George Pelecanos - El Jardinero Nocturno

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La obra maestra de pelecanos y la que le convirtió un Best-Séller en Estados Unidos.
Cuando el cadáver de un adolescente aparece en un parque público de Washington, el detective Gus Ramone revive con intensidad una investigación en la que participó veinte años atrás. El asesino, a quien los mede víctimas los parques de la ciudad y salió impune. El nuevo crimen reunirá a los tres hombres que participaron en aquel caso y les dará la oportunidad de cerrarlo. Tal vez ahora consigan atrapar al Jardinero Nocturno…

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– ¿Nada? -preguntó Cook.

– Tendrá que salir pronto.

Holiday, con los prismáticos de Cook, había visto al agente Grady Dunne llegar al aparcamiento en el coche patrulla número 461 y entrar en la comisaría por la puerta trasera, vestido de uniforme.

Era un tipo de uno ochenta de altura, pálido y delgado, rubio, de rasgos afilados. En su postura erguida y su paso se adivinaba una seguridad experta, militar. No se había detenido a hablar con otros agentes que rondaban por allí en el cambio de turno, charlando y disputándose los coches patrulla más codiciados.

– ¿Has visto al detective Ramone? -preguntó Cook.

– Sí, he hablado con él.

– ¿Te ha puesto al día en el caso Johnson?

– Hablamos del tema, sí. -Holiday vaciló un momento-. Todavía no hay nada en concreto.

Holiday supo, por el silencio en la radio, que Cook había captado la mentira.

Dos jóvenes pasaron junto al coche de Holiday. Llevaban pantalones pirata hasta las pantorrillas, con los bordes deliberadamente deshilachados. Uno de los chicos llevaba una camiseta con las mangas cortadas en tiras trenzadas. Las trenzas acababan en diminutas cuentas. En la camiseta había un personaje pintado. Los dos chicos eran idénticos. Uno de ellos sonrió a Holiday al pasar. Holiday pensó que a pesar del coche y del traje le habían tomado por algún tipo de policía. Eso le gustó.

En el Marquis, T. C. Cook se enjugó el sudor de la frente. Se sentía un poco mareado. No estaba acostumbrado a trabajar, sería eso. La emoción del caso le había acelerado el pulso.

– ¿Doc?

– Sí.

– En este coche hace un calor de cojones. Estoy sudando.

– Beba un poco de agua.

Holiday miró por los prismáticos. El rubio salía de la comisaría en dirección a un Ford Explorer último modelo color verde oscuro. Dunne llevaba un polo demasiado grande, tejanos y botas beige. El reglamento del departamento requería que los agentes llevaran el arma en todo momento, incluso no estando de servicio. Por el tamaño del polo Holiday calculó que Dunne llevaba la Glock en la cartuchera a la espalda.

– Esté al tanto, sargento. Se ha metido en el coche y está a punto de salir.

– Bien.

– Si va hacia el norte, le toca a usted. Deje el móvil encendido, por si fallan las radios.

– De acuerdo, chico.

– Está en Peabody. Viene hacia Georgia.

– Entendido.

El Explorer giró en dirección a Georgia Avenue.

– Suyo -dijo Holiday.

Siguieron a Dunne por la avenida. Cook se mantenía varios coches por detrás, pero sin perder de vista el Explorer, saltándose los semáforos en ámbar y alguno que otro en rojo. La misión de Holiday era mantener a la vista el Marquis de Cook confiando en que Dunne no estuviera muy lejos. Cook informó por radio que lo iba siguiendo.

Dunne cruzó la línea District hacia Silver Spring, un desfiladero artificial cada vez más congestionado que consistía en altos edificios, cadenas de restaurantes, farolas nuevas diseñadas para parecer antiguas, una calle de ladrillo y otras afectaciones urbanas. Dunne giró a la derecha en Elsworth y luego a la izquierda para meterse en un parking.

– ¿Qué hago? -preguntó Cook, con la radio pegada a la boca.

– Aparque en la calle y relájese. Ya me encargo yo.

Holiday adelantó a Cook y se metió en el parking también. Sacó el ticket en la barrera y subió por la rampa una planta tras otra hasta ver el Explorer, que aparcaba en una de las plantas más altas. Dunne salió del Ford y fue hacia un puente de cemento entre el parking y un hotel de reciente construcción.

Para Holiday, los hoteles eran para ligar y beber. Esperó diez minutos y luego se puso la gorra de chófer y siguió el mismo camino que Dunne.

La entrada al hotel desde el parking daba a un pasillo y a una oficina, y luego a una zona abierta donde estaba la recepción, varios asientos y un bar. Dunne estaba en la barra, con una copa de algo transparente delante. Era evidente que estaba solo, aunque había otras personas sentadas. Dunne le daba la espalda a Holiday, de manera que éste se movió con confianza hacia los sillones y se sentó en una butaca cerca de una mesa con revistas.

No sería raro que un chófer esperase allí a que bajara algún cliente de su habitación. Holiday abrió una revista, pero sin quitar el ojo de encima a Dunne.

Estaba bebiendo vodka, pensó.

«No huele. Pero sí. Y también se te acaba notando. Estás en un hotel anodino porque eres un poli de ésos. No tienes amigos, aparte de tus compañeros, y de ellos no estás muy seguro. No tienes familia, ni un hogar. Un piso, puede ser, pero eso no cuenta. Cuando no estás patrullando por tu distrito, estás solo. No tienes adónde ir. Estás perdido.»

– ¿Todo bien, señor? -le preguntó un joven con el nombre en una placa del hotel que llevaba en el pecho. Estaba delante de Holiday, con los dedos entrelazados.

– Estoy esperando a un cliente.

– ¿Prefiere llamarle a la habitación desde el mostrador?

– No, ya vendrá.

Dunne terminó deprisa la copa, pidió otra y se la quedó mirando fijamente. No se dio la vuelta. Con excepción del camarero, no había intentado hablar con ninguna otra persona.

Desde el otro lado de la sala, Holiday vigilaba.

– ¿Dónde está tu primo?-preguntó Chantel Richards.

– Conrad se ha largado -contestó Romeo Brock-. No va a volver.

– ¿Por qué?

Romeo se metió los faldones de la camisa dentro del pantalón.

Al volver del trabajo, Chantel se había encontrado a Romeo en el dormitorio al fondo de la casa. Se estaba abrochando la camisa de rayón rojo. Sobre la cómoda estaba la pistola junto con una caja de balas, un paquete de Kool, cerillas y un móvil. Al lado estaban las dos maletas Gucci. La de la derecha contenía cincuenta mil dólares. La de la izquierda, la ropa de Chantel.

– ¿Por qué se ha marchado, Romeo?

– Cree que vamos a tener problemas. Y puede que tenga razón.

– ¿Qué clase de problemas?

– Pues de los que implican tiros. Pero, oye, que no va a pasar nada.

– Yo no quería nada de esto -declaró Chantel.

– Desde luego que sí. Cuando te largaste conmigo y dejaste al Gordo Tommy, te metiste en esto hasta las trancas. Pero va a ser un buen viaje, y todavía ni hemos empezado. Tú sabes quiénes eran Red y Coco, ¿no?

– No.

– Bueno, es una historia muy larga. Pero seguro que sí has oído hablar de Bonnie y Clyde.

– Sí.

– La mujer se quedó con su hombre, ¿no? Se dieron una buena vida y no aguantaron tonterías de nadie.

– Pero al final murieron, Romeo.

– El caso es cómo vives, no cómo mueres. -Romeo se acercó a ella y le besó los suaves labios-. Nadie puede matarme, encanto. No hasta que tenga una reputación. Mi nombre va a ser muy famoso antes de que me pase nada.

– Tengo miedo.

– No tengas miedo. -Brock se apartó-. Voy a hacer una llamada, y luego me voy a sentar ahí en el salón. Tú cierra la puerta cuando salga y no te preocupes por nada. ¿Lo has entendido?

– Sí, Romeo.

– Ésa es mi chica. Mi propia Coco.

Se guardó en los bolsillos el tabaco, las cerillas y el móvil. Luego cogió el Colt y la munición y salió del dormitorio.

Chantel echó el pestillo y encendió la radio de la mesilla, sintonizada en la KYS. Si lloraba no quería que Romeo la oyera. Se sentó al borde de la cama, entrelazó los dedos y dio vueltas a los pulgares. Miró por la ventana hacia el pequeño jardín bordeado de arces, robles y pinos. Si hubiera podido hacer acopio de valor, había huido hacia el bosque. Pero no encontró el coraje y se quedó allí sentada, frotándose las manos.

Gus Ramone estaba en el Leo's, bebiendo una Beck con el diario sobre la barra. Era muy raro que no volviera a casa con su familia después del trabajo, pero le gustaba aquel local, con su poco convencional clientela. En parte por eso estaba allí. La otra parte era que no le apetecía volver a casa. Sabía que tendría que hablar con Diego, pero no estaba preparado todavía para contarle lo de Asa.

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