El apretón de manos de Lombardi era fuerte y seco, el rostro, bronceado, el pelo, canoso y peinado un poco al azar. Pero los ojos no tenían la fuerza para mantener la mirada. Alan no pudo discernir si se debía a su carácter o a la incomodidad de encontrarse frente a un hombre que cargaba a la espalda una historia como la suya.
Al fin decidió que se trataba de ambas cosas.
Su padre fue hasta la puerta, dispuesto a retirarse.
– Bien, no te molestamos más. Cena tranquilo. Tomaré un café con estos amigos y después saldré de nuevo. Nos vemos mañana.
Gibson y Lombardi lo saludaron con una deferencia que se repartía por igual entre él y su padre, y se "dirigieron al estudio en compañía de su anfitrión. Alan pensó que esos «amigos» debían de sentir, cada uno por un motivo distinto, una justa dosis de aprensión en el momento de mantener una reunión con Cohen Wells. Recordaba bien en qué contexto había visto sus nombres últimamente. Ambos figuraban con. fuertes adjetivos de censura en su libreta negra. Matices que podían tener como consecuencia la quiebra o la prisión.
Mientras se marchaban, se preguntó por qué su padre los habría invitado a casa en lugar de recibirlos en el banco. No pudo formular siquiera una hipótesis, porque llegó Shirley a anunciarle una llamada telefónica. Con aire dubitativo añadió que se trataba de una tal April Thompson. Alan, en silencio, tardó unos instantes en decidir si quería hablar con ella. Al final autorizó al ama de llaves a pasarle la comunicación.
La voz de April salió del teléfono, tan dócil y afectuosa como la recordaba.
– Hola, Alan. Soy April. ¿Cómo estás?
– Bien, digamos. ¿Y tú?
– Decentemente. Siempre corriendo, como exige mi profesión. Pero la he elegido yo, así que no puedo quejarme.
– ¿Cómo está tu hijo?
– Creciendo. Y con su edad me da todos los parámetros de la mía.
Alan consideró que ya eran suficientes los cumplidos, que entre ellos eran más afilados y puntillosos de lo necesario.
– Disculpa, April. Si es por tu entrevista, yo…
– No, no es por eso por lo que te he llamado.
Una pausa, quizá para buscar las palabras. Al fin salieron las justas. Las más simples.
– He visto a Swan, hace poco. Hemos hablado.
– Entiendo.
– Hemos hablado de ti.
– Esto ya no lo entiendo tanto. Hay mejores temas de conversación.
Su voz denotaba hostilidad, y April la percibió. No contra Swan ni contra ella ni contra el mundo, sino contra sí mismo.
– Alan, Alan, Alan… ¿Quieres parar un poco?
Era el tono afectuoso de una hermana mayor para con el hermano joven e incorregible.
– También yo estoy de por medio en esta historia, ¿recuerdas? Sé cómo has estado, porque yo he recorrido tu mismo camino. Lo que pasó nos marcó a todos, lo queramos o no. No voy a contarte historias. Solo quiero darte un consejo sobre esa vieja amiga que fue y que es todavía. Más allá de lo que haya pasado con ella, te ruego que creas que lo ha pagado de sobra. Yo creo que ha llegado el momento de un poco de paz, tanto para ella como para ti.
Habría debido seguir la regla tajante del basta y adiós. En cambio, era solo un hombre presa del eterno enigma de los sentimientos. Esos que eran capaces de causar heridas imposibles de remediar con prótesis.
En consecuencia, prefirió el recorrido demasiado breve de la ilusión.
– ¿Qué debería hacer, a tu juicio?
– Si todavía sientes algo por Swan, dale una segunda oportunidad. Y dátela también a ti mismo.
Guardó silencio, para que ella concluyera su discurso.
– Sé que un hombre en tu situación siente terror a confundir la compasión con amor. Pero no cometas el error contrario. No confundas el amor con compasión.
Unas pocas palabras rápidas, para que la mujer que le hablaba no percibiera que le temblaba la voz.
– Lo pensaré. De todos modos gracias, April. Buenas noches.
Sin darle la posibilidad de añadir nada más, cortó la comunicación.
Se arrepintió casi enseguida de esa despedida telegráfica que debía de haber sonado a los oídos de April como una huida. Pero a partir de ese instante no cesó un segundo de pensar en esa conversación.
Había habido un momento en su vida en el que habría dado la vida por Swan y la habría arriesgado por Jim. Luego todo se precipitó y se encontró arriesgándola por unos chicos a los que en realidad no conocía. Pero que le habían dado más que aquellos a los que un día había considerado sus amigos.
Ahora de nuevo lo acompañaban pensamientos que parecían una réplica de los de tanto tiempo atrás. Muchas veces se había dicho que el pasado era el pasado, y por ende se había acostumbrado a manejarlo y desarmarlo. Pero ahora que cada cosa iba poco a poco reconstruyéndose en el presente, los sentía como el perfecto preludio de una de las burlas habituales de la vida.
Se daba cuenta de que, en su situación, pensar todavía en Swan constituía el mejor modo de hacerse daño. No obstante, esta vez contaba con una ventaja. Con la amargura de la ironía, era consciente de que, por primera vez, tenía el privilegio de poder dañarse él solo.
Se levantó del sillón y se acercó a la cama para llamar a Jonas y pedirle que lo asistiera esa noche. Acababa de sentarse y estaba a punto de coger el teléfono, cuando el aparato comenzó a sonar.
Había dado a Shirley permiso para retirarse y sabía que su padre, cuando recibía a alguno de sus colaboradores, no atendía ninguna llamada telefónica. Por un instante tuvo la tentación de no responder. Luego, resignado, cogió el teléfono sin hilos y activó la comunicación.
– Alan Wells.
– Alan, soy Jim.
Instintivamente consultó el reloj. Era casi medianoche.
– Hola, ¿qué te hace llamar a est…?
Su tono agitado lo interrumpió.
– No tengo tiempo para explicarte qué pasa. Creo que ni siquiera sabría cómo hacerlo. Pero debo decirte algo, y debes creerme. Corre peligro tu vida.
– ¿Que mi vida corre peligro? ¿Qué me estás diciendo? ¿Estás loco?
– Te ruego que me creas, y debes prometerme que no saldrás de la casa. Aunque te parezca una estupidez, quédate en un lugar donde tengas suelo sólido bajo los pies. No salgas al jardín por absolutamente ningún motivo. Prométeme que lo harás.
– Jim, ¿acaso has bebido?
Se oyeron unos sonidos que indicaban un cambio de manos del auricular. A continuación surgió del teléfono una voz profunda, que él no conocía.
– Señor Wells, habla el detective Robert Beaudysin, de la policía de Flagstaff. ¿Me oye?
– Sí.
– Le aseguro que no se trata de una broma. Dado que es usted militar, se lo diré de otra forma. Esto no es un simulacro. Haga lo que le indica su amigo. Y advierta a su padre. También él corre el mismo peligro. En pocos momentos estaremos ahí.
Clic.
El tono perentorio y la ansiedad de las voces siguieron en los oídos de Alan aun mucho después de cortada la comunicación. Sin embargo no conseguía creer lo que acababa de oír.
¿Él y su padre, en peligro de muerte? ¿Por qué diablos? Y, sobre todo, ¿de dónde provenía la amenaza? Ese asunto del suelo sonaba realmente absurdo. Por otro lado, no creía que Jim se hubiera comprometido a hacer una llamada así de no estar totalmente convencido de la necesidad de alertarlo. Por un instante sintió la tentación de llamar a la Central de Policía para asegurarse de la existencia de un detective llamado Robert Beaudysin, pero enseguida decidió no hacerlo.
Alan había sido entrenado para convivir con el peligro. Y a menudo el peligro se presentaba combinado con una situación de emergencia. Era la esencia misma del trabajo del soldado, su materia prima. Y la falta de sangre fría, el primer enemigo. No tenía miedo porque presentía que, si lo que acababan de decirle era cierto, no había tiempo para temer. Mientras permaneciera en su casa no tendría problemas, le habían asegurado.
Читать дальше