Anne Fortier - Juliet

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Juliet: краткое содержание, описание и аннотация

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Bautizada por la prensa americana como El código Da Vinci para mujeres, Juliet, el sensacional debut de Anne Fortier, transforma la inmortal historia de Romeo y Julieta en una trepidante aventura del siglo XXI. Una historia a caballo entre la Edad Media y la actualidad, un apasionante viaje al corazón de Italia que combina historia, intriga, misterio y romance.
Juliet y su hermana, huérfanas desde pequeñas, se han criado con su tía en Virginia. Cuando ésta muere, Juliet se ve obligada a viajar a Italia para saber qué se esconde tras la enigmática herencia que ha recibido de ella. Pronto descubre que en realidad es italiana y que, además, es descendiente de las personas en las que se inspiró Shakespeare para escribir Romeo y Julieta. Dispuesta a conocer la verdadera identidad de sus padres y los secretos que rodean sus repentinas muertes, Juliet se ve envuelta en una peligrosa trama que enfrenta a las dos familias más poderosas de Siena desde la Edad Media. Descubre que una antigua maldición recae sobre ellas y que únicamente la búsqueda de un supuesto tesoro llamado, «Los ojos de Julieta» podría detenerla…Juliet puede ser la próxima víctima y sólo un hombre puede salvarla de su destino, pero ¿dónde está?
«Esta novela lo tiene todo: Romeo y Julieta, la nobleza italiana y el mundo de la mafia, aventuras y valientes heroínas; documentos secretos y tesoros escondidos; amores apasionados y violentas venganzas que perduran a lo largo de los siglos. Un debut sensacional.»
KATHERINE NEVILLE, autora de El ocho y El fuego.

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– ¡Claro que sí! Te recuerdo. Eres…, refréscame la memoria…, ¿quién eres?

– Giulietta… Tolomei. Pero no creo que…

– ¡Sí, sí, sí! ¡Por supuesto! ¿Dónde has estado?

– Acabo… de llegar.

Su rostro se ensombreció al percatarse de su propia estupidez.

– ¡Claro! No me hagas caso. Acabas de llegar. Y aquí estás. Más guapa que nunca. Giulietta Tolomei. -Sonrió y meneó la cabeza-. Nunca he entendido eso del tiempo.

– Bueno… -dije, alucinada-. ¿Se encuentra bien?

– ¿Yo? ¡Ah! Sí, gracias. Pero… tienes que venir a verme. Quiero enseñarte algo. ¿Conoces mi taller? Está en la via Santa Caterina. La puerta azul. No hace falta que llames, pasa.

Entonces se me ocurrió que me había tomado por una turista y queria venderme souvenirs. «Sí, claro -pensé-. Tranquilo, que me pasaré por allí.»

Cuando hablé con Umberto esa misma noche, le afectó mucho mi descubrimiento sobre la muerte de mis padres.

– ¿Estás segura de que es cierto?

Le contesté que sí. No sólo todo apuntaba a que alguna fuerza oscura había intervenido en los sucesos de hacía veinte años, sino que, por lo visto, esas fuerzas seguían presentes, al acecho.

– ¿Estás segura de que este tipo te seguía? -objetó Umberto-. Quizá…

– Umberto -lo interrumpí-, iba en chándal.

Los dos sabíamos que, en el universo de Umberto, sólo un perverso delincuente pasearía por una calle elegante vestido con un chándal.

– Bueno, tal vez sólo era un carterista -dijo él-. Vio que salías del banco y se imaginó que habías sacado dinero…

– Sí, puede ser. No veo por qué alguien podría querer este cofre. No encuentro nada en él que tenga que ver con «los ojos de Julieta»…

– ¿«Los ojos de Julieta»?

– Sí, eso fue lo que me dijo Peppo. -Suspiré y me tiré sobre la cama-. Al parecer, ése es el tesoro. Aunque yo creo que todo es una inmensa filfa. Me da que mamá y tía Rose deben de estar partiéndose de risa en el cielo. En fin…, ¿qué tal tú?

Tardé al menos cinco minutos en enterarme de que Umberto ya no se hospedaba en casa de tía Rose, sino en un hotel de Nueva York, buscando trabajo o algo así. Me costaba imaginármelo sirviendo mesas en Manhattan, gratinando con parmesano la pasta de otros. A él debía de pasarle lo mismo, porque parecía cansado y deprimido. Me habría encantado poder asegurarle que estaba a punto de hacerme con una sustanciosa fortuna, pero ambos sabíamos que, aun habiendo recuperado el cofre de mi madre, no tenía ni idea de por dónde empezar.

II. III

La muerte que sorbió la miel de tus labios no pudo nada contra tu belleza.

Siena, 1340

El golpe letal no llegó. En su lugar, fray Lorenzo -aún arrodillado en oración ante el bandido- oyó un resuello frágil y aterrador seguido de un temblor que sacudió la carreta entera y el estruendo de un cuerpo desplomándose al suelo. Después… silencio. Un breve vistazo con un ojo medio abierto le valió para confirmar que, efectivamente, quien pretendía asesinarlo ya no se alzaba sobre él blandiendo su espada, por lo que fray Lorenzo se estiró nervioso para ver dónde había ido a parar el bandido tan de repente.

Allí estaba, roto y ensangrentado, al borde de la cuneta, el individuo que hacía apenas unos instantes era el engreído cabecilla de una banda de salteadores de caminos. Cuan frágil y humano parecía ahora, pensó fray Lorenzo, con la punta de un cuchillo brotándole del pecho mientras un hilo de sangre se le escurría de aquella boca diabólica a un oído que había sido testigo de muchas súplicas desesperadas sin atender jamás ninguna.

– ¡Madre de Dios! -alzó las manos juntas al cielo-. ¡Gracias, Virgen santa, por salvar a tu humilde servidor!

– No hay de qué, padre, pero no soy ninguna virgen.

Al oír aquella voz espectral y comprobar lo cerca que estaba su propietario, espeluznante, con su casco empenachado, su peto y su lanza en ristre, fray Lorenzo se levantó de un brinco.

– ¡Noble San Miguel, me habéis salvado la vida! -gritó, a un tiempo exaltado y aterrado-. ¡Ese hombre, ese granuja, estaba a punto de matarme!

San Miguel se levantó la visera y reveló su joven rostro.

– Sí -dijo con voz ahora humana-, lo he supuesto, pero, para vuestra desilusión, debo añadir que tampoco soy un santo.

– ¡Sea cual sea vuestra condición, noble caballero, vuestra llegada ha sido de verdad milagrosa, y estoy seguro de que la Virgen os compensará en el cielo! -exclamó fray Lorenzo.

– Gracias, padre, pero la próxima vez que habléis con ella, ¿os importaría decirle que preferiría una compensación terrenal -replicó el caballero con un destello de picardía en los ojos-. ¿Otro caballo, quizá? Porque, con éste, seguro que no me toca ni un cerdo en el Palio.

Fray Lorenzo pestañeó una vez, tal vez dos, mientras empezaba a darse cuenta de que su salvador le había dicho la verdad: no era ningún santo. Además, a juzgar por el modo en que había hablado de la Virgen María -con impertinente familiaridad-, tampoco era un alma piadosa.

Al detectar que, por una minúscula rendija, la ocupante del ataúd intentaba ver a su osado redentor, fray Lorenzo no dudó en sentarse sobre la tapa para evitar que la caja se abriera, ya que su instinto le decía que aquellos dos jóvenes no debían conocerse.

– Ejem -dijo, decidido a ser cortés-. ¿Dónde andáis batallando, noble caballero? ¿Partís para Tierra Santa, quizá?

El otro lo miró incrédulo.

– ¿De dónde salís, extraño fraile? Cualquier hombre de Dios sabe bien que los tiempos de las cruzadas ya pasaron. Esas colinas, esas torres…, ¡ésa es mi Tierra Santa! -añadió extendiendo el brazo en dirección a Siena.

– Entonces, ¡me alegro sinceramente de no haber topado con viles intenciones!

El caballero no parecía convencido.

– ¿Puedo preguntar qué os trae a Siena, padre? -dijo frunciendo los ojos-. ¿Qué lleváis en ese ataúd?

– ¡Nada!

– ¿Nada? -El otro miró el cuerpo tirado en el suelo-. Me extraña que los Salimbeni sangren por nada. Seguro que ahí lleváis algo valioso.

– ¡En absoluto! -insistió el fraile, muy agitado aún para confiar en otro desconocido con demostradas habilidades asesinas-. En esta caja descansa uno de mis pobres hermanos, brutalmente desfigurado de una caída desde nuestro ventoso campanario hace tres días. Debo entregárselo a mi señor…, eh…, a su familia de Siena esta noche.

Para alivio del fraile, el gesto del otro mudó la creciente hostilidad por la compasión, y no hizo más preguntas sobre el ataúd. En cambio, volvió la cabeza y miró inquieto camino abajo. Fray Lorenzo le siguió la mirada, pero no halló otra cosa más que el sol poniente, si bien la vista le recordó que, gracias a aquel joven, pagano o no, podía disfrutar del resto del día y, Dios mediante, de muchos más como ése.

– ¡Primos! -bramó su redentor-, ¡la mala fortuna de este desdichado fraile ha interrumpido nuestro ensayo de la carrera!

Sólo entonces vio fray Lorenzo a otros cinco jinetes surgir del sol y, según se aproximaban, entendió que se trataba de un puñado de jóvenes que practicaban algún deporte. Ninguno de los otros llevaba armadura, pero uno -casi un niño- portaba un reloj de arena. Cuando el chico vio el cadáver en la cuneta, el artilugio se le escapó de las manos, cayó al suelo y se partió por la mitad.

– Un mal augurio para nuestra carrera, primito -le dijo el caballero al muchacho-, aunque quizá nuestro santo amigo pueda deshacerlo con una oración o dos. ¿Qué decís, padre? ¿Podríais bendecir mi caballo?

Fray Lorenzo miró furioso a su redentor, creyéndose víctima de una broma, pero el otro, a la grupa de su caballo, tan cómodo como cualquiera podría estarlo en una silla de su casa, parecía sincero. No obstante, al ver el ceño fruncido del monje, el joven sonrió y dijo:

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