Lee Child - El Inductor
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Duffy no replicó.
– En cualquier caso me da igual -añadí-. Es difícil encontrarme. Y procuraré que aún lo sea más.
Ella miró la puerta del bufete. Luego la de Exportación Xavier. Después el ascensor y finalmente a mí.
– Muy bien -dijo-. Lo dejamos en tus manos. La verdad es que no quiero, pero no tengo más remedio, ¿lo entiendes?
– Con toda claridad.
– Tal vez Teresa esté ahí dentro con él -susurró Villanueva.
Asentí.
– Si es así, la llevaré con vosotros. Quedamos al final de la calle. Diez minutos después de la llamada.
Ambos vacilaron un instante y acto seguido Duffy pulsó el botón para llamar el ascensor. Cuando se puso en marcha el mecanismo, oímos ruidos en el hueco.
– Ten cuidado -dijo ella.
Sonó la campanilla y se abrieron las puertas. Subieron. Villanueva me echó una mirada y pulsó el botón del vestíbulo, las puertas se cerraron ante ellos como el telón de un teatro, y desaparecieron. Me alejé y me apoyé contra la pared enfrente de la puerta de Quinn. Solo me sentía bien. Empuñé la Beretta y esperé. Imaginé que Duffy y Villanueva salían del ascensor y se dirigían al coche. Abandonaban el aparcamiento. El guardia reparaba en ellos. Aparcaban al doblar la esquina y llamaban a información. Conseguían el número de Quinn. Y miré fijamente la puerta. Imaginé a Quinn al otro lado, sentado a su mesa, con un teléfono delante. Miraba la puerta como si pudiera ver a través de ella.
De hecho, la primera vez que lo vi fue el día de la detención. A Frasconi le había ido bien con el sirio. El tío estaba totalmente de acuerdo. Frasconi era ideal para una situación como aquélla. Si se le daba tiempo y un objetivo claro, cumplía con su cometido. El sirio llevaba consigo dinero en efectivo sacado de su embajada. Nos sentamos todos juntos frente al auditor militar y lo contamos. Cincuenta mil dólares. Supusimos que era el último de muchos plazos. Marcamos cada billete, uno a uno. Marcamos incluso el maletín con las iniciales del auditor cerca de una de las bisagras. El auditor redactó una declaración jurada para el expediente, Frasconi se quedó con el sirio y Kohl y yo nos instalamos en un lugar apropiado para vigilar. El fotógrafo de ella ya estaba listo en una ventana de la segunda planta de un edificio que había al otro lado de la calle, a unos veinte metros hacia el sur. El auditor se reunió con nosotros diez minutos después. Estábamos utilizando una furgoneta aparcada junto al bordillo. Tenía una suerte de portillas en los cristales opacos. Kohl la había tomado prestada del FBI. Para completar la escenificación había reclutado a tres veteranos que llevaban monos de la compañía eléctrica y estaban cavando de veras una zanja.
Aguardamos. Sin hablar. En la furgoneta no había mucho aire. Volvía a hacer calor. Al cabo de cuarenta minutos, Frasconi dejó ir al sirio. Apareció en nuestro campo visual andando, desde el norte. Se le había avisado de lo que podía pasarle si nos traicionaba. Kohl había escrito el guión y Frasconi se lo había transmitido. Contenía amenazas que seguramente no habríamos cumplido; pero eso él no lo sabía. Si pensamos en lo que le sucede a la gente en Siria, supongo que eran creíbles.
Se sentó a una mesa de una terraza. A tres metros de nosotros. Dejó el maletín en el suelo, junto a la mesa. Apareció el camarero y tomó nota de su pedido. Al cabo de un minuto le llevó un café. El sirio encendió un cigarrillo. Lo aplastó en el cenicero a medio fumar.
– El sirio está esperando -señaló Kohl, tranquila. Había puesto en marcha un magnetófono. Su intención era grabar la conversación en tiempo real para mayor seguridad. Vestía prendas verdes, lista para la detención. Le sentaban francamente bien.
– Comprobado -dijo el auditor-. El sirio está esperando.
El sirio terminó su café e hizo señas al camarero para que le sirviera otro. Encendió otro cigarrillo.
– ¿Siempre fuma tanto? -pregunté.
– ¿Por qué? -dijo Kohl.
– ¿No estará mandando una señal a Quinn?
– No; fuma siempre.
– Muy bien -dije-. Pero seguramente disponen de una señal de cancelación.
– No creo que el tío la use. Frasconi lo ha asustado de veras.
Seguimos a la espera. El sirio acabó el segundo cigarrillo. Colocó las manos planas sobre la mesa. Tamborileó con los dedos. Parecía encontrarse bien. Parecía un tipo esperando a otro que se retrasa un poco. Encendió otro pitillo.
– No me gusta tanto humo -solté.
– Relájese, siempre es así -explicó Kohl.
– Parece nervioso. Quinn podría darse cuenta.
– Es normal. Es de Oriente Medio.
Aguardamos. Vi que cada vez pasaba más gente. Se acercaba la hora de almorzar.
– Ahora viene Quinn -indicó Kohl.
– Bien -certificó el auditor militar-. Ahora viene Quinn.
Miré hacia el sur. Vi un tío de aspecto aseado, pulcro y elegante. Uno ochenta y cinco y algo menos de ochenta kilos. No más de cuarenta años. Tenía el pelo negro con algunas canas en las sienes. Llevaba traje azul, camisa blanca y corbata de un rojo apagado. Parecía una persona corriente de D.C. Andaba deprisa, aunque no daba esa impresión. Se movía con garbo. Era atlético y estaba en buena forma, sin duda. Casi seguro que hacía footing. Llevaba un maletín Halliburton. Idéntico al del sirio. A la luz del sol despedía tenues destellos dorados.
El sirio dejó el cigarrillo en el cenicero e hizo un gesto con la mano. Parecía un poco preocupado, pero pensé que era lógico. El espionaje de alto nivel en pleno centro de la capital de tu enemigo no es ningún juego. Quinn lo vio y se acercó. El sirio se levantó y ambos se estrecharon la mano por encima de la mesa. Sonreí. Utilizaban un sistema muy ingenioso. En Georgetown era una escena tan familiar que pasaba totalmente inadvertida. Un americano con traje dando un apretón de manos a un forastero junto a una mesa con tazas de café y un cenicero rebosante. Se sentaron. Quinn recolocó la silla, se puso cómodo y dejó su maletín pegado al que ya estaba ahí. Si uno no miraba con atención, podía parecer que los dos maletines eran uno solo de mayor tamaño.
– Los maletines están uno junto al otro -dijo Kohl al micrófono.
– Bien -dijo el auditor-. Los maletines están uno junto al otro.
Apareció el camarero con el segundo café del sirio. Quinn le dijo algo, y el camarero se fue. El sirio le dijo algo a Quinn. Éste sonrió. Era una sonrisa de mero control. Mera satisfacción. El sirio dijo algo más. Estaba desempeñando su papel. Pensaría que estaba salvando la vida. Quinn estiró el cuello y buscó al camarero. El sirio cogió de nuevo su cigarrillo, volvió la cabeza y echó el humo directamente hacia nosotros. Acto seguido lo apagó en el cenicero. Acudió el camarero con la bebida de Quinn. Una taza grande. Seguramente café con leche. El sirio tomaba sorbos de su café. Quinn se bebía el suyo. No hablaban.
– Están nerviosos -dijo Kohl.
– Impacientes -dije yo-. Se acercan al final. Es el último encuentro. Ya ven la línea de meta. Los dos. Sólo quieren acabar ya.
– Atención a los maletines -dijo Kohl.
– Atención -repitió el auditor.
Quinn dejó la taza en el platillo. Apartó la silla hacia atrás. Alargó la mano derecha. Cogió la cartera del sirio.
– Quinn tiene la cartera del sirio -dijo el auditor.
Quinn se puso en pie. Dijo algo, se volvió y se alejó a paso ligero. Lo observamos hasta que desapareció. El sirio se quedó con la cuenta. La pagó y se marchó en dirección al norte, hasta que Frasconi salió de un portal, lo agarró del brazo y lo condujo hacia nosotros. Kohl abrió la puerta trasera de la furgoneta y Frasconi metió al tío dentro. Siendo cinco como éramos, no había mucho sitio.
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