John Harwood - El Misterio De Wraxfor Hall

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El Misterio De Wraxfor Hall: краткое содержание, описание и аннотация

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Londres, década de 1880. La joven Constance Langton crece en un entorno familiar marcado por un padre distante y una madre en perpetuo luto por el hijo muerto. Tras acudir a una sesión de espiritismo con trágicas consecuencias, Constance se queda sola y lo único que recibe es una misteriosa herencia: la lúgubre mansión de Wraxford Hall, envuelta en una leyenda maldita.

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El señor Montague vino a verme una gélida mañana de enero. Yo estaba de pie junto a la ventana cuando Dora le hizo pasar al salón, y se detuvo cuando la puerta se cerró tras él, aparentemente conmocionado por algo que vio en mí. Era un hombre alto y enjuto, y ligeramente encorvado, con el pelo gris marcadamente peinado hacia las sienes. Tenía el rostro surcado por arrugas que parecían deberse a un padecimiento o a una enfermedad; su piel era de una tonalidad grisácea, y había sombras oscuras como cardenales bajo sus ojos. Podía tener una edad entre los cincuenta y los setenta, y aun así, mostró cierto aire de inseguridad, incluso de temor, cuando le tendí la mano -la suya estaba helada- y le invité a tomar asiento junto a la chimenea.

– Me pregunto, señorita Langton -comenzó-, si el nombre de Wraxford significa algo para usted.

Su voz era grave y refinada, con un toque gutural.

– Nada en absoluto, señor.

– Comprendo…

Me observó en silencio durante unos instantes, y después asintió con la cabeza como si estuviera confirmando algo para sí mismo.

– Muy bien. Señorita Langton, estoy aquí porque un cliente mío, la señorita Augusta Wraxford, ha muerto hace unos meses, dejando la mayor parte de su hacienda a «mi familiar más cercano de sexo femenino que aún esté viva». Y suponiendo, discúlpeme, que usted sea la verdadera Constance Mary Langton, y la nieta, por rama materna, de Maria Lovell y William Lloyd Price, entonces usted será la principal beneficiaria del testamento de Augusta Wraxford, y la única heredera de Wraxford Hall.

Sus palabras sonaron como si estuviera preparándome para darme noticias de alguna desgracia gravísima.

– La propiedad consiste en una casa señorial abandonada… muy grande, pero de todo punto inhabitable, asentada en varios centenares de acres de bosque cerca de la costa de Suffolk. Las tierras están cargadas con fuertes deudas, y rinde, como mucho, doscientas libras, después de satisfacer a los acreedores…

– ¡Doscientas libras! -exclamé.

– Debo advertirle -dijo, en el mismo tono compungido- que no será fácil encontrar un comprador. Wraxford Hall tiene una historia oscura… pero antes de ocuparnos de eso, estoy obligado a preguntarle algunas cuestiones… aunque, confieso, señorita Langton, que sólo con mirarla… bueno, el parecido es muy notable…

Se interrumpió bruscamente, como si se hubiera impresionado por lo que él mismo acababa de decir.

– ¿El parecido…? -señalé.

– Discúlpeme, es sólo… ¿Puedo preguntarle, señorita Langton, si usted se parece a su madre…? En el aspecto físico, quiero decir…

– No, señor. Mi madre casi medía seis pies de alto, y… es evidente que no me parezco a ella. ¿Puedo preguntarle, señor, cómo ha sabido de mi existencia?

– Por la noticia del fallecimiento de su madre en The Times . La señorita Wraxford me había ordenado seguir la pista de la descendencia femenina de la familia, lo cual resultó una tarea larga y difícil. Yo tenía información hasta la boda de sus padres, pero a partir de ahí se perdía todo rastro, hasta que un empleado mío, que lee todos los periódicos cada mañana, encontró la noticia del fallecimiento. Pero en aquel entonces no me pude tomar la libertad de presentarme ante usted. La señorita Wraxford pensaba que las falsas expectativas son malas para formar la personalidad y, desde luego, mientras ella estuvo viva, siempre cupo la posibilidad de que pudiera cambiar el testamento. Y para cuando ella murió, la antigua casa donde vivió usted ya había cambiado de manos en varias ocasiones… de ahí que ordenáramos publicar nuestro anuncio.

Se quedó en silencio durante unos momentos, observando el fuego.

– Usted decía en su carta -añadió- que nació en algún lugar cerca de Cambridge… ¿No sabe exactamente dónde?

– No, señor.

– ¿Y no tiene usted un registro de su nacimiento?

– Me temo que no, señor. Quizá pueda estar entre los papeles de mi padre, en casa de mi tía, en Cambridge.

– Es posible que no haya ninguno. No hay ninguna entrada en el registro general de Somerset House… pero en aquella época no era obligatorio notificar los nacimientos al registrador -añadió, advirtiendo un cambio en mi expresión-, así que no debe usted alarmarse por ese detalle.

Se detuvo de nuevo, observándome detenidamente, sin que pareciera que se daba realmente cuenta de que lo estaba haciendo. A pesar de su comentario a propósito de los parecidos -o quizá precisamente por eso-, cualquier cuestión que me planteaba excitaba mis recelos y temores. ¿Sospechaba aquel hombre que yo no era hija de mis padres? ¿Poseía incluso alguna prueba al respecto? ¿Debería revelar yo mis propias sospechas? Podía perder una fortuna por hablar, pero quedarme callada sería seguramente peor… quizá incluso delictivo. Dora interrumpió mis pensamientos cuando llamó a la puerta con la bandeja de té, y durante los siguientes minutos me vi obligada a participar en una conversación breve y nerviosa mientras intentaba decidir qué debía hacer.

– Señor, antes de que prosiga usted -dije tan pronto como la puerta se cerró tras la criada-, creo que debería decirle… algunas veces me he preguntado si yo podría haber sido una niña adoptada… una hospiciana. Mis padres nunca me dijeron nada al respecto, pero si yo fuera adoptada… bueno, eso explicaría ciertas cosas de mi infancia… y si yo no fuera su verdadera hija de sangre, entonces…

Me detuve repentinamente, asustada ante la reacción del señor Montague. El poco color que aún conservaba desapareció de sus facciones; su taza de té tiritó sobre el plato y se vio obligado a dejarlo en la mesa.

– Discúlpeme, señorita Langton… es sólo una indisposición momentánea. ¿Querría usted decirme cómo ha llegado a esa conclusión…? Quiero decir… ¿cómo ha llegado… a considerar esa posibilidad?

Y así, una vez más, me embarqué en la narración de la historia de la muerte de Alma, y del hundimiento de mi madre, mis paseos con Annie hasta el Foundling Hospital y la implacable indiferencia de mi padre, pero no mencioné las sesiones de espiritismo, al tiempo que me preguntaba constantemente qué le habría llamado tanto la atención al señor Montague. Aunque el fuego apenas se mantenía vivo, advertí un tenue brillo de sudor en su frente, que se fue haciendo cada vez más evidente, y, aunque hizo todo lo posible por ocultarlo, se estremecía como si sintiera un profundo dolor. Me hizo varias preguntas, la mayoría de las cuales yo no estaba en disposición de contestar, sobre la vida de mis padres antes de que se casaran -yo ni siquiera sabía dónde ni cómo se conocieron-, sobre la procedencia de los ingresos de mi padre, y si yo recordaba algo de lo ocurrido antes de que nos trasladáramos a Londres.

– No recuerdo nada, señor… nada de lo que pueda estar segura.

– Comprendo… Permítame decirle antes de nada, señorita Langton, que incluso aunque sus sospechas se verificaran, el legado se mantendría. Usted es la hija legítima de su señora madre de acuerdo con la ley, y eso es todo lo que la ley precisa. Además…

– Señor Montague -me atreví a decir, cuando vi que no proseguía inmediatamente-, usted ha hablado de ciertos parecidos, y ha sugerido (o eso he intuido) que sabe algo que está relacionado con mis sospechas respecto a mi nacimiento. ¿No querría usted decirme de qué se trata?

Él se mantuvo en silencio, como si estuviera atrapado en un debate interior, lanzando miradas a mis ojos y al fuego, y volviendo a mirarme. Una pálida luz grisácea entraba oblicuamente por la ventana y algunas gotas de agua veteaban el cristal empañado.

– Señorita Langton -dijo finalmente-, le aseguro que yo no sé nada de su historia, nada que no me haya contado usted misma. Lo que usted ha intuido… sólo es una ridícula fantasía por mi parte. No… el mejor consejo que puedo darle es que venda la propiedad, con los ojos cerrados, que coja lo que le den por ella y deje que el nombre de Wraxford se borre de su memoria.

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