Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– Date prisa -dije-. Estoy en un teléfono público.

Oí el golpe del auricular en la mesa. Y a continuación a Franz revolviendo en el otro extremo de la oficina. Aguardé. Metí otro par de monedas de veinticinco. Ya llevábamos gastados dos pavos en llamadas interurbanas. Más doce en comer y quince por la habitación. Nos quedaban dieciocho dólares, de los cuales no me cabía duda que iba a gastar otros diez, en el mejor de los casos muy pronto. Comencé a lamentar que el ejército comprara Caprices con motores V-8. Por ocho dólares de gasolina, uno pequeño de cuatro cilindros como el que había alquilado Kramer nos llevaría más lejos.

Sánchez volvió a coger el auricular.

– Muy bien, Nochevieja -dijo-. La mujer me dijo que a eso de las doce y media sacaron a su esposo del salón de baile. Y que él se molestó un poco.

– ¿Le comentó a ella algo de la llamada?

– No. Pero explicó que luego él bailó mejor, como si estuviera entusiasmadísimo. Tal vez sobre la pista de algo. Muy agitado.

– ¿Ella lo dedujo de su manera de bailar?

– Llevaban casados mucho tiempo, Reacher. Uno acaba conociendo a la otra persona.

– Vale -dije-. Gracias, Sánchez. He de dejarte.

– Cuídate.

– Lo intento.

Colgué y regresé a la mesa.

– ¿Ahora adónde? -preguntó Summer.

– A visitar a unas chicas que se quitan la ropa -contesté.

Desde la freiduría barata al bar a través del aparcamiento había un corto paseo. Se veían algunos coches, aunque no demasiados. Aún era temprano. Faltaban otras dos horas para que el local se llenase. Los vecinos de la zona se hallaban aún en casa, cenando, viendo la información deportiva. Los tíos de Fort Bird estarían terminando la manduca en el comedor, o duchándose, cambiándose de ropa, juntándose en grupos de dos o de tres, buscando las llaves de los coches, eligiendo a los que conducirían y por tanto no beberían. De todos modos, yo seguía alerta. No quería tropezarme con una pandilla delta. Al menos no allí fuera y en la oscuridad. No era cuestión de andar perdiendo un tiempo valiosísimo.

Entramos. Tras la caja registradora había una cara nueva. Tal vez un amigo o un pariente de cara de mapa. Yo no le conocía. Él no me conocía. Y Summer y yo llevábamos uniforme de campaña, sin designación de unidad, sin indicación de que éramos PM. Así que la cara nueva se alegró de vernos. Imaginó que elevaríamos sustancialmente el flujo de efectivo a la caja en esa primera hora. Pasamos por delante de él.

El local estaba lleno sólo en una décima parte. Así parecía otra cosa. Frío, grande y vacío, como una especie de fábrica. Sin la presión de los cuerpos, la música se oía más fuerte y metálica. Había grandes extensiones de suelo desocupado. Hectáreas enteras. Cientos de sillas libres. Sólo se veía a una chica actuando en el escenario principal, bañada por una luz roja y cálida, pero ella parecía fría y apática. Summer la observó. La vi estremecerse. Yo le había dicho: «Entonces ¿qué va a hacer? ¿Ir a buscar empleo al local de striptease de Sin?» Así, en directo, no parecía una opción muy atractiva.

– ¿Por qué estamos aquí? -preguntó.

– Por la clave de todo. Mi error más grave.

– ¿Cuál fue?

– Vigila -dije.

Fui hasta la puerta del camerino y llamé dos veces. Summer me siguió. Abrió una chica a la que no conocía. Mantuvo la puerta pegada al cuerpo y asomó la cabeza. Tal vez estaba desnuda.

– He de ver a Sin -dije.

– No trabaja aquí.

– Sí trabaja.

– Está ocupada.

– Diez dólares -dije-. Diez dólares por hablar. Sin tocar.

La chica cerró la puerta de golpe. Me hice a un lado para que fuera Summer la primera persona a la que viera Sin. Esperamos un buen rato. De pronto la puerta volvió a abrirse y apareció Sin. Lucía un vestido de tubo ceñido, rosa. Centelleaba. Llevaba tacones altos de plástico transparente. Me coloqué detrás. Entre ella y la puerta del camerino. Se dio la vuelta y me vio. «Atrapada.»

– Un par de preguntas -dije-. Nada más.

Tenía mejor aspecto que la otra vez. Los moratones de la cara ya tenían diez días y estaban más o menos curados. Acaso llevaba más maquillaje, pero ésa era la única señal de sus apuros. Tenía la mirada ausente. Supuse que acababa de pincharse entre los dedos del pie. «Lo que sea para superar la noche.»

– Diez dólares -dijo.

– Sentémonos -dije.

Fuimos a una mesa lejos de los altavoces. Saqué un billete de diez dólares y lo sostuve en alto. No lo solté.

– ¿Te acuerdas de mí? -pregunté.

Asintió.

– ¿Recuerdas aquella noche?

Asintió otra vez.

– Muy bien. ¿Quién te pegó?

– El soldado -contestó-. Aquel con el que hablaste un momento antes.

21

Mantuve sujeto el billete e hice que lo contara todo paso por paso. Nos dijo que después de que yo la bajara de mis rodillas, ella había preguntado a las chicas sobre lo que yo quería saber, pero ninguna sabía nada. Ninguna tenía información, ni de primera ni de segunda mano. No corrían rumores ni ninguna historia sobre una compañera que hubiera tenido problemas en el motel. Lo intentó también en el cuarto de detrás del escenario y tampoco allí averiguó nada. Después regresó al camerino y lo encontró vacío. El negocio iba bien, todas estaban en el escenario o al otro lado de la calle. Sabía que debía haber seguido preguntando, pero no había chismorreos. Estaba segura de que si hubiera sucedido realmente algo malo, alguien habría oído algo. Así que decidió dejarlo correr y librarse de mí. Entonces entró en el camerino el soldado con el que yo había estado hablando. Nos ofreció una muy buena descripción de Carbone. Como la mayoría de las putas, estaba muy acostumbrada a reconocer caras. A los clientes habituales les gusta que les reconozcan. Eso hace que se sientan especiales y que dejen mejores propinas. Nos contó que Carbone le había advertido que no dijera nada a ningún PM. Sin puso énfasis en la voz, imitando la del soldado diez días atrás. «Nada a ningún PM.» Acto seguido, para asegurarse de que ella le tomaba en serio, le dio dos bofetadas fuertes, rápidas, con la palma y el dorso de la mano. Los golpes la dejaron aturdida.

Parecía que la habían impresionado. Era como si los estuviera comparando con otros golpes recibidos, como si fuera una experta. Y al mirarla pensé que estaba bastante familiarizada con recibir palizas.

– Repítelo -dije-. Fue el soldado, no el dueño.

Me miró como si yo estuviera loco.

– El dueño nunca nos pega -dijo-. Vive de nosotras.

Le di los diez dólares y la dejamos allí, en la mesa.

– ¿Qué significa esto? -inquirió Summer.

– Todo -repuse.

– ¿Cómo lo sabías?

Me encogí de hombros. Volvíamos a estar en la habitación de Kramer, doblando ropa, haciendo el equipaje, preparándonos para salir por última vez a la carretera.

– Lo entendí mal -le dije-. Creo que empecé a darme cuenta en París, cuando esperábamos a Joe en el aeropuerto. Aquella multitud. Todos observaban a los que salían, por un lado a punto de saludarles y por el otro a punto de ignorarles. Según. Así fue en el bar de striptease aquella noche. Entré. Soy grandote, o sea que me vieron. Hubo curiosidad por un segundo, pero no me conocían y no les gustaba un PM, así que apartaron la mirada y me dejaron de lado. De manera muy sutil, todo mediante lenguaje corporal. Menos Carbone. Él no me dejó de lado. Se volvió hacia mí. Creí que era simplemente algo fortuito, pero me equivocaba. Creí que yo lo estaba escogiendo a él, pero él me estaba escogiendo a mí por igual.

– Tuvo que ser casualidad. Él no te conocía.

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