Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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La muchacha políglota imprimió dos copias. Le devolví una firmada y ella dobló la otra, la metió en un sobre que ponía George V estampado en relieve y me lo dio. «Para sus archivos», dijo. «Para mi consejo de guerra», pensé. La guardé en el bolsillo interior de la chaqueta. Volví a sacarla unas seis horas después, cuando por fin me di cuenta de quién había hecho qué, y a quién, y por qué y cómo.

20

Hicimos la consabida caminata hasta la Place de l’Opéra y tomamos el autobús al aeropuerto. Era la sexta vez que me montaba en ese autobús en una semana. No fue más cómoda que las cinco anteriores, pero fue la incomodidad lo que me hizo empezar a pensar.

Bajamos en salidas internacionales y encontramos el mostrador de Air France. Canjeamos dos vales por dos plazas a Dulles en el vuelo nocturno de las once. Eso suponía una larga espera. Cargamos con las bolsas a través del vestíbulo y pusimos rumbo a un bar. Summer no estaba muy habladora, supongo que no se le ocurría nada que decir. Pero lo cierto es que yo me estaba recuperando. La vida se mostraba tal como es para todo el mundo. Tarde o temprano uno acaba siendo un huérfano. No es posible librarse de ello. Ha pasado así durante mil generaciones. Es absurdo preocuparse.

Tomamos unas cervezas y buscamos un sitio para comer. Yo no había desayunado ni almorzado, y supuse que ella tampoco. Pasamos frente a las pequeñas boutiques libres de impuestos y vimos un local montado de tal forma que parecía un bistro en plena calle. Reunimos los pocos dólares que nos quedaban y vimos que podíamos permitirnos un plato cada uno, un zumo para ella, un café para mí y una propina para el camarero. Pedimos steak frites, lo que resultó ser un aceptable trozo de carne con patatas y mayonesa. En Francia se podía comer bien en cualquier parte. Incluso en un aeropuerto.

Al cabo de una hora nos dirigimos a la sala de embarque. Aún era pronto y estaba casi desierta. Sólo algunos pasajeros en tránsito, todos arruinados o sin blanca como nosotros. Nos sentamos lejos de ellos, con la mirada perdida.

– Vuelven las malas sensaciones -dijo Summer-. Cuando uno está lejos puede olvidarse del apuro en que se halla.

– Sólo necesitamos un resultado -dije.

– No vamos a conseguir ninguno. Han pasado diez días y no hemos llegado a ninguna parte.

Asentí. Diez días desde la muerte de la señora Kramer, seis desde la de Carbone. Cinco desde que los delta me habían dado una semana para probar mi inocencia.

– No tenemos nada -añadió-. Ni siquiera lo más fácil. Ni siquiera hemos encontrado a la mujer del motel de Kramer. Esto no tenía que haber sido tan difícil.

Asentí de nuevo. Tenía razón. No tenía por qué haberlo sido.

La sala se llenó de viajeros y embarcamos cuarenta minutos antes de iniciar el vuelo. Summer y yo nos sentamos detrás de una pareja mayor que iba en una fila junto a una puerta. Ojalá hubiéramos podido cambiarnos el sitio. Me habría encantado tener más espacio. Despegamos puntualmente, y pasé la primera hora sintiéndome cada vez más apretado e incómodo. La azafata nos sirvió una cena que yo no habría podido comer aunque hubiera querido, pues no tenía suficiente espacio para mover los codos y manejar los cubiertos.

Una idea condujo a otra.

Pensé en Joe en el avión la noche anterior. Sin duda había viajado en clase turista, como corresponde a un funcionario en un viaje personal. Se habría sentido apretujado e incómodo toda la noche, algo más que yo porque era un par de centímetros más alto. Así que volvió a remorderme el haberle metido en el autobús hasta la ciudad. Recordé los duros asientos de plástico y su postura apretujada y las sacudidas de su cabeza por el movimiento. Yo tenía que haber ido desde la ciudad en taxi y que éste aguardara junto al bordillo. Tenía que haber encontrado el modo de conseguir algo de efectivo.

Una idea llevó a otra.

Me imaginé a Kramer, Vassell y Coomer volando desde Francfort en Nochevieja. American Airlines. Un Boeing, en el que no hay más espacio que en otros reactores. Una salida a primera hora desde el XII Cuerpo. Un largo vuelo a Dulles. Me los imaginé andando por el pasillo del avión, entumecidos, faltos de aire, deshidratados, incómodos.

Una idea llevó a otra.

Saqué del bolsillo el sobre del George V. Lo abrí. Leí la factura de cabo a rabo. Analicé cada línea y cada concepto.

La factura del hotel, el avión, el autobús a la ciudad.

El autobús a la ciudad, el avión, la factura del hotel.

Cerré los ojos.

Pensé en las cosas que Sánchez y el administrativo de Delta y el detective Clark y Andrea Norton y la propia Summer me habían dicho. Pensé en la multitud de personas que esperaban y saludaban en el vestíbulo de llegadas del Roissy-Charles de Gaulle. Pensé en Sperryville (Virginia). Pensé en la casa de la señora Kramer en Green Valley.

Al final las fichas de dominó caían de cualquier manera y nadie salía bien parado. Yo el que menos, pues había cometido muchos errores, sobre todo uno muy gordo que con seguridad se volvería contra mí y me mordería el culo.

Me quedé tan absorto meditando sobre mis fallos que permití que mis preocupaciones me llevaran a cometer otro más. Pasé todo el rato pensando en el pasado y ni un instante en el futuro, en contramedidas, en qué nos estaría aguardando en Dulles. Tomamos tierra a las dos de la mañana, salimos por el vestíbulo de aduanas y caímos directamente en la trampa que nos había tendido Willard.

De pie en el mismo sitio que seis días atrás estaban los mismos suboficiales de la oficina del jefe de la policía militar. Dos W3 y un W4. Los vi. Nos vieron. Dediqué un segundo a preguntarme cómo diablos lo había hecho Willard. ¿Tenía hombres en todos los aeropuertos del país día y noche? ¿Detectó el rastro que dejaban por Europa nuestros bonos de viaje? ¿Podía hacer eso él solo? ¿Estaba implicado el FBI? ¿El Departamento de Defensa? ¿El Departamento de Estado? ¿La Interpol? ¿La OTAN? No tenía ni idea. Tomé la absurda nota mental de que algún día intentaría averiguarlo.

Luego dediqué otro segundo a decidir qué hacer.

La táctica dilatoria no era una opción. Ahora no. Estando en manos de Willard, no. Yo necesitaba libertad de movimientos y de acción durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas más. Después iría a ver a Willard, y lo haría contento. Porque en ese momento estaría en condiciones de abofetearle y detenerle.

Se nos acercó el W4 con los W3 detrás.

– Tengo órdenes de esposarles a ambos -dijo.

– Haga caso omiso de sus órdenes -repuse.

– No puedo -replicó.

– Inténtelo.

– No puedo -repitió.

Asentí.

– Muy bien, negociemos -dije-. Si usted intenta ponerme las esposas, yo le rompo los brazos. Si ustedes se dirigen al coche, nosotros los acompañaremos tranquilamente.

El tipo pensó un momento. Él iba armado. Sus hombres también. Nosotros no. Pero nadie quiere disparar en medio de un aeropuerto, y menos a gente desarmada de la misma unidad. Esto provocaría mala conciencia. Y papeleo. Y él no quería una pelea a puñetazos. Tres contra dos, no. Yo era demasiado grande y Summer demasiado pequeña; no habría sido juego limpio.

– ¿Me puedo fiar? -dijo.

– Desde luego -mentí.

– Pues vamos.

La otra vez el tipo había caminado delante de mí y sus acólitos W3 se habían colocado uno a cada lado. Esperaba sinceramente que repitieran el esquema. Imaginé que los W3 se consideraban a sí mismos unos verdaderos hijos de puta y pensé que eso no estaba lejos de la verdad, pero el que más me preocupaba era el W4. Parecía de pura cepa. Pero no tenía ojos en la nuca. Esperé, por tanto, que se pusiera delante.

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