Lo encontré tras varios pliegues de papel. Figuraba a las 00.32. Treinta y dos minutos después de que 1989 pasara a ser 1990. Más o menos cuando yo calculaba. Una llamada de casi quince minutos. La duración también era razonable. Estaba ante una posibilidad fundada. Seguí buscando durante los veinte o treinta minutos siguientes. Nada que pareciera ni la mitad de interesante. Volví atrás y puse el dedo bajo el número que me gustaba. Era mi mejor opción. O mi única esperanza.
– ¿Tienes un boli?
Summer me dio uno que se sacó del bolsillo.
– ¿Y monedas de veinticinco?
Me enseñó cincuenta centavos. Escribí mi número favorito en el papel del número del hotel Jefferson. Se lo pasé.
– Llama -dije-. Averigua quién contesta. Tendrás que volver al comedor. El teléfono del motel está roto.
Summer estuvo fuera unos ocho minutos. Entretanto me lavé los dientes. Tenía una teoría: si no tienes tiempo de dormir, una ducha es un buen sucedáneo. Si no hay tiempo para una ducha, lavarse los dientes es la siguiente opción.
Dejaba el cepillo en la repisa del cuarto de baño cuando Summer entró. Traía consigo el ambiente frío y brumoso.
– Es un centro vacacional con campo de golf en las afueras de Raleigh -explicó.
– Ya me sirve -dije.
– Brubaker -observó-. Es donde estaba Brubaker. De vacaciones.
– Seguramente bailando. ¿No te parece? Media hora después de las campanadas. El recepcionista habrá tenido que sacarlo del salón de baile y llevarlo hasta el teléfono. Por eso la llamada duró un cuarto de hora. Casi todo fue tiempo de espera.
– ¿Quién llamó?
En el listado había códigos que indicaban el teléfono del que procedía la llamada. No me decían nada. Eran sólo números y letras. Pero la sargento me había procurado una clave. En la última hoja del acordeón había una lista con los códigos y los lugares que representaban. Ella tenía razón: era mejor que el tío del turno de día. Pero claro, era una sargento E-5 y él un cabo E-4, y los sargentos hacían que valiera la pena servir en el ejército norteamericano.
Cotejé el código con la clave.
– Alguien desde un teléfono público del cuartel de Delta.
– O sea que un tío delta llamó a su oficial al mando -dijo Summer-. ¿Y para qué nos sirve eso?
– La hora es sugerente. Debió de ser algo urgente, ¿no?
– ¿Quién fue?
– Primero una cosa y luego otra -dije.
– No me hagas callar.
– No lo estoy haciendo.
– Sí lo estás haciendo. Te estás encerrando.
No repliqué.
– Murió tu madre y lo estás pasando mal y te estás encerrando en ti mismo. Pero no deberías. No puedes hacer esto solo, Reacher. No puedes vivir toda tu vida solo.
Meneé la cabeza.
– No es eso -contesté-. Es que aquí sólo estoy haciendo conjeturas. Estoy todo el rato conteniendo la respiración. Una posibilidad remota y luego otra. Y no quiero caerme de bruces. No delante de ti. No me respetarías más.
Summer se quedó callada.
– Lo sé -dije-. Ya no me respetas porque me has visto desnudo.
Ella sonrió.
– Pues tendrás que acostumbrarte -añadí-. Porque va a pasar otra vez. De hecho, ahora mismo. Nos vamos a tomar el resto de la noche libre.
La cama era espantosa. El colchón se hundía en el medio y las sábanas estaban húmedas. Quizá peor que húmedas. En un sitio como aquél, si no habían alquilado la habitación desde la muerte de Kramer, casi seguro que tampoco habían cambiado las sábanas. De hecho, Kramer nunca se había metido dentro, sino que había muerto encima. Y probablemente había rezumado toda clase de fluidos corporales. A Summer parecía darle igual, pero ella no le había visto ahí, todo pálido y gris, inerte.
Pero entonces pensé «¿qué quieres por quince pavos?». Y Summer alejó mi mente de las sábanas. Me distrajo a lo grande. Estábamos muy cansados, pero no en exceso. Era la segunda vez y nos salió bien. Según mi experiencia, la segunda vez es siempre la mejor. A uno le sigue haciendo ilusión y aún no le aburre.
Después dormimos como niños. Por fin el radiador elevó un poco la temperatura. Las sábanas se calentaron. El ruido de la autopista se fue tornando un ronroneo de fondo. Estábamos a salvo. A nadie se le ocurriría buscarnos allí. Kramer había escogido bien. Era un escondrijo. Nos volvimos hacia el centro del colchón y nos abrazamos. Acabé pensando que era la mejor cama en que había estado nunca.
Nos despertamos mucho después, famélicos. Eran las seis de la tarde pasadas. Al otro lado de la ventana ya estaba oscuro. Los días de enero se iban desplegando uno tras otro sin que nosotros prestáramos mucha atención. Nos duchamos, nos vestimos y cruzamos la calle para comer algo. Yo llevaba la guía telefónica.
Tomamos las máximas calorías que pudimos por la menor cantidad de dinero posible, pero aun así nos pulimos ocho dólares entre los dos. Me desquité con el café. El comedor seguía una política de barra libre de tazas, y me aproveché de ella despiadadamente. A continuación acampé delante del teléfono de la pared. Busqué el número en la guía y llamé a Fort Jackson.
– Me he enterado de que estás jodido -soltó Sánchez.
– Provisionalmente. ¿Has oído algo más de lo de Brubaker?
– ¿Como qué?
– Por ejemplo, ¿han encontrado el coche?
– Pues sí. Y bastante lejos de Columbia.
– Deja que adivine -dije-. En algún lugar a más de una hora al norte de Fort Bird, y tal vez al este y algo al sur de Raleigh. ¿Qué tal Smithfield, Carolina del Norte?
– ¿Cómo diablos lo sabías?
– Era sólo un presentimiento -repuse-. Cerca de donde la I-95 enlaza con la US-70. En una calle principal. ¿Creen que fue allí donde lo mataron?
– Sobre eso no hay duda. Lo mataron en el mismo coche. Alguien le pegó un tiro desde el asiento de atrás. El parabrisas estalló frente al conductor, y lo que quedaba de cristal estaba cubierto de sangre y sesos. Y en el volante había salpicaduras. Por tanto, después nadie cogió el coche. Por consiguiente, allí lo asesinaron, en su propio coche. En Smithfield, Carolina del Norte.
– ¿Encontraron casquillos?
– No. Ni pruebas significativas, aparte de la mierda habitual.
– ¿Tienen alguna teoría?
– Era el aparcamiento de unas instalaciones industriales, una suerte de punto de referencia local, muy concurrido de día pero desierto de noche. Creen que fue una cita de dos coches. Brubaker llega primero, el segundo coche aparece enseguida, bajan del mismo al menos dos tíos, se meten en el de Brubaker, uno delante y otro atrás, se quedan un rato sentados, quizás hablan un poco, luego el de atrás saca una pistola y le dispara. Así es, por cierto, como creen que se fastidió el reloj de Brubaker. Piensan que tenía la mano izquierda en la parte superior del volante, la postura habitual. Sea como fuere, cae fulminado, lo arrastran fuera, lo introducen en el maletero del otro coche, lo llevan a Columbia y ahí lo dejan.
– Con droga y dinero en el bolsillo.
– De eso todavía no han averiguado nada.
– ¿Por qué los malos no movieron el coche de Brubaker? -pregunté-. Parece un poco estúpido llevar el cuerpo a Carolina del Sur y dejar el vehículo allí.
– Nadie lo sabe. Tal vez porque conducir un coche lleno de sangre y con el parabrisas roto es muy llamativo. O quizá porque los malos a veces son estúpidos.
– ¿Tienes anotaciones de lo que dijo la señora Brubaker sobre las llamadas que él recibió?
– ¿Después de cenar el día cuatro?
– No, antes -precisé-. En Nochevieja. Aproximadamente media hora después de que se cogieran de las manos y cantaran Auld Lang Syne.
– Quizás. Apunté algunas cosas interesantes. Puedo ir a ver.
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