John Harwood
El Misterio De Wraxfor Hall
Título original: The Séance
© John Harwood, 2008
© de la traducción José Calles Cales 2008
Para conseguir que se manifieste un espíritu, cójanse unos veinte metros de delicada gasa de seda y, al menos dos metros, anchos y muy transparentes. Lávense cuidadosamente y escúrranse siete veces. Prepárese después una solución con un bote de pintura fosforescente Balmain, medio vaso de barniz Demar, un vaso de bencina inodora y cincuenta gotas de aceite de lavanda. Empápese a conciencia el tejido mientras permanezca líquido y, después, déjese secar durante tres días. Lávese después con un jabón de naftalina hasta que se haya ido el olor y el tejido quede perfectamente suave y flexible. En una habitación oscura, el tejido parecerá como un vapor suave y luminoso.
Revelaciones de una médium (1891)
NARRACIÓNDE CONSTANCE LANGTON
Enero de 1889
Si mi hermana Alma hubiera vivido, yo jamás habría comenzado a asistir a sesiones de espiritismo. Murió de escarlatina, poco después de su segundo cumpleaños, cuando yo tenía cinco años. Sólo recuerdo fragmentos de los días anteriores a su muerte: mamá bailando con Alma sobre sus rodillas, y cantando como jamás volvería a cantar, y yo leyéndole en voz alta la cartilla a mamá mientras ella balanceaba la cuna de Alma con el pie; y también me recuerdo caminando hasta el Foundling Hospital junto a Annie, nuestra niñera, mientras ella empujaba el cochecito de la niña y yo iba aferrada a él. Recuerdo haber llegado a casa después de uno de aquellos paseos y que me permitieron cuidar de Alma junto a la chimenea del salón, y sentir el calor de las llamas en mis mejillas mientras la sujetaba en mis brazos. Recuerdo también -aunque tal vez sólo me lo contaron- haber estado tumbada en mi camita y temblar, mirando por la ventana, que parecía muy pequeña y muy lejana, y oír el sonido de la lluvia al caer, amortiguado, como si lo oyera a través de una tela de algodón.
No sé cuánto duró mi enfermedad, pero en mi memoria parece como si me hubiera levantado y hubiera encontrado la casa envuelta en tinieblas, y como si mi madre se hubiera tornado irreconocible. Estuvo encerrada en su habitación durante muchos meses, a lo largo de los cuales sólo se me permitieron breves visitas. Las cortinas siempre estaban echadas; a menudo parecía que mamá ni siquiera era consciente de que yo estaba allí. Y cuando finalmente se incorporó y salió de su habitación -parecía una anciana, con el pelo lacio y escaso-, aún permanecía hundida en su insondable dolor. Algunas veces me hacía llamar, y después parecía que no supiera por qué me encontraba allí, como si hubiera acudido a su llamada la persona equivocada. Cualquier cosa que me atreviera a decirle se estrellaba contra aquella gélida indiferencia, y si me sentaba en silencio a su lado, comenzaba a sentir el peso de su amargura sobre mí hasta el punto de creer que me asfixiaba.
Me gustaría poder decir que mi padre también sufrió, pero si fue así, yo no vi ninguna señal que lo demostrara. Su conducta para con mamá fue siempre cortés y atenta, muy parecida a la del doctor Warburton, que solía visitarnos de tanto en tanto y se iba de casa meneando tristemente la cabeza. Papá nunca estuvo enfermo, ni enojado, ni abatido, y gritó el mismo número de veces que apareció en público sin tener perfectamente enceradas las puntas de su bigote. Algunas veces, por la mañana, después de que Annie me hubiera dado la leche con pan, subía las escaleras y observaba a papá y a mamá a través de la abertura de la puerta del salón.
– Espero que estés un poco mejor hoy, querida -solía decir papá.
Y mamá parecía despertar fatigadamente de su ensoñación y decía que sí, que suponía que sí, y entonces papá volvía a la lectura de su The Times hasta que se hacía la hora de ir al British Museum, donde constantemente trabajaba en su libro. La mayoría de los días cenaba fuera, y los domingos, cuando estaba cerrado el museo, trabajaba en su estudio. No iba a la iglesia porque estaba muy ocupado con su obra, y mamá tampoco iba porque nunca se encontraba lo suficientemente bien. Así que todos los domingos Annie y yo íbamos juntas y solas a St George.
Annie solía explicarme que mamá sufría tanto porque Dios se había llevado a Alma al Cielo, lo cual, en mi opinión, era extremadamente cruel por parte del Señor. Pero si Alma era feliz, y nunca más volvería a estar enferma, y podríamos estar juntas de nuevo algún día… ¿por qué mamá se encontraba tan terriblemente abatida? Porque adoraba a Alma, me contestaba Annie, y no había soportado separarse de ella; pero cuando pasara el luto, mamá recuperaría el ánimo. Mientras tanto, y una vez que mamá fue capaz de salir de casa, lo único que podíamos hacer era acompañarla al único lugar al que acudía siempre, el cementerio que había cerca del Foundling Hospital, y poner flores recién cortadas en la tumba de Alma. Yo me preguntaba por qué Dios había dejado el cuerpo de Alma allí y se había llevado sólo su espíritu, y me preguntaba también si Él podría arreglar el alma que se le había roto a mamá, pero Annie evitó responder a mis preguntas diciendo que ya lo comprendería todo cuando fuera mayor.
Annie tenía el pelo moreno, muy estirado hacia atrás, y ojos oscuros, y una manera de hablar muy dulce. Yo pensaba que era muy hermosa, aunque ella me aseguraba que no. Había nacido en un pueblo de Somerset, donde su padre era picapedrero, y tenía cuatro hermanos y tres hermanas; además, otros cinco hermanitos suyos habían muerto cuando eran aún muy pequeños. Cuando me lo contó, yo imaginé que su madre probablemente se habría sentido muchísimo más apenada que la mía. Pues no: según Annie, su madre no había tenido tiempo para lutos; había estado demasiado ocupada cuidando al resto de los chiquillos. Y no: ellos no habían tenido ninguna niñera; eran demasiado pobres. Sin embargo, las cosas habían mejorado mucho últimamente, porque tres de sus hermanos se habían alistado en el ejército y sus dos hermanas mayores habían entrado a servir de criadas, como ella, y todos (excepto uno de los hermanos, que andaba con malas compañías) podían enviar dinero a su madre.
Siempre que hacía buen tiempo, Annie y yo salíamos a dar un paseo por la tarde. Nuestra casa estaba en Holborn, y durante aquellos paseos a veces nos deteníamos en el Foundling Hospital [1]para ver jugar a las niñas hospicianas, con sus baberos blancos y sus batas de estameña marrón. Aquel lugar parecía tan enorme como un palacio, con su avenida de farolas y más ventanas de las que yo podía contar, y había una estatua de un ángel en la entrada. Los hospicianos, eso me decía Annie (porque tenía una amiga, que era también criada y que había estado allí cuando niña), los hospicianos, en fin, eran niños a los que sus madres habían dejado allí cuando eran bebés, bien porque fueran demasiado pobres o porque estuvieran demasiado enfermas para poder ocuparse de ellos. Y efectivamente, para aquellas madres era muy triste tener que abandonarlos, pero al fin y al cabo los hospicianos iban a gozar de una vida mucho mejor en el Hospital. Todos los bebés se encomendaban a buenas familias del campo, hasta que cumplían los cinco o seis años, y después regresaban al Hospital para su escolarización. Comían carne tres veces a la semana, y los domingos, asado de ternera, y cuando ya eran lo suficientemente mayores, los chicos ingresaban en el ejército y las chicas se colocaban como doncellas al servicio de las damas.
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