. Necesito verte. ¿Dónde vives?

Jim se la imaginaba a la luz de una lámpara colocada sobre la mesita de noche, sentada en la cama a la espera de una llamada que por fin había llegado.

«Si hubiera reaccionado antes no tendría necesidad de preguntarle. Ahora estaría con ella compartiendo las llamadas telefónicas inesperadas en medio de la noche.»

Pero no podía transmitir sus pensamientos, encorsetado por el estrecho límite de las palabras.

– Estoy en la calle San Francisco, poco después del cruce con Elm Avenue. Es una pequeña cabaña de madera clara al lado de una construcción más grande, de ladrillos rojos.

– Bien. Ahora mismo salgo de la casa de Alan, en Forest Highlands. Dame tiempo para llegar.

Cerró el Motorola y lo arrojó sobre el asiento del acompañante. Se sumergió en la calle, casi desierta a esa hora de la noche. Ahora conducía a la luz de los pocos faros, y el viaje de regreso hacia Flagstaff le parecía sin final y sin propósito.

La revelación de que Cohen Wells había ordenado el asesinato de su abuelo era un pensamiento constante que no le daba tregua. No cesaba de repetirse que si él hubiera estado presente lo habría sabido, habría reaccionado, lo habría impedido. Otro remordimiento que jamás lograría convertirse en nostalgia, una nueva certeza insidiosa, algo que, al igual que el gran pájaro blanco, llevaría siempre cargado sobre la espalda. Ahora que se esforzaba por ser esos Tres Hombres que el viejo Richard Tenachee había predicho, comenzaba a comprender que el perdón más difícil es el que uno debe encontrar para sí mismo.

Y además estaba el asunto del documento. No conseguía imaginar de qué podía tratarse. Cohen, en su delirante discurso, había afirmado que él era el único heredero. Por fuerza lo era de cualquier propiedad de su abuelo, pero Jim nunca había sabido nada de ningún objeto o inmueble de valor que le hubiera pertenecido, salvo la colección de muñecas kachina. Este pensamiento ya comenzaba a engrasar de nuevo el mecanismo del sentimiento de culpa, cuando sonó el teléfono. Lo distinguió en la oscuridad gracias al piloto luminoso. Lo abrió y se lo llevó a la oreja.

– Diga.

– Jim, soy Robert. ¿No has encontrado nada?

– Sí, quizá algo pequeño. Hay una foto de Jeremy Wells con dos personas a las que he reconocido. Estaban entre los avisos de recompensa que vimos en la casa de Curtis Lee. Si eran ellos los cómplices de Jeremy, es probable que después se afincaran en la ciudad y se cambiaran el apellido.

– Podría ser una pista.

– Yo no soy tan optimista, pero por el momento no nos queda otro camino. Deberías investigar esos dos nombres. Toma nota.

– Un segundo.

Un ruido de papeles entremezclado con las habituales palabras poco edificantes de alguien que busca con rapidez un bolígrafo que escriba.

– Dime.

– Scott Truman y Ozzie Siringo.

Esperó que Robert terminara de escribir. No tuvo que repetir los nombres.

– Siringo me suena bastante raro. La única persona con ese apellido que recuerdo es un agente de Pinkerton que participó en la caza del Wild Bunch. Pero en todo caso nunca he oído por aquí un apodo así.

– Lo mismo he pensado yo. A ver qué puedes hacer. ¿Cómo te está yendo a ti?

– He descubierto por qué Chaha'oh mató a Curtis Lee.

No había orgullo en la voz de Robert, sino solo puro agotamiento.

– ¿Y cómo lo has hecho?

– Saqué de la cama al doctor Felder. Seguí la misma línea que adoptamos con Alan Wells. Le conté bastante pero no todo. Y le expliqué que ante la amenaza contra la vida de seres humanos, dentro de la más estricta reserva pueden violarse hasta los secretos profesionales.

– ¿Y qué dijo?

– ¿Recuerdas los recibos de pagos, primero a nombre de la madre y después del hijo? Era Cohen Wells quien mandaba el dinero. Curtis Lee era hijo suyo.

– ¡¿Cómo?!

– Como lo oyes. Tuvo una relación con la señorita Lee, y el fruto fue el pequeño Curtis. Cohen ya estaba casado y no podía arrojar por la ventana su matrimonio. En esa época ya tenía ambiciones políticas, y su imagen pública habría quedado destrozada. De acuerdo con el abogado Felder, encontraron a un tipo ahogado en deudas y lo convencieron para que se casara con ella a cambio de unos dólares. El asunto se solucionó ante la gente, pero nuestro amigo siempre se encargó, desde lejos, de mantener a su hijo ilegítimo.

– ¿Curtis sabía quién era en realidad su padre?

– Felder dice que no. Al comienzo aceptó el dinero que llegaba todos los meses como una especie de beca de estudios. Hace poco había manifestado el deseo de llegar al fondo de la cuestión, pero ya…

Jim dedicó un rápido pensamiento a ese desdichado, con una carrera brillante por delante y llegado de Europa justo a tiempo para sufrir una muerte horrible en su ciudad natal.

Robert emitió mentalmente una orden de silencio para sí mismo y para la situación en la que se hallaba.

– Menos mal que por ahora la noticia de este nuevo homicidio no ha trascendido, pues de lo contrario estoy seguro de que tendría pisándome los talones al señor Wells, además de a mi jefe y a todos los medios.

Jim entendía su frustración. Y sabía que no se debía al temor a perder el empleo, sino a la imposibilidad de reaccionar a la amenaza a la que se enfrentaban.

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