Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– Desde California, Franz me dijo que usted querría esto -señaló.

– Fantástico -solté-. Gracias. Gracias por todo.

Asintió.

– Mejor siga creyendo que valgo más que el del turno de día. Y mejor dígalo cuando empiecen con la reducción de efectivos.

– Así lo haré -aseguré.

– No, no lo haga -dijo-. Viniendo de usted no serviría de nada. Estará muerto o en la cárcel.

– Pero me ha traído todo esto -señalé-. Aún cree en mí.

La sargento no contestó.

– ¿Dónde aparcaron el coche Vassell y Coomer? -pregunté.

– ¿El día cuatro? -dijo ella-. Nadie lo sabe seguro. La primera patrulla nocturna vio un vehículo del Estado Mayor en el extremo más alejado del aparcamiento, estacionado de cola. Pero quizá no tenga mayor importancia. No me dieron ningún número de matrícula, así que no es una identificación definida. Y los de la segunda patrulla no recuerdan nada en absoluto. Por tanto, dos informes incompletos.

– ¿Qué vieron exactamente los de la primera patrulla?

– Lo que denominan un coche del Estado Mayor.

– ¿Un Grand Marquis negro?

– Era negro -contestó-. Pero todos estos coches son verdes o negros. Un vehículo negro no tiene nada de especial.

– Pero no estaba en la fila.

Asintió.

– Solo, en un extremo del aparcamiento. Pero la segunda patrulla no lo confirma.

– ¿Dónde estaba Marshall los días dos y tres?

– Esto ha sido más fácil -repuso-. Hay dos justificantes de viaje. El día dos a Francfort, y el tres de vuelta aquí.

– ¿Una noche en Alemania?

Asintió de nuevo.

– Ida y vuelta.

Nos quedamos en silencio. El camarero se acercó con un bloc y un lápiz. Miramos el menú y los cuarenta y siete dólares de la mesa y pedí café y huevos por un valor no superior a dos pavos. Summer captó el mensaje y pidió zumo y galletas. Era lo más barato que podíamos permitirnos para mantener la verticalidad.

– ¿He terminado aquí? -preguntó la sargento.

Asentí.

– Gracias. En serio.

Summer se levantó para dejarla salir.

– Un beso al niño de mi parte -dije.

La sargento se detuvo, toda huesos y tendones, dura como el pico de un pájaro carpintero, mirándome fijamente.

– Acaba de morir mi madre -dije-. Un día su hijo recordará mañanas como ésta.

La sargento asintió y se dirigió a la puerta. Un minuto después la vimos en su furgoneta, una figura pequeña al volante. Desapareció en la niebla de la madrugada, dejando un rastro de humo del tubo de escape.

Coloqué todos los papeles en un montón lógico y comencé por el expediente de Marshall. La transmisión por fax no era de una calidad fantástica pero se podía leer. Había la habitual masa de información. En la primera hoja me enteré de que Marshall había nacido en septiembre de 1958. Por tanto tenía treinta y un años. No tenía esposa ni hijos, tampoco ex esposas. Supuse que estaba casado con el ejército. Constaba que medía metro noventa y pesaba cien kilos. El ejército necesitaba saberlo porque así convenía a los intendentes generales. Constaba que era diestro. El ejército tenía que saberlo porque los fusiles de cerrojo para francotiradores están concebidos para los diestros. Normalmente a los zurdos no se les asigna la función de francotiradores. En el ejército lo encasillan a uno desde el primer día.

Pasé la hoja.

Marshall había nacido en Sperryville (Virginia), y allí había ido al jardín de infancia, al colegio y al instituto.

Sonreí. Summer me miró, preguntando con los ojos. Corté las hojas y se las pasé, alargué la mano y señalé con el dedo las líneas que venían al caso. Luego le di el papel con el teléfono del hotel Jefferson.

– Busca un teléfono -dije.

Encontró uno justo detrás de la puerta, instalado en la pared, cerca de la caja registradora. Vi que introducía dos monedas de veinticinco centavos y que marcaba, hablaba y esperaba. Vi que decía el nombre, el rango y la unidad. Y que escuchaba. Y que hablaba un poco más. Y que esperaba un poco más. Y que escuchaba. Metió más monedas. Fue una llamada larga. Imaginé que la estaban remitiendo de un sitio a otro. Luego vi que decía gracias y colgaba. Y que volvía a la mesa, con una expresión adusta y satisfecha.

– Estuvo en una habitación -explicó-. De hecho hizo la reserva él mismo el día anterior. Tres habitaciones, para él, Vassell y Coomer. Y había una factura del servicio de aparcacoches.

– ¿Has hablado con los del aparcamiento?

– Era un Mercury negro. Entró justo después del almuerzo y salió a la una menos veinte de la madrugada, regresó a las tres y veinte y volvió a salir el día de Año Nuevo después de desayunar.

Hojeé entre el montón de papeles y encontré el fax del detective Clark. Los resultados de su sondeo casa por casa. Había anotada una considerable actividad de vehículos. Era Nochevieja, y mucha gente había estado yendo y volviendo de fiestas. Justo antes de las dos de la madrugada, en la calle de la señora Kramer había lo que alguien tomó por un taxi.

– Un coche del Estado Mayor podría confundirse con un taxi -observé-. No sé, un sedán negro, limpio pero algo viejo y gastado, muchos kilómetros a cuestas, la misma forma que un Crown Victoria.

– Verosímil -dijo Summer.

– Probable -dije yo.

Pagamos la cuenta, dejamos un dólar de propina y contamos lo que nos quedaba del préstamo de la sargento. Llegamos a la conclusión de que deberíamos seguir comiendo barato porque íbamos a necesitar dinero para gasolina. Y para llamadas telefónicas. Y otros gastos.

– ¿Ahora adónde? -me preguntó Summer.

– Al otro lado de la calle. Al motel. Vamos a escondernos todo el día. Un poco más de trabajo y luego a dormir.

Dejamos el Chevy oculto tras el bar y cruzamos la calle a pie. Despertamos al muchacho de recepción y le pedí una habitación.

– ¿Una habitación? -soltó.

Asentí. Summer no puso objeciones. No podíamos permitirnos dos y no era la primera vez que compartíamos una. En lo que a planes nocturnos se refería, París nos había salido muy bien.

– Quince dólares -dijo el chico.

Le pagué, él sonrió y me dio la llave de la habitación en que había muerto Kramer. Supuse que pretendía ser gracioso. No dije nada. Me daba igual. Pensé que era mejor una habitación en la que hubiera muerto un tipo que las que alquilaban por horas.

Caminamos juntos por la hilera, abrimos la puerta y entramos. La habitación seguía fría y húmeda, oscura y triste. Se habían llevado el cadáver, pero por lo demás estaba exactamente igual que la vez anterior.

– No es el George V -comentó Summer.

– En eso tienes toda la razón.

Dejamos las bolsas en el suelo y yo coloqué los papeles de la sargento sobre la cama. La colcha estaba ligeramente húmeda. Toqueteé el radiador de debajo de la ventana hasta que soltó un poco de calor.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Summer.

– Los registros de las llamadas. Estoy buscando una llamada con el nueve uno nueve como código de área.

– Local. Fort Bird también tiene el nueve uno nueve.

– Magnífico -dije-. Habrá un millón.

Extendí el listado sobre la cama y comencé a mirar. No había un millón de llamadas locales, pero sí unos centenares. Empecé a medianoche del día de Nochevieja y avancé a partir de ahí. Pasé por alto los números a los que habían llamado más de una vez desde más de un teléfono. Conjeturé que serían empresas de taxis, clubes o bares. Dejé de lado los números que tenían el mismo código de central telefónica. Serían principalmente de viviendas fuera de la base. Soldados de servicio que habrían llamado a su casa después de la medianoche para desear feliz año a la esposa y los hijos. Me concentré en los números que sobresalían. Números de ciudades de Carolina del Norte. Estaba buscando concretamente un número de otra ciudad al que hubieran llamado sólo una vez treinta o cuarenta minutos después de la medianoche. Ése era mi objetivo. Examiné el listado con paciencia, línea por línea, página por página, sin apresurarme. Tenía todo el día.

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