– ¿Y qué necesitas?
– Que identifiques a Alan Tinsley, que digas que era el hombre que viste atravesar el jardín aquella noche.
– Ya te dije que yo sólo vi a uno que parecía un semental. Es lo único que recuerdo de él.
– No me importa lo que viste, Doc. Yo te estoy diciendo lo que necesito.
Holiday sonrió.
– Vaya, así que no eres tan legal.
– ¿Lo harás?
– Sí.
– Gracias. Ya te llamaré para la identificación.
Ramone dio media vuelta para dirigirse a su coche.
– Gus…
– ¿Qué?
– Te pido disculpas por lo que dije de tu mujer. Dicen que es buena gente. Es que estaba borracho.
– No te preocupes.
– Supongo que te tengo envidia.
– Ya…
– Yo no voy a tener una familia. -Holiday entornó los ojos contra el sol-. ¿Sabes? Cuando iba de uniforme me mandaron a ver al loquero del departamento. Mi teniente lo recomendó por mi hábito de beber y lo que él llamaba mi excesiva promiscuidad. Decía que mi estilo de vida interfería con mi trabajo.
– Qué cosas.
– Así que me fui a ver al tuercas, y me puse a hablarle de mi rollo personal. Y el tío me suelta: «Se me ocurre que tiene usted miedo a la separación», o no sé qué chorrada parecida, por lo jodido que estuve cuando murió mi hermana pequeña. Según el loquero, huyo de las relaciones porque tengo miedo de… ¿cómo lo dijo él? De «perder a mi compañera por circunstancias que escapan a mi control». Yo le solté que podría ser eso o también podría ser que me gusta follar con muchas tías. ¿Tú crees que será eso, Gus?
– Y yo que pensaba que me ibas a contar una historia bonita, de esas con moraleja y todo.
– Otro día. -Holiday se miró el reloj-. Ahora me tengo que ir.
Ramone tendió la mano y Holiday se la estrechó.
– Eras un buen policía, Doc. En serio.
– Ya lo sé, Giuseppe. Mucho mejor que tú.
Holiday abrió la puerta de su Lincoln, sacó la gorra y se la puso.
– Gilipollas -masculló Ramone.
Pero sonreía.
Michael Tate y Ernest Henderson, ya bien alimentados, esperaban en el parking del Hair Raisers, en Riggs Road. Por fin salió Chantel Richards y se metió en un Toyota Solara.
– Bonito coche -comentó Tate.
– Para una tía -replicó Henderson-. ¿Qué pasa, quieres uno así tú también?
– Yo sólo digo que tiene clase. Y a ella le pega mucho.
Chantel se dirigió a la salida del parking.
– Le va a costar mucho despistarnos, con lo rojo que es el coche -dijo Tate.
– A menos que tú la dejes.
– ¿Eh?
– ¿A qué esperas?
– Ya voy.
– ¿Todavía no estás en marcha?
La siguieron a Maryland, por Langley Park y New Hampshire Avenue. Chantel entró en el cinturón para atravesar Prince George's County. Nesto Henderson tenía razón. Con el color del Solara era muy fácil seguirlo.
Chantel tomó la salida de Central Avenue y al cabo de un kilómetro y medio giró a la derecha por Hill Road. Tate dejó un poco más de distancia entre ellos, puesto que el tráfico se había aligerado. Cuando Chantel aparcó detrás de otro coche en el arcén, al final de una cuesta, Tate aminoró y pegó el Maxima a la cuneta cien metros más atrás.
– ¿Qué hace ahora, meterse en el bosque?
– No, ¿es que no lo ves? Se ha metido en una especie de camino de grava.
– Hay un coche aparcado delante de ella.
– Un Impala SS.
– Podría ser el coche de nuestro hombre. Igual está en alguna casa ahí detrás.
– Muy bien -declaró Tate-. Pues ya hemos cumplido. La hemos seguido y ya sabemos dónde para. Vamos a decírselo a Raymond.
– Todavía no hemos terminado. -Henderson empezó a marcar un número en el móvil-. Ray querrá venir.
– ¿Para qué?
– A por su dinero. Ese Romeo le birló cincuenta de los grandes. -Henderson esperó a la llamada-. Ray Benjamin es un tío tranquilo hasta que se la juegas. Con esto se va a poner muy serio.
A Michael Tate se le quedó la boca seca. Tenía sed y quería salir corriendo. Por lo menos necesitaba salir del coche.
– Mientras hablas con Ray, yo voy hacia los árboles, a ver qué hay.
– Muy bien -dijo Henderson en el mismo momento en que Benjamin contestaba.
Ramone aparcó el Tahoe en la manzana 6000 de Georgia Avenue, al norte de Piney Branch Road. Bajó por la acera, giró a la derecha y avanzó unos pasos hacia la verja de hierro del Battleground National Cementery. Abrió el portón y entró entre dos cañones antiguos.
Bajó por un camino de cemento, por delante de una vieja casa de piedra que era una residencia, y varias lápidas grandes. Se dirigía hacia la pieza central del cementerio, una bandera americana ondeando en un mástil rodeada de cuarenta y una tumbas. Allí yacían los soldados de la Unión muertos en la batalla de Fort Stevens. En unos puntos fuera del círculo había cuatro poemas en placas de bronce. Ramone se acercó a una de ellas para leer la inscripción:
El triste redoble del sordo tambor
toca la ú ltima retreta del soldado;
ya no se encontrar á n en el desfile de la vida
los valientes que han ca í do.
Ramone miró a su alrededor. El lugar era muy tranquilo, una extensión de césped, árboles y diversos monumentos conmemorativos en un entorno urbano. A pesar del ambiente de campo, el cementerio era visible desde una transitada calle al oeste, y hacia el este, desde la manzana residencial de Venable Place. Había puntos menos arriesgados para ligar. No le parecía muy probable que Asa fuera por allí buscando sexo. Seguramente era el lugar más cercano a su casa en el que escapar de su familia y su barrio y encontrar algo de paz.
Asa les había dicho a los gemelos Spriggs que se dirigía la monumento de Lincoln-Kennedy. Seguramente querría que lo recordaran. Había querido que alguien encontrara algo que había dejado atrás, y tenía que estar allí.
Ramone volvió a la entrada del cementerio, donde estaban las cuatro grandes lápidas en fila. Y se dio cuenta de que no eran lápidas tradicionales, sino monumentos al Army Corps, la Volunteer Cavalry y las National Guard Units de Ohio, Nueva York y Pensilvania.
Uno de los monumentos, coronado por una gorra de plato, destacaba más alto que los demás. Ramone leyó la inscripción: «A los valientes hijos de Onondaga County, Nueva York, que lucharon en este campo el 12 de julio de 1864 en la defensa de Washington y en presencia de Abraham Lincoln.»
Ramone se acercó al lado del monumento, donde aparecían los nombres de los muertos y heridos. Entre ellos estaba el de John Kennedy.
Miró la tierra alrededor, dio una patada. Fue detrás del monumento y vio que un cuadrado de césped había sido colocado recientemente. Se agachó sobre una rodilla y lo levantó. En la tierra yacía una bolsa de plástico con cierre hermético, del tamaño usado para marinar la carne. Dentro había un libro sin letras en la cubierta ni el lomo.
Ramone sacó de la bolsa el diario de Asa, se sentó a la sombra de un arce en un rincón del cementerio, apoyado contra el tronco, y empezó a leer.
El tiempo fue pasando. Las sombras del cementerio se alargaban, reptando hacia sus pies.
Dan Holiday, sentado en su Town Car aparcado en Peabody, vigilaba la entrada y la salida del parking trasero de la comisaría del Distrito Cuatro. T. C. Cook estaba en Georgia, con el Marquis aparcado en la cuneta, de cara al norte. Llevaba su desvaído Stetson marrón con la pluma multicolor en la banda color chocolate. Se había puesto una chaqueta de pata de gallo y corbata.
Habían sincronizado las frecuencias de los Motorolas, y tenían las radios encendidas. Llevaban allí casi una hora.
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