Scott Turow - El peso de la prueba

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Stern la miró con incredulidad.

– ¿Qué noche?

– Cuando pasó Nate -dijo Helen-. En tu casa. Yo había llevado la cena.

Stern reflexionó sobre eso.

– No lo apruebo -declaró de pronto-. Lo comprendo. Pero no apruebo nada de esto.

La exclamación lo asombró. No tanto el juicio como su repentina fuerza. Advirtió que se había puesto en evidencia, un hombre con opiniones tajantes que por lo general callaba. Parecía que había hablado por confusión, pero Helen comprendió. Lo miró con valentía. Como lo conocía bien, sabía que necesitaba denunciar algo.

– Claro que no -dijo Helen.

Radczyk regresó.

– Todo al pelo -apuntó-. Ya está arreglado. No habrá informe ni nada. Esto nunca ha ocurrido. -Cabeceó, un gesto cortés dirigido a Helen-. Le echaré una mano -le dijo a Stern.

La ropa de Dixon estaba desparramada por la habitación. Stern recogió las prendas, pero Radczyk se las quitó de las manos.

– Déjeme a mí -dijo-. Un detective de homicidios es medio sepulturero.

Vistieron a Dixon y lo llevaron fuera. Radczyk cogió los tobillos y Stern tomó las manos de Dixon, pegajosas, extrañamente firmes. Frías, casi heladas, no parecían humanas. Peso muerto, decían. Fue una tarea agotadora. Helen se apartó al ver el cuerpo. Apoyaron a Dixon en un sofá, en una salita cercana a la cocina, y luego Stern acercó su coche al garaje. Juntos colocaron a Dixon en el asiento trasero y lo cubrieron con la misma sábana.

– Nos encontraremos allí -anunció Radczyk-. Haré una llamada e iré para allá.

Stern insistió en que no era necesario, pero Radczyk no quiso saber nada.

– Si va a andar por el centro de la ciudad con un fiambre, será mejor que lleve una placa. De lo contrario parecerá bastante raro.

Radczyk se marchó y Stern fue a ver a Helen, quien se había sentado de nuevo en el banco. Entretanto se había vestido con una blusa negra y pantalones ceñidos, y se había lavado la cara. Parecía tensa pero controlada. Stern había reflexionado sobre su exabrupto y ahora estaba avergonzado. Ese tono pomposo era hipócrita y quiso disculparse.

– Por favor, Sandy -lo interrumpió ella.

Él suspiró.

– Tienes que entenderlo -deslizó.

Entonces le habló sin rodeos acerca de Clara: ella y Dixon habían tenido una aventura años atrás. Mientras hablaba, comprendió que le contaría cualquier cosa a Helen Dudak.

– Oh, Sandy.

Ella se tapó la boca abierta con una mano.

– ¿Entiendes?

– Sí, desde luego. -Ella cerró los ojos y le cogió la mano-. Él debía de envidiarte muchísimo.

– ¿Envidiarme?

– ¿No lo ves?

La idea era estremecedora.

Se quedaron sentados en silencio. Stern tenía que irse, encontrarse con Radczyk. Ella aún le aferraba la mano y Stern no tenía ganas de marcharse.

– ¿Cómo está ella? -preguntó Helen.

Stern no comprendió.

– Tu nueva amiga -precisó.

– Oh, eso -Stern sonrió-. Pertenece al pasado. Locura temporal. Creo que he madurado de nuevo.

Ambos callaron. Al fin Helen aflojó el cuerpo y se sostuvo la cara con las manos, con su gesto juvenil de costumbre.

– ¿Crees que estamos condenados a repetir toda la vida los mismos errores? -preguntó.

– Existe esta tendencia -admitió él. Pero, desde luego, si creía que el alma siempre sería esclava de sus fetiches privados, ¿por qué había ido a Estados Unidos? ¿Por qué clamaba pidiendo justicia para personas a menudo irredimibles? ¿Qué había intentado superar durante todos esos meses?-. Pero también creo en una segunda oportunidad.

– También yo -dijo Helen, y le cogió la mano de nuevo.

Después de casarse con Helen en la primavera siguiente, Stern le dijo varias veces que todo se había resuelto cuando se sentaron juntos en aquel banco. Pero no era cierto. Durante meses él vaciló acerca de muchas cosas, sobre todo de él mismo, de los límites de sus fuerzas y la forma exacta de sus deseos. Pero al despedirse esa noche, la abrazó una vez más -Helen, quien había estado en la cama con Dixon horas atrás, y Stern, quien tenía el cadáver de Dixon en el asiento trasero del coche- y experimentó por un instante, al abrazarla en esas circunstancias imposibles, la luz clara del deseo. Ya lo había sentido al saludarla esa noche, pero los acontecimientos habían añadido una nueva urgencia. ¿Qué era? Nunca podría explicarlo, pero al escuchar la confesión de Helen le embargó una fuerte emoción. Adoraba su desorden, su confusión, su apresurado reconocimiento de que ella, como todos, y a pesar de sus esfuerzos, no se conocía del todo. Así que la abrazó otro instante y le contó otra cosa. El último giro de los acontecimientos con Dixon. El hecho de que sus hijos estaban involucrados, aunque no aclaró cómo. Sabía que Helen querría compartir todos los secretos, contar los suyos y oír lo que él no contaba a nadie más. Con el tiempo tal vez lo hiciera. La primavera siguiente hablaría de ese momento, de esos hallazgos.

Luego Alejandro Stern, abrumado por pensamientos y sentimientos, se puso en marcha, sintiendo el peso de la presencia que llevaba detrás. Ante cada semáforo, ladeaba el espejo retrovisor para ver el bulto que ocupaba el asiento trasero.

– Por Dios, Dixon -dijo en voz alta en una ocasión.

¡Envidiarlo a él! ¿Por qué? Era un hombre gordo con acento extranjero. El respeto que exigía, la estima, no significaba nada, era algo intrascendente y transitorio. ¿Cuáles eran sus logros? ¿Una complicada vida familiar? Pobre Dixon. Sus afanes eran inagotables. Los grandes hombres, pensó Stern, tenían grandes apetitos. ¿Alguien había dicho eso? No estaba seguro, ni sabía qué nombre ponerle a Dixon. Gran algo, pensó.

El coche de Radczyk, un viejo Reliant, estaba en la zona de carga, detrás del edificio. Stern cogió el picaporte y se disponía a bajar cuando lo dominó de nuevo la sensación, nítida como algo ya vivido, de que nada de aquello había ocurrido, de que el momento era irreal, al igual que los acontecimientos de los últimos meses. Él era otra persona en otra parte. Esto era el invento de un demente acurrucado en la litera de un manicomio lejano. Miró los círculos ambarinos arrojados por los faroles de la calle y regresó poco a poco a la realidad.

Trasladaron a Dixon, envuelto en la sábana. Radczyk mantuvo abiertas las puertas del edificio con trozos de cartón y ambos transportaron el cadáver hasta el montacargas. En un edificio ocupado principalmente por abogados era probable que hubiera alguien, incluso a las seis menos cuarto de la mañana. En el mugriento montacargas mantuvieron de pie a Dixon, más alto que ambos. Radczyk sostenía el cuerpo apoyando una mano en el cinturón del cadáver.

En la oficina de Stern, intentaron ponerlo en el sofá, tal como lo había encontrado esas dos noches recientes. Stern cruzó las piernas de Dixon y el cuerpo rodó hacia adelante, hasta desmoronarse en el suelo.

Stern se tapó la cara. No pudo contenerse. Él y Radczyk se echaron a reír.

Lo pusieron de nuevo en el sofá y lo sostuvieron allí. Stern le desabrochó la chaqueta, le alzó las manos. Ahora era como el maniquí de una tienda. Cuando Stern arqueó las piernas de Dixon para colocarle bien los pies, la cabeza cayó hacia adelante, con la boca abierta en un inequívoco rictus de muerte.

Ambos permanecieron inmóviles un instante.

– ¿Cómo puedo agradecérselo, teniente? -preguntó Stern cuando Radczyk se marchaba.

– No es necesario -replicó Radczyk. Miró a Stern con tristeza-. Tenía una deuda con usted y de otro modo nunca la habría saldado.

Radczyk había repetido cien veces que estaba en deuda con él, pero Stern nunca había captado el porqué. Ahora lo comprendía. Había una razón por la cual Radczyk estaba presente en todos los encuentros de Marvin con Stern. Una razón para su nerviosismo. A fin de cuentas, él y Marvin eran como hermanos. Habían compartido muchas cosas. Demasiadas. Radczyk había aprovechado la oportunidad para reformarse, pero Marvin había seguido el camino más habitual. Stern miró a Radczyk, un hombre a quien apenas conocía: ambos sabían los más terribles secretos del otro. Stern cabeceó en un gesto de confianza, gratitud, renovación.

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