Giorgio Faletti - Fuera de un evidente destino

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Cuando el mestizo Jim Mackenzie regresa a su pueblo natal, en Arizona, para asistir al funeral de su abuelo, jefe de los indios Navajos, todos sus recuerdos de infancia se ven sacudidos por una escalofriante realidad: una oleada de atroces asesinatos rituales asola la comunidad. Su llegada parece haber despertado misterios hasta el momento ocultos en la sombra; misterios relacionados con la tierra, las raíces y la tradición chamánica que Mackencie tiene que desvelar si quiere poner fin a la mortífera cadena.

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Al tiempo que salía y volvía a cerrar el estante sobre su precioso contenido, ocurrió algo que le sorprendió.

Fuera, Silent Joe se puso a ladrar con furia.

Caleb subió, intrigado, los pocos escalones que ascendían desde la planta subterránea y se acercó a una ventana protegida por rejas.

Silent Joe parecía enloquecido. Entraba y salía de su habitáculo, ladrando y gruñendo como un demente, con los dientes blancos y feroces al descubierto, dirigidos a un lugar impreciso. Luego, de golpe, todo su frenesí pareció calmarse como por una orden imperiosa y continuó con un gruñido bajo y constante que poco después se transformó en un gañido de cachorro. Al final, metió el rabo entre las patas, se refugió detrás de su casita, se sentó y empezó a aullar.

Asomado a la sucia ventana de su laboratorio, Caleb sintió un frío helado en el estómago. En toda su vida jamás había experimentado algo tan escalofriante. Los aullidos desesperados de ese perro que no ladraba nunca eran la voz misma del terror.

No tuvo tiempo de preguntarse qué había aterrado de tal modo a Silent Joe. En ese preciso instante sintió un crujido a sus espaldas. Se dio la vuelta de repente, más sorprendido que preocupado. Lo que vio le puso la carne de gallina en todo el cuerpo con tanta violencia que llegó a pensar que dentro de él algo trataba de salir para ponerse a salvo. Luego todo sucedió con la rapidez del relámpago. Otro crujido, un movimiento mullido y veloz, y de repente en los ojos el color negro. Sin embargo, Caleb todavía tuvo tiempo para experimentar un dolor intenso, una fracción de segundo antes de morir.

Tres regresos

Fuera de un evidente destino - изображение 3
***

3

Llegando del oeste, el piloto trazó con el helicóptero un amplio viraje antes de iniciar el descenso hacia el aeropuerto de Flagstaff. Al frente, contra el fondo del cielo que destacaba los San Francisco Peaks, volaba alto un halcón. Jim Mackenzie, sentado en el lugar del acompañante, lo contempló un instante. En Nueva York, donde vivía, no había muchas oportunidades de ver volar uno. Lo siguió con los ojos hasta que se perdió de vista, engullido por la inmensidad azul de la que él, en aquel momento, también formaba parte. Luego bajó la mirada hacia aquel paisaje conocido, que recorría la sombra del helicóptero. Debajo de ellos se sucedían las elegantes viviendas de Forest Highlands, dispuestas como caravanas alrededor del campo de golf de dieciocho hoyos, de exclusiva propiedad de los afortunados que podían permitirse poseer una casa en ese distrito. Un poco más abajo, en la parte opuesta de la misma colina, estaba Katchina Village, un lugar totalmente diferente.

Allí no había vajillas inglesas, ni ventanales, ni personal doméstico, ni BMW o Porsche o Volvo en los garajes. No había cercas ni barreras con vigilantes en las verjas de la entrada.

Y, sobre todo, no había un happy end al final de la película.

Jim conocía bien a la gente que vivía en Forest Highlands. Había estado allí muchas veces, en el pasado, antes de que el azar y la fortuna le permitieran marcharse de Arizona y de Flagstaff sin siquiera mirar atrás. En otros tiempos vivía allí un hombre que había sido su mejor amigo. O al menos hasta que la vida los enfrentó a la realidad.

Él era muy rico; Jim, en cambio…

Quizá los jóvenes sean todos iguales, pero dejan de serlo cuando se vuelven hombres.

O quizá ese «en cambio» atañía a aspectos de la vida que para los seres humanos resultan siempre muy difíciles de tratar.

La voz del piloto en los auriculares lo sacó de sus pensamientos.

– ¿Quieres aterrizar tú? Veamos si todavía eres capaz de pilotear un helicóptero.

Jim se volvió hacia el muchachote rubio sentado al mando y negó con la cabeza. Señaló con expresión rotunda la palanca que el otro tenía entre las manos.

– Que yo todavía sea capaz de pilotar un helicóptero es algo discutible. Pero que tú nunca hayas logrado hacerlo es una verdad absoluta. Te conviene seguir practicando.

– Oye, gran jefe, observa qué perfección y que se te carcoman las entrañas. Después de este aterrizaje romperás tu licencia.

Por toda respuesta, Jim dio un fuerte tirón a los cinturones que lo sujetaban al asiento y se empujó sobre el puente de la nariz las Ray-Ban de cristales de espejo. Pese a lo dicho, mientras descendían contuvo a duras penas el deseo de coger los mandos y realizar él mismo la maniobra de aterrizaje. No le sucedía a menudo viajar en un helicóptero en calidad de pasajero.

El Bell 407 se posó en tierra con un ligero balanceo. Travis Logan siempre había sido un excelente piloto. Jim lo conocía desde los tiempos en que ambos prestaban servicio en el Grand Canyon West Airport, la estación administrada por los indígenas hualapai, en Quartermaster. Cada día hacían decenas de vuelos para llevar a los turistas al paseo panorámico sobre el Gran Cañón. Después de ese impresionante espectáculo, los dejaban abajo, en la base de la agencia de excursiones, a la orilla del Colorado, para completar la experiencia con un recorrido de rafting por las aguas del río. Era una rutina cotidiana sin excesivas emociones, pero en cualquier caso, para Jim Mackenzie era un sueño hecho realidad. Desde pequeño había deseado volar. Ahora pilotaba un helicóptero siempre que quería, y era feliz.

O al menos así lo había creído por un tiempo.

Jim desató su cinturón de seguridad, se quitó los auriculares y se volvió para coger la bolsa de viaje del asiento posterior. Tendió la mano hacia el piloto.

– Gracias por el viaje.

Travis lo saludó chocando los cinco.

– No hay de qué, hocico rojo. De cualquier modo, si por casualidad alguien te pregunta algo, hoy no nos hemos visto.

Jim abrió la puerta y se apeó, cargando la bolsa de viaje. Volvió a cerrar, controló bien la cerradura y respondió, con el pulgar levantado, al último saludo de Travis: una mano que se agitaba y una figura borrosa en el reflejo de la ventanilla de plexiglás.

Al llegar a Las Vegas, procedente de Nueva York, en el vuelo de la mañana, había llamado a la Sky Range Tour, su antigua compañía, para la cual Travis trabajaba todavía. Preguntó por él y, cuando le comunicaron, aceptó como inevitable la calurosa bienvenida del compañero de antaño.

– ¡Santo cielo, no puedo creer lo que oigo! ¡Jim Mackenzie, por su propia voluntad, acepta hablar con los comunes mortales! ¿De dónde llamas? Y, sobre todo, ¿por qué llamas?

No consideró oportuno revelar a Travis el verdadero motivo de su regreso, por lo cual se adaptó, aunque sin muchas ganas, al tono informal del viejo amigo.

– Estoy en Las Vegas, inútil. Si abres la ventana del despacho saltaré dentro. Y me vendría bien un viaje a Flagstaff, si alguno de vosotros va hacia allí.

Ocurría con frecuencia que entre pilotos se hicieran ese tipo de favores. Oficialmente, la compañía no lo sabía o hacía la vista gorda, siempre y cuando todo quedara dentro de los límites de un buen servicio. Aquella mañana, Jim tuvo suerte. Justo esa tarde Travis debía ir a Quartermaster a llevar un helicóptero para reemplazar a otro. Un desvío hasta Flagstaff no le causaría ningún problema. Lo citó en el helipuerto que era la base de Sky Range, y ahora Jim se encontraba allí, contemplando, bajo el falso viento de las aspas, el helicóptero que despegaba. Al poco, el aire volvió a la calma y el aparato se convirtió en un punto lejano.

Halcones y hombres disputándose el cielo.

«Ellos, con pleno derecho. Nosotros, con el miedo constante a que el cielo nos traicione.»

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