John Harwood - El Misterio De Wraxfor Hall
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Es inútil insistir en aquel dolor infinito, o hablar de sus terribles consecuencias, que se resumen en poco: yo permanecí en Orchard House una semana tras su funeral, hasta que se me hizo insoportable el pensamiento no declarado que toda la familia parecía asumir: que ojalá yo nunca hubiera cruzado el umbral de aquella casa.
Cinco meses después, en agosto de aquel mismo año, Arthur se fue a escalar a las montañas de Welsh, se cayó y se mató.
Volver a Aylesbury para el funeral fue la cosa más dura que he tenido que hacer jamás. Era inútil decirle a sus padres -tan arrasados por el dolor que apenas podían reconocerse sus rostros- que habría preferido que me cortaran la mano derecha antes que verlos morir; pero esas palabras no nos devolverían ni a Phoebe ni a Arthur, ni contestarían a las preguntas que pendían como espadas sobre nuestras cabezas. ¿Por qué Arthur, en lo más intenso del luto por la muerte de su hermana, había abandonado a sus padres para ir a escalar insensatamente? Sus compañeros juraron que había resbalado mientras intentaba subir una pared de roca, pero yo vi en ellos la sombra de una sospecha íntima: puede que Arthur no hubiera decidido deliberadamente poner fin a su vida, pero era absolutamente seguro que se había embarcado en aquella mortal escalada sin que le preocupara mucho vivir o morir.
Durante la larga oscuridad que se abatió sobre mí, el pensamiento de acabar con mi propia vida estuvo constantemente presente. Ni siquiera podía afeitarme sin que se apoderara de mí el impulso de segar mi garganta con la navaja. Las pistolas me llamaban desde los armarios, los venenos desde las estanterías, y siempre estaba allí el ruido del mar, y la imagen de mí mismo adentrándome en las heladas profundidades y nadando hasta que me fallaran las fuerzas y me hundiera bajo las olas. Pero el pensamiento del sufrimiento que mi muerte causaría en mi padre -angustiado como yo por el recuerdo de los estragados rostros de los Wilmot- siempre me contuvo; eso, y como dice Hamlet, el temor de algo después de la muerte: esos versos a menudo acudían a mi memoria [19]. Poco a poco me fui percatando de cuán pesadamente el espectáculo de mi dolor estaba abatiéndose sobre mi padre, y así conseguí salir de una negra noche a un gris amanecer del espíritu. Volví a mi puesto en la oficina y comencé, casi insensiblemente, a tomar conciencia del mundo que me rodeaba, y entonces volví a pintar; al principio eran simples bosquejos, hasta que me encontré vagando por lugares lejanos en busca de nuevos temas para mis dibujos. Pero mi vida, o eso creía yo, ya había terminado efectivamente, y pasarían otros cuatro años antes de que nada pudiera hacer tambalear esta melancólica convicción.
Quizá sea sólo la indeleble impresión que causa la historia de Peter Grimes en The Borough [20], pero yo he notado que muchos visitantes encuentran algo opresivo, e incluso siniestro, en estas tierras del sur de Aldeburgh, las cuales me atraen, creo, por esa precisa razón. El castillo de Orford, especialmente cuando se dibuja contra un cielo nublado y amenazante, es una de mis imágenes favoritas, y desde Orford hay sólo otras tres millas, a través de una zona de pantanos, hasta los límites de los bosques de Monks Wood. Uno puede andar ese camino mil veces sin encontrarse con otro ser humano, y viéndose sólo acompañado por los graznidos solitarios de las gaviotas y los avistamientos ocasionales de un mar picado y gris. Debido al modo en que se extiende el paisaje, el bosque permanece oculto hasta que uno asciende un pequeño collado y se encuentra con el camino encajonado entre oscuras masas de árboles. Yo me encontraba admirando este paisaje una fría tarde de primavera de 1864, y preguntándome si los perros de Wraxford Hall serían realmente tan salvajes como había creído antaño, cuando se me ocurrió pensar que ahora tenía una razón legítima para visitar la mansión.
Convencí a mi padre para que escribiera a Cornelius Wraxford -de quien no habíamos sabido nada durante varios años-, presentándome como su nuevo abogado y solicitando una entrevista. Una semana más tarde llegó la contestación: el señor Wraxford continuaría contando con nuestra oficina, pero no veía ninguna necesidad de mantener un encuentro. Por lo que concernía a mi padre, ahí concluía el asunto. Pero mi antigua curiosidad había renacido y comencé a hacer preguntas. Yo tenía por aquel entonces un amigo entre los furtivos -un hombre a quien yo había sorprendido con las manos en la masa cuando salí a dibujar una mañana muy temprano, y a quien no había delatado- y en un rincón tranquilo de la taberna The White Lion supe que una buena parte del muro exterior de la propiedad se había derrumbado y que los pocos perros que quedaban permanecían encadenados en las viejas caballerizas, en la parte trasera de la casa. El guardia, que ejercía también como mozo de cuadra y cochero, se había dado a la bebida, y rara vez salía de noche, o eso había oído mi informante. De todos modos, la cofradía de los furtivos, me dijo, todavía procuraba evitar acercarse a la mansión, especialmente después del anochecer.
Aquella noche la luna casi estaba llena y, después de salir de The White Lion, me quedé durante mucho tiempo en la orilla del mar, observando el juego de las luces sobre las aguas. Había creído que jamás volvería a escuchar el sonido de las olas sobre los guijarros sin sentirme abatido por el dolor y el remordimiento, pero el tiempo había mitigado el sufrimiento y los versos que el mar me cantaba no eran «Rompe, rompe, rompe…», sino «la espada desgasta la vaina, y el alma desgasta el pecho que la alberga…» [21]. La noche era apacible y clara, y mientras estaba allí se me ocurrió pensar que dibujar la mansión a la luz de la luna podría ser un interesante ejercicio pictórico. Los asuntos del despacho no apremiaban y mi padre siempre estaba dispuesto a concederme permiso para ir a dibujar, así que decidí hacerlo al día siguiente.
Era poco después de mediodía cuando alcancé el collado desde el que se divisaba Monks Wood. Desde allí caminé hacia el norte por el lindero del bosque hasta que llegué a un sendero descuidado, y por él me interné bajo el dosel del arbolado. Pocos minutos después pasé entre los pilares semiderruidos que marcaban los límites de la propiedad. Los viejos robles de antaño habían sido sustituidos por abetos, los cuales crecían muy cerca del camino, ocultando la luz. A medida que me internaba en el bosque, llegué al convencimiento de que el habitual canturreo de los pájaros parecía extrañamente enmudecido, y si había algún animal de caza cerca, desde luego se mantenía lejos y oculto a cualquier mirada. La convicción de que había cogido un camino equivocado se apoderó de mí, hasta que sin previo aviso, el sendero giró bruscamente junto al tronco de un roble gigantesco y apareció ante mí una descuidada extensión de hierbas altas y cardos que debió de ser antaño una explanada de césped. En la parte más alejada de la explanada, quizá cincuenta yardas más allá, se levantaba una gran casa señorial, de estilo isabelino, con deslustrados muros verdosos cruzados por maderos ennegrecidos y coronados por numerosos gabletes. El sol ya estaba ocultándose tras las altas copas de los árboles que tenía a mi izquierda.
El sendero avanzaba a través de la maleza, hacia la entrada principal, con un ramal que se alejaba a mi izquierda, hacia un cottage ruinoso, quizá la casa del guarda. Tras esa casa se veía una hilera de cobertizos y dependencias anejas, todas en ruinas y medio ocultas por los árboles y arbustos que lo habían invadido todo; y más allá todavía, había trazas de un edificio de piedra, con el tejado casi hundido: presumiblemente era la capilla. Wraxford Hall, me lo había dicho mi padre, había tenido en tiempos un parque de varios acres de terreno, pero el bosque finalmente se lo había tragado todo, excepto la casa y los alrededores inmediatos. No había ninguna señal de vida: todo estaba callado y silencioso.
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