– ¿Qué sucede, Deon? -le preguntó.
– Mamá, tenemos que hablar.
– Entra. Voy a preparar algo de comer para los dos. Deon la acompañó adentro sin protestar. Quería hacer aquella comida con su madre. Había tiempo suficiente para ello.
La dirección de Salvatore Antonelli que Alex Pappas había obtenido de la guía telefónica parecía hacer juego con él a primera vista. Se hallaba ubicada en una calle que salía de Nimitz Drive, en una comunidad de viviendas de soldados que había en Wheaton, no muy lejos de Heathrow Heights, facilitadas por la G.I. Bill en la posguerra.
La vivienda era una casita hecha con listones de madera, provista de una rampa para sillas de ruedas que llevaba hasta la entrada principal. Antonelli pertenecería a dicha época, lo más seguro era que fuese un veterano y que contara ochenta y tantos años. Era de suponer que la rampa la habían construido para él.
Cuando Alex se acercó a la puerta, vio por el ventanal una cuadrilla de pintores que estaban trabajando en el salón, ahora vacío y con el suelo protegido por una tela. Llamó a la puerta y esperó a que ésta se abriera. No tardó en aparecer un joven fornido y muy moreno de piel.
– Sí.
– Estoy buscando al señor Antonelli -dijo Alex-. Salvatore, un hombre mayor.
– El viejo, muerto.
– Vaya, lo siento.
– Pintamos. La familia vende la casa. -El resuelto joven entregó a Alex una tarjeta de visita-. ¿Necesita pintar? Trabajamos bien, barato.
El nombre que figuraba en la tarjeta era Michael Sobalvarro. Debajo decía: «Pintamos.»
– Gracias, Michael. Lo tendré en cuenta.
Al regresar a su Cherokee, Alex marcó el número de teléfono de Rodney Draper. Respondió una mujer, y cuando Alex le dijo que deseaba hacerle una consulta relacionada con la historia de Heathrow Heights, ella le dio el teléfono del trabajo de Draper. Alex le dio las gracias, llamó a dicho teléfono y le contestó la recepcionista de las oficinas centrales de una importante firma de electrodomésticos denominada Nutty Nathans. Alex conocía dicha empresa: era una que ofrecía falsas gangas, pero que de todos modos poseía una personalidad de la que carecían las cadenas comerciales. Muchos años atrás le había comprado un televisor a un tal McGinnes, en la tienda de Connecticut Avenue. Se acordaba de él porque, aunque era un tipo sumamente atractivo e informado, resultaba bastante obvio que llevaba encima un buen colocón.
– Draper -dijo una voz al otro extremo de la línea cuando le pasaron la llamada.
– Sí, me llamo Alex Pappas, y quisiera saber si puedo hacerle una consulta histórica rápida que tiene que ver con Heathrow Heights. Me ha dado su nombre el señor McCoy de la Sociedad Histórica.
– ¿Para qué empresa trabaja usted?
– No represento a nadie. Se trata de un incidente con arma de fuego que tuvo lugar frente al antiguo establecimiento de Nunzio's, en el año setenta y dos. Estoy intentando dar con una mujer… la mujer que se encontraba en Nunzio's el día de dicho incidente. Testificó en el juicio. Fue un caso muy sonado.
Alex no oyó respuesta alguna. Creyó que se había cortado la comunicación.
– ¿Oiga?
– Lo recuerdo -dijo Draper.
– Me gustaría contactar con ella, si fuera posible.
– Escuche, señor…
– Pappas.
– Voy a tener que hablar con usted en otro momento. Estoy a punto de hacer una maqueta publicitaria y tengo esperando en la puerta al representante de ventas del Post.
– ¿Le importa que le dé mi móvil?
– Ya tengo bolígrafo.
Alex le dio su número.
– Llámeme, por favor.
La línea se cortó. Ya no quedaba otra cosa que hacer que volverse a casa. Pero no se hacía muchas ilusiones; tenía el presentimiento de que no iba a volver a hablar más con Rodney Draper.
Cody Kruger estaba sentado a la mesa de la cocina, cortando y empaquetando hierba por onzas. Tenía ante sí una montañita de hidropónica pegajosa. Kruger ponía mucho cuidado, Deon lo había convencido de que debía hacer eso, al pesar y compartimentalizar la marihuana. Le gustaba pensar que trabajaba más deprisa y de manera más eficiente cuando estaba colocado, pero en realidad el THC lo ralentizaba y lo hacía más susceptible de cometer errores. En el cenicero que tenía al lado se quemaba un porro liado con papel de fumar. En la habitación sonaba a todo volumen Kryptonite, un tema de TCB grabado en directo en el Club Neón, que salía de su iPod conectado al equipo. Kruger estaba borracho, y cantaba desafinando el estribillo de la canción.
Charles Baker, irritado e impaciente, se acercó al equipo y bajó el volumen.
– ¿Todavía no has terminado?
– Quiero hacerlo bien -dijo Kruger-. Si no se corta la mierda como es debido, luego se quejan.
– Oye, tío, ¿cuánto calculas que vamos a sacar de todo esto?
– Tres mil o cuatro mil. En la camioneta no había más que un kilo.
– Puta calderilla -dijo Baker.
– No se puede conseguir todo en un solo día.
– Es verdad. Pero cuando nos enganchemos a ese contacto, todo aumentará.
– Creía que habías dicho que Dominique no lo había revelado.
– Dijo que no sabía quién era el contacto. Que el único que lo sabía era su hermano. Que iba a hablar con él y después llamarte a ti al móvil para concertar una cita.
Kruger asintió pero no hizo ningún comentario. La mención del hermano de Dominique lo había puesto nervioso. Según lo que Deon decía de él, Calvin Dixon no iba a tomarse con una sonrisa lo que le habían hecho a Dominique. De ninguna forma iba a delatar a su contacto. Un traficante prefería que le pegaran un tiro antes que revelar su fuente, aquello lo sabía hasta Kruger. Pero el señor Charles no parecía entenderlo. El señor Charles creía que iba a poder continuar cogiendo droga sin pagarla.
– ¿Me has oído, chico?
– Sí.
– Estás tan cocido que no puedes ni hablar.
– Qué va, estoy bien.
– ¿No tienes miedo de todos estos pasos que estamos dando?
– No.
– Si tienes miedo, dilo.
– No lo tengo.
– Bien -dijo Baker-. Porque estoy pensando en que esta noche me ayudes con una cosa.
– ¿Cuál?
– Necesito ir a Maryland. Hay un tipo que me debe dinero.
– Ya tenemos dinero, en esta misma mesa.
– Esto es de un nivel totalmente distinto. Ese tipo me lo debe desde hace más de treinta años. Y se le han ido acumulando los intereses. El día de cobro va a ser brutal.
– Tengo que terminar esto. Puedes llevarte mi coche.
– ¿Cómo voy a conducir sin carné? Como me pare la pasma, me vuelve a meter en la cárcel.
Kruger humedeció el extremo de una bolsita con la lengua y selló una onza. Si continuaba trabajando, a lo mejor el señor Charles se olvidaba del plan.
– Le he pedido a un antiguo amigo mío que me llevara él, pero se ha negado con buenas palabras. Estoy seguro de que tú no vas a darme la espalda igual que él.
– Estoy ocupado.
– Pensaba que tenías huevos, tío.
– Tengo unos clientes a los que he prometido producto para mañana por la mañana. Necesito terminar esto antes de ponerme a pensar en otra cosa.
– Vale, pues voy a irme andando hasta la Avenue, buscaré un bar y me tomaré una cerveza. Eso no te llevará más de un par de horas. -Baker se puso la cazadora de cuero-. ¿Cuál es el código de la puerta, para cuando vuelva?
– Ya me lo sé.
– Dilo.
– Golpe, golpe, pausa, golpe.
– Exacto. Hasta dentro de un rato, tío.
Una vez que Baker hubo desaparecido por la puerta, Kruger se dedicó diligentemente a cortar y embolsar. Con gusto se habría quedado allí sentado la noche entera, trabajando, colocándose, oyendo música, pensando en las cosas que iba a poder comprarse con la pasta que le iba a hacer ganar aquella hierba. Las zapatillas nuevas Van y Dunk, las camisetas estilo estrella del rock, las sudaderas Authentic con gorras a juego.
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