Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– A medianoche estabas aquí conmigo. También me siento mal por eso.

– No -dije-. Yo no me siento mal. Y mi madre tampoco se habría sentido mal. Al fin y al cabo era francesa. Si ella hubiera conocido mis opciones, habría avalado mi decisión.

– Eso no puedes saberlo.

– Bueno, supongo que no era de talante muy liberal. Pero siempre deseó todo aquello que nos hiciera felices.

– ¿Abandonó porque se había quedado sola?

Negué con la cabeza.

– Quería que la dejaran sola para poder abandonar.

Summer no dijo nada.

– Nos vamos -dije-. Tomamos un vuelo nocturno de vuelta.

– ¿A California?

– Primero a la costa Este -precisé-. He de comprobar algunas cosas.

– ¿Qué cosas? -preguntó.

No se lo dije. Se habría reído, y en ese momento no estaba yo para risas.

Summer hizo el equipaje y vino conmigo a mi habitación. Me senté en la cama y jugueteé con el cordón de la caja de monsieur Lamonnier.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Lo ha traído un viejo. Son cosas que pertenecían a mi madre.

– ¿Qué cosas?

– No sé.

– Pues ábrela.

La empujé por encima del cubrecama.

– Ábrela tú.

Observé sus pequeños y finos dedos aplicarse con el apretado y viejo nudo. Su transparente esmalte de uñas destellaba a la luz. Desató el cordel y levantó la tapa. Era una caja poco profunda hecha de un cartón grueso y resistente ya no muy común. Contenía tres cosas. Una caja más pequeña, una especie de joyero. Era de cartón recubierto de un papel azul oscuro con filigranas. Un libro. Y un cuchillo para cortar queso, un simple trozo de alambre con un asa en cada extremo. Las asas eran de oscura madera vieja torneada. Se podían ver en cualquier épicerie, en cualquier tienda de ultramarinos de Francia. Pero a ése le habían cambiado el alambre. Para queso era demasiado grueso. Parecía una cuerda de piano. Estaba rizada y corroída, como si la hubieran tenido guardada mucho tiempo.

– ¿Qué es? -preguntó Summer.

– Un cuchillo de cortar queso manipulado.

– El libro está en francés -dijo-. No sé qué pone.

Me lo pasó. Tenía una fina sobrecubierta. No era una novela sino una especie de biografía. Las esquinas de las páginas se veían manchadas y sucias por el paso del tiempo. Olía a moho. El título tenía algo que ver con líneas férreas. Abrí y eché un vistazo. Después de la página del título había un mapa de la década de 1930 de la red francesa de ferrocarriles. El primer capítulo parecía tratar sobre cómo todas las líneas del norte se apretaban a través de París y luego se abrían nuevamente en abanico hacia el sur. No se podía ir a ningún sitio sin pasar por la capital. Para mí eso tenía sentido. Francia era un país relativamente pequeño con una capital muy grande. La mayoría de los países hacía lo mismo. La capital era siempre el centro de la telaraña.

Hojeé el libro hasta el final. La solapa derecha de la sobrecubierta incluía una foto del autor. De un monsieur Lamonnier cuarenta años más joven. Lo reconocí fácilmente. El texto decía que había perdido ambas piernas en las batallas de mayo de 1940. Recordé la rigidez con que se había sentado en el sofá de mi madre, y los bastones. Seguramente llevaba prótesis. Piernas de madera. Lo que yo había tomado por rodillas huesudas serían complicadas articulaciones mecánicas. Más abajo, el texto mencionaba que Lamonnier había construido le Chemin de Fer Humain, la vía férrea humana. El presidente Charles de Gaulle le había concedido la Medalla de la Resistencia, los británicos la Cruz de San Jorge, y los americanos la Medalla por Servicios Distinguidos.

– ¿Qué lees?

– Parece que acabo de conocer a un viejo héroe de la Resistencia -dije.

– ¿Qué tiene que ver con tu mamá?

– Quizá tiempo atrás fueron novios.

– ¿Y ahora quiere mostraros a ti y a Joe el gran tipo que fue? ¿En un momento como éste? Es un poco egocéntrico, ¿no?

Leí un poco del primer capítulo. Como la mayoría de los libros franceses, utilizaba una conjugación extraña denominada tiempo histórico pasado, reservada sólo para el lenguaje escrito. A quien no tuviera el francés como lengua materna le resultaba difícil. Y la primera parte de la historia no era demasiado apasionante. Explicaba muy farragosamente que los trenes que llegaban del norte descargaban sus pasajeros en la Gare du Nord, y que si esos pasajeros querían viajar al sur debían cruzar París a pie-, en coche, en metro o en taxi hasta la Gare d’Austerlitz o la de Lyon.

– Es sobre algo llamado la vía férrea humana -dije-. Sólo que hasta ahora no han aparecido muchos seres humanos.

Le pasé el libro a Summer, que volvió a hojearlo.

– Está dedicado -señaló.

Me enseñó la primera página en blanco. Contenía una vieja y descolorida dedicatoria. Tinta azul, pulcra caligrafía. Alguien había escrito: Béatrice, de Pierre.

– ¿Tu madre se llamaba Béatrice?

– No -repuse-. Se llamaba Josephine Moutier, y después Josephine Reacher.

Me devolvió el libro.

– Creo que he oído hablar de la vía férrea humana -dijo-. Era algo de la Segunda Guerra Mundial. Tenía que ver con el rescate de tripulantes de bombarderos derribados en Bélgica y Holanda. Las células de la Resistencia local los recogían y los hacían pasar a lo largo de la cadena hasta la frontera española. Después, podían regresar a casa y al combate. Fue importante, pues las tripulaciones bien preparadas eran muy valiosas. Y además evitaba que la gente pasara años en campos de prisioneros de guerra.

– Eso explicaría las medallas de Lamonnier -dije-. Una de cada país aliado.

Dejé el libro sobre la cama y me ocupé de mi equipaje. Decidí tirar los tejanos, la sudadera y la cazadora de la Samaritaine. No los necesitaba. No los quería. De pronto reparé en que el libro tenía unas páginas con borde diferente. Lo cogí, lo abrí y vi algunas fotos a media tinta. La mayoría eran retratos de estudio, seis por página, de cabeza y hombros. Las otras eran fotos de acción clandestina, de aviadores aliados ocultos en sótanos iluminados por velas colocadas sobre barriles, de pequeños grupos de hombres furtivos vestidos con ropa campesina por caminos rurales y de guías pirenaicos en terrenos montañosos y nevados. En una de ellas aparecían dos hombres flanqueando a una chica, apenas más que una niña. Cogía de la mano a los dos hombres, sonriendo alegre, guiándolos por la calle de una ciudad. París, con toda probabilidad. El pie de la foto rezaba: «Béatrice de service à ses travaux.» Béatrice de servicio, haciendo su trabajo. Béatrice parecía tener unos trece años.

Estaba casi seguro de que Béatrice era mi madre.

Volví a las páginas de los retratos de estudio y la encontré. Era una especie de foto de la escuela. Aparentaba unos dieciséis años. El pie ponía «Béatrice en 1941». Luego leí más texto. La vía férrea humana presentaba dos problemas tácticos importantes. Localizar a los aviadores caídos no era uno de ellos. Caían literalmente del cielo, sobre los Países Bajos, docenas cada noche sin luna. Si la Resistencia llegaba hasta ellos primero, tenían posibilidades. Pero no si llegaba primero la Wehrmacht. Era simplemente cuestión de suerte. Si la tenían y la Resistencia los localizaba antes que los alemanes, podían esconderse y sustituir el uniforme por algún disfraz convincente, conseguían documentos falsos y billetes de tren, y un guía los acompañaba en un tren con destino a París, camino de casa.

Tal vez.

La primera dificultad táctica era la posibilidad de un registro en el propio tren durante las primeras etapas del viaje. Ahí estaban esos chicarrones americanos rubios bien alimentados, o esos británicos pelirrojos de Escocia, o cualquier otro que no pareciera un francés moreno y con mala cara viviendo tiempos de guerra. No hablaban el idioma y recurrían a diversos subterfugios. Fingían estar dormidos o enfermos, o ser mudos o sordos. Los guías hablaban por ellos.

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