Scott Turow - El peso de la prueba

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Eran gentes pobres -tenderos, obreros, peones- que, como decía su madre, vendían su trabajo para sobrevivir.

En el restaurante chino, mientras comía con Clara en un reservado magníficamente flanqueado por dragones de ojos rojos y cola verde, Stern no dio detalles de la vida familiar. Habló de los indios que andaban descalzos en Entre Ríos, de los revoltosos gauchos. Explicó la compleja trama de la cultura argentina, con diversos elementos europeos: apostura británica, franqueza italiana, gallardía y culpabilidad. Ella se emocionaba al oír hablar de aquel lugar remoto y sus costumbres; se le notaba en la cara, aunque permanecía silenciosa como un gato. A veces parecía incapaz de hablar. Entretanto, él parloteaba animadamente sobre cosas que a menudo prefería ocultar. La luminosa expresión de Clara era para Stern como un homenaje.

Luego ella le aceptó el brazo y ambos caminaron por el parque hasta el Chevy de George Murray.

– Debes dejar de llamarme Stern -pidió él.

– Muy bien. ¿Cómo te llamas? Alejandro, ¿verdad?

– Casi todos me llaman Sandy.

– Muy bien, Sandy -dijo ella.

Aun con sus modales perfectos, ella luchó por no reaccionar desfavorablemente ante ese nombre insignificante. Él comentó en broma que al fin se habían presentado.

– Pero yo sabía quién eras.

– ¿Cómo dices?

– Te reconocí. De Easton.

– ¿De verdad?

Stern se quedó muy sorprendido. Por los cálculos que había hecho sobre la edad de Clara, ella era demasiado mayor para haber coincidido con él en la universidad, y sin duda no había sido estudiante de derecho. Sólo había visto ingresar nueve mujeres en sus tres años, y ahora pensaba que era demasiado atractiva como para haberla olvidado.

– Estoy segura de que eras tú. Siempre te veía en la biblioteca de la facultad de derecho. Nunca te ibas de allí.

– Ah, sí -suspiró Stern-, sin duda ése era yo.

Se preguntó qué la habría llevado a la facultad de derecho.

– Un tipo. -Ella miró la acera-. Estaba en tu clase. Era como tú. Había estado en el servicio militar. -Stern le preguntó el nombre, pero ella agitó la mano. No tenía importancia-. No llegó a terminar.

Stern dio a entender que comprendía. De su clase de trescientos, sólo ciento veinte habían recibido un título.

A veces, en sueños, recordaba la tensa atmósfera de la facultad de derecho y sus ocasionales terrores. Habían llegado al coche, y Stern le abrió la portezuela.

– Me asombra descubrir que me recuerdas -comentó ya dentro.

– Oh. -Ella sonrió un poco-. Llevabas el pelo cortado a lo militar.

– Ah -dijo Stern, leyéndole el pensamiento: había parecido fuera de lugar.

La historia de su vida. Becario extranjero con corte de pelo militar. En Easton habría parecido un recién llegado de la oficina de inmigración. Ella le tocó el brazo. No le sorprendió que ella ya notara que para Stern el orgullo ocupaba un lugar destacado.

– Por favor -dijo ella.

– Me halaga haber causado alguna impresión -replicó él, tratando de salvar el momento.

Ella se miró el regazo. Así él lo vio por primera vez: Clara Mittler tragándose las palabras. Sabía reconocer una situación embarazosa y tenía un infalible instinto para emprender la retirada. Stern había aprendido a imitarla en ello, tal como ocurre después de décadas de matrimonio, y a saber cuándo convenía callar, pero nunca tuvo la misma maestría que ella. Cambiaron de tema; el momento doloroso pasó. Él puso el motor en marcha y arrancó, de nuevo estudiando las calles con ansiedad.

– ¿Te gustó la facultad de derecho?

– Uno debe soportarla, no disfrutar de ella.

– Eso dice mi padre. Yo estudiaba en la biblioteca de la facultad de derecho cuando era subgraduada. Yo quería asistir allí, pero él no quiso. -Reflexionó un instante-. ¿Y qué dices de Easton, Sandy? -Usó el nombre a propósito-. ¿Te gustó estar en las colinas?

Aquí Stern reveló más cautela. Éste era al parecer el alma máter de Clara. ¿Qué le diría? La universidad de Easton se había construido en la ondulante campiña hacia 1870, a cincuenta kilómetros del centro del condado, como alternativa episcopal ante las universidades construidas en tierras cedidas por el estado. Ahora contaba con magníficos profesores y una reputación internacional. Pero estaba llena de petimetres con chaquetas de tweed, chicos de Brooklyn e Iowa que se portaban como si fueran príncipes y duques. Easton era más Yale que Yale, un palacio de pretenciosos.

Para Stern habían sido tres años increíbles. Algunas personas lo consideraban exótico; otras, un patán.

– Easton me pareció mucho más alejado de la ciudad de lo que sugiere la distancia real -comentó Stern.

– De acuerdo -asintió ella-. Yo pensaba lo mismo cuando enseñaba.

– ¿Enseñabas? -preguntó Stern.

En pocos momentos se enteró de un par de cosas. Resultó ser que después de la facultad ella había sido maestra en la escuela Prescott de Du Sable. Los estudiantes eran casi exclusivamente negros -«de color», decían en 1956-, jóvenes cuya pobreza los rodeaba como un abismo que los separaba del resto del mundo. En las mañanas más frías, la asistencia bajaba drásticamente porque muchos niños no tenían abrigo.

– Nada se desperdició -dijo ella-. Cada momento valió la pena. Al margen del triunfo o el fracaso.

– ¿Por qué lo dejaste?

– Renuncié hace casi dos años -suspiró ella.

Testigo reacio, pensó Stern. La jerga forense le pasaba por la cabeza constantemente, otro dialecto norteamericano que deseaba dominar a la perfección.

– ¿Por alguna razón específica?

– Pensé que debía dedicarme a algo mejor.

Ambos guardaron silencio.

Cuando esa noche se despidieron junto al emblema de hierro forjado de las verjas que rodeaban la elegante residencia georgiana de Henry Mittler en Riverside, ella le dio la mano y sonrió a su pesar, y le hizo prometer que la semana siguiente la invitaría a cenar. Luego subió la escalera alzándose la falda de crinolina y las enaguas, y sin mirar atrás atravesó a la carrera las puertas, grandes como las de una misión. ¿Estaba al borde del llanto? Algo había ocurrido. De pronto Clara había perdido contacto, absorbida por sus problemas. Una joven fascinante, inteligente y tierna. Y, por la avidez con que le había pedido que llamara, estaba seguro de que no había querido desalentarlo. Pero al escrutar en la oscuridad el ladrillo ocre y los macetones de hierro de la casa de Henry Mittler, sintió el peso de una huraña convicción. Nunca averiguaría qué ocurría allí dentro.

21

Con el aire abyecto de costumbre, Remo Cavarelli esperaba en el corredor de mármol frente a la sala de la juez de distrito Moira Winchell. Stern llevaba a Remo como una corbata vieja: demasiado chillona y rara para acompañar cualquier prenda del guardarropa. Con sus manos toscas y su jerga del Distrito Norte, Remo era causa de confusión para los jóvenes abogados de la oficina, acostumbrados a la actual clientela de Stern: negociantes y profesionales acuciados por apetencias materiales o atrapados en circunstancias ambiguas. Pero Remo había sido cliente durante casi tres décadas y Stern se negaba a abandonarlo. Se había acercado a Stern en los atestados pasillos del tribunal del Distrito Norte y reaparecía de vez en cuando metido en algún lío, un hombre tosco con la cara curtida y morena de un marinero.

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