– ¿Quieres contármelo, Chastain, o prefieres seguir mudo?
– No tengo nada que contarte. Disfruta de tus últimos momentos con placa. Lo que haces es un suicidio. Te estás suicidando, Bosch, como tu amigo Sheehan.
Bosch pisó el freno y el coche se detuvo bruscamente. Desenfundó la pistola y se volvió en el asiento, apuntándole con ella.
– ¿Qué has dicho?
Chastain lo miró aterrorizado, temiendo que Bosch estuviera a punto de perder el control.
– Nada, hombre. Sigue conduciendo. Cuando lleguemos al Parker aclararemos este asunto.
Bosch volvió a acomodarse en el asiento y arrancó. Cuatro manzanas después volvió de nuevo hacia el norte, confiando en haber dejado atrás la zona caliente y en poder tomar por Normandie.
– Hace un rato he estado en el sótano del Parker -dijo.
Bosch miró por el retrovisor para ver si su comentario había hecho mella en Chastain. Pero éste permanecía impasible.
– He examinado las pruebas del caso Wilbert Dobbs, y el registro de salida. Tú las sacaste esta mañana, tomaste las balas de la nueve reglamentaria de Sheehan, las que disparó contra Dobbs hace cinco años, y enviaste tres de ellas a balística diciendo que eran las balas extraídas del cuerpo de Howard Elias durante la autopsia. Te lo montaste para hundirlo. Pero el que estás hundido eres tú, Chastain.
Bosch miró por el retrovisor. Chastain había mudado de expresión, acusando el mazado recibido. Bosch se apresuró a rematar la jugada.
– Tú mataste a Elias -dijo en voz baja, esforzándose en apartar la vista del retrovisor y fijarla en la calzada-. Iba a obligarte a subir al estrado para denunciarte. Iba a interrogarte sobre los auténticos resultados de tu investigación porque tú se lo habías contado. El caso era demasiado importante. Elias sabía que si lo ganaba conseguiría un gran prestigio, y decidió prescindir de ti. Estaba dispuesto a sacrificarte con tal de ganarlo. Tú perdiste los papeles. O puede que seas un tipo frío y calculador. El viernes por la noche seguiste a Elias y cuando subió el funicular de Angels Flight lo asesinaste. Luego te diste cuenta de que había otra persona en el coche, Catalina Pérez, y tuviste que matarla también. ¿Me equivoco, Chastain?
Chastain no respondió. Al llegar a un cruce, Bosch se detuvo y miró hacia la izquierda. Vio una zona iluminada y dedujo que era Normandie.
No vio barricadas ni luces azules, de modo que dobló hacia la izquierda y se dirigió hacia allí.
– Tuviste suerte -continuó-. El caso Dobbs encajaba a la perfección. Al examinar los expedientes comprobaste que Sheehan había amenazado a Elias y eso acabó de redondear el asunto. Investigaste el caso y te las ingeniaste para tener acceso a las pruebas de la autopsia. Eso te dio la oportunidad de hacerte con las balas, que cambiaste por otras. Claro que las marcas de identificación en los proyectiles eran distintas, pero esa discrepancia sólo aparecería si se celebraba un juicio, si juzgaban a Sheehan.
– ¡Cállate, Bosch! No quiero seguir escuchándote. No quiero…
– ¡Me importa un carajo lo que quieras! ¡Vas a escucharme te guste o no, pedazo de mierda! Este es Frankie Sheehan que te habla desde la tumba. ¿Lo entiendes? Querías cargarle el muerto a Sheehan pero tu plan no daría resultado si lo juzgaban porque la policía científica declararía que esas marcas no se correspondían con las que ella había observado en las balas, que se había producido un cambio. De modo que tuviste que asesinar también a Sheehan. Anoche nos seguiste. Vi los faros de tu coche. Nos seguiste y mataste a Frankie Sheehan. Te lo montaste de forma que pareciera que estaba borracho y se había suicidado, con muchas cervezas y muchos disparos. Pero yo sé cómo lo hiciste. Le metiste una bala y luego disparaste un par de balas más apretando su mano alrededor de la culata. Todas las piezas encajaban. Pero he descubierto tu montaje.
Bosch sintió que la furia le ahogaba. Alzó el brazo y le pegó un manotazo al retrovisor para no contemplar el rostro de Chastain. Casi habían llegado a Normandie. La calle estaba despejada.
– Conozco la historia -dijo Bosch-. No puedes engañarme. Pero quiero hacerte una pregunta. ¿Por qué te convertiste en el soplón de Elias? ¿Te pagaba por tus servicios, o lo hiciste porque odiabas tanto a los policías que querías hundirlos a toda costa?
Chastain siguió callado. Al llegar a una señal de stop, Bosch miró hacia la izquierda y divisó de nuevo las luces azules y las llamas. Habían rodeado el cordón establecido por la policía. Las barricadas estaban situadas a una manzana;
Bosch frenó para observar la escena. Vio coches patrulla detrás de las barricadas. En la esquina había una pequeña licorería con la vitrina hecha añicos; del marco de la misma colgaban unos fragmentos de cristal. El suelo de la fachada estaba sembrado de botellas rotas y otros restos del ataque perpetrado por los asaltantes.
– ¿Ves esto, Chastain? ¿Ves este desastre? El culpable…
– Bosch…
– … eres tú. Todo esto…
– … ¡Estamos atrapados!
– … es obra tuya.
Al percatarse del terror que denotaba la voz de Chastain, Bosch se volvió hacia la derecha. En aquel instante un trozo de hormigón atravesó el parabrisas y aterrizó en el asiento. A través de la lluvia de cristal, Bosch vio a una multitud que se precipitaba hacia el coche. Unos jóvenes con el rostro tenso y enfurecido avanzaban en bloque hacia ellos. Una botella voló por los aires hacia el coche. Bosch la vio con tal nitidez que incluso le dio tiempo a leer la etiqueta.
Southern Comfort. ¡Qué ironía!
La botella atravesó el boquete del parabrisas y estalló sobre el volante, rociando la cara y los ojos de Bosch con un chorro de alcohol y cristales. Bosch soltó automáticamente el volante para cubrirse el rostro, pero fue demasiado tarde.
Los ojos le escocían.
– ¡Larguémonos de aquí! -gritó Chastain de pronto.
En aquel momento una lluvia de proyectiles de todo tipo destrozó otros cristales del vehículo. Bosch oyó que alguien golpeaba la ventanilla de su lado y el coche empezó a oscilar violentamente. También oyó que alguien tiraba de la manecilla de la puerta y el estrépito de más trozos de cristal que caían a su alrededor. Luego oyó los gritos airados e ininteligibles de la multitud. Y unos gritos procedentes del asiento posterior, de Chastain. De pronto unas manos lo agarraron a través de la ventanilla destrozada, tirándole del pelo y de la ropa. Bosch pisó el acelerador y dio un volantazo hacia la izquierda mientras el coche arrancaba. Pese al dolor y a la visión borrosa logró mantener los ojos abiertos para no perder el control del vehículo. El coche avanzó por las calles desiertas de Normandie hacia las barricadas. Allí estaría seguro. Bosch mantuvo la mano sobre el claxon, pasó por entre las barricadas y frenó unos metros después. El coche pegó unos bandazos y se detuvo.
Bosch cerró los ojos y permaneció inmóvil. Percibió unos pasos y unas voces, pero sabía que eran policías. Estaba a salvo. Quitó la llave del contacto. Cuando abrió la puerta, enseguida le ayudaron a descender del vehículo. Oyó las voces reconfortantes de los policías.
– ¿Estás bien?
– Mis ojos…
– No te muevas. Pediré que envíen una ambulancia. Apóyate en el coche.
Bosch oyó que alguien informaba por radio de que había un policía herido que requería una inmediata atención médica. Bosch nunca se había sentido tan a salvo como en aquellos momentos. Deseaba dar las gracias a cada uno de sus salvadores. Estaba sereno y al mismo tiempo mareado, como cuando había salido ileso de los túneles en Vietnam.
Se cubrió el rostro con las manos y trató de abrir un ojo. Sintió un chorro de sangre que se deslizaba por el tabique nasal. Pero estaba vivo.
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