Scott Turow - El peso de la prueba

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Stern no lo sabía. Al final movió la silla del escritorio y la colocó entre las dos mitades. Dixon apartó las manos lentamente. El escritorio se hundió visiblemente, pero quedó estable.

Stern necesitó un instante para recordar dónde estaban. La contundente observación de Dixon se había perdido en la conmoción; de momento estaba salvado. Sabía que Dixon había cavilado acerca del asunto, y una vez más tenía razón.

Clara había dudado del pragmatismo del esposo, de su voluntad para renunciar a sus escrúpulos, sobre todo en un enfrentamiento con el hijo.

De momento, sin embargo, podía olvidar ese pensamiento; el sufrimiento vendría después, cuando estuviera solo. Pero sentía otro tipo de curiosidad, una curiosidad que se había despertado el día anterior ante un comentario de Peter.

– ¿Por qué soy tu abogado, Dixon? Ahora. En este asunto.

– ¿A quién más iba a acudir? Además, si hubiera contratado a otro habrías sospechado que ocurría algo.

– Pero dices que temías mis principios.

– No ibas a averiguar qué pasaba.

– ¿Por eso me dejaste la caja de seguridad tanto tiempo?

– Estaba cerrada.

– No obstante…

– Escucha, me asustaste con esa cháchara acerca de las órdenes de registro. Te creí. Pensé que éste era el mejor lugar.

– Pero ni siquiera tomaste la precaución de destruir el cheque que te había dado Clara.

– ¿Cómo iba a hacerlo? Me imaginé que los banqueros lo buscarían. O el abogado de la herencia. Tenía todo un numerito pensado para cuando ellos llegaran aquí: «Ella quería abrir una nueva cuenta de inversiones para los hijos, murió antes de que termináramos los documentos. Me alegra verlos. Firmen aquí».

Dixon sonrió satisfecho.

– Pero debiste tener en cuenta el riesgo de que yo lo averiguara todo.

Dixon se inclinó sobre el escritorio roto.

– Son tus hijos, Stern. Puedes darme elevados consejos para que los entregue, pero no te veo llamando a la puerta del fiscal. Nunca lo harías. -Dixon, con cara astuta y apuesta, sus ojos fatigados, miró al cuñado-. Harás lo que quiero. Tienes que hacerlo.

– No pudiste resistir el juego, ¿eh, Dixon?

Dixon se encogió de hombros.

– Instinto competitivo -dijo.

– ¿Por qué te sientes tan orgulloso con mi flaqueza? Te encanta verme ceder, Dixon.

Aún estaban uno frente al otro. Pero una carcajada ya bailoteaba en la expresión de Dixon a pesar de sus esfuerzos por reprimirla. La situación lo divertía.

– Quiero declararme culpable -concluyó.

Sabía que había ganado. Lo había sabido todo el tiempo.

Stern fue hasta el pasillo a traer café para ambos. Admitió que era un momento oportuno para negociar. Sennett se mostraría reacio a oponerse a una moción relacionada con la relación entre el gobierno y Peter. Aunque al final venciera, Sennett recibiría muchas críticas durante el proceso. Los jueces le reprocharían su inflexibilidad y la defensa protestaría con vehemencia. Los periódicos podían decir cosas desagradables. Sennett estaría ansioso de proteger su reputación.

– Decidido -convino Dixon.

– Pero no permitiré que nos asusten mientras tanto. Sennett tal vez utilice el problema conmigo como respaldo contra ti. No negociaré desde una posición débil. Si me declaran en desacato…

– De acuerdo -dijo Dixon-, podemos tomar celdas contiguas.

Le entregó el teléfono a Stern.

Todavía no eran las ocho; las secretarias no estaban. Pero tuvieron suerte. Sennett mismo atendió el teléfono.

48

Sennett convino en verlo a las cuatro. El fiscal federal se mostró prudente y quiso saber con qué se relacionaba el encuentro, pero Stern se limitó a decir que era necesaria una cita. Sennett estaba en evidente desventaja, demasiado aprensivo para pedirle detalles. A Stern se le ocurrió la idea cuando aún estaban hablando. El tono vibrante e inflexible de la voz de Sennett de pronto lo irritó, pero antes de llamar a Sonny quiso despedirse de Dixon y examinar ciertos detalles del caso de Remo, cuyo juicio empezaría el martes. Para entonces ya era cerca del mediodía.

– ¿Tiene unos minutos para comer? -preguntó.

– No voy a comer -respondió Sonny-. El calor me ha afectado. -Ella guardó silencio, tal vez esperando una explicación-. Si es por la reunión con Stan, no estaré allí.

Es un asunto personal, aclaró Stern. Quisiera verla un momento.

– ¿Le parece bien en el Morgan Towers Club dentro de veinte minutos?

– Oh, Sandy, detesto esos clubes privados. Parezco un saco. Ya sabe, es el calor.

Como de costumbre, el aire acondicionado del nuevo edificio federal había fallado.

– Prefiero una zona neutral. -Lejos de la oficina de ella, quería decir Stern-. Por el bien de usted. Prometo no mencionar la ropa.

– ¿Por mi bien?

– Cuando nos veamos -respondió Stern.

Al principio temió que ella no viniera. Estaba sentado en uno de los mullidos sillones del club, frente al ascensor, observando cómo se abrían y cerraban las puertas de acero bruñido y cómo desembarcaban los hombres de negocios. Sonny llegó agitada y parecía fuera de lugar, como ella misma había reconocido, con su sencillo vestido sin mangas de premamá, más apropiado para pasear por el campo. Sonny parecía haber llegado a ese punto del embarazo en el que se contentaba con seguir con vida. Caminaba con desgana. Llevaba un ancho sombrero con cinta rosada para protegerse del sol.

Stern la saludó con la mano. Le elogió el aspecto y de nuevo la invitó a comer o beber algo.

– No puedo. -Sonny se apoyó una mano en el vientre e hizo una mueca-. Además, llevo prisa. Vamos, Sandy. ¿De qué se trata?

Stern la condujo a un guardarropa apartado, una habitación pequeña con paneles de roble rojo, que no se usaba en verano. Detrás de la pared se oían los ruidos de la cocina y les llegaban olores de carne y verdura por los conductos de aire. El lugar tenía un vago aire clandestino.

– Pido disculpas por estas maniobras. Sospecho que Sennett la criticaría por reunirse conmigo.

Ella hizo otra mueca: ¿a quién le importaba?

– Sonny, estoy profundamente agradecido por su actitud de ayer, pero fue un error. Sin duda el fiscal está disgustado.

– Yo no diría que está contento.

– Sin duda.

Ella estaba buscando un asiento. Le dolían las piernas y había caminado deprisa. Encontró una silla en un rincón. Se sentó frente a los percheros vacíos y se abanicó con el sombrero. Stern permaneció de pie.

– Sandy, al grano.

– Hoy vaya a ver a Stan. Dígale que ha recapacitado y que está dispuesta a actuar enérgicamente.

– No estoy dispuesta a hacerlo. Además, hoy no le importa, de cualquier modo. Está enfadado porque usted averiguó lo del informante. Anoche tuvo a cuatro ayudantes investigando en la biblioteca hasta las dos. Así es Stan. Siempre con sus sandeces machistas: es así porque yo lo digo. Pero cuando las cosas se ponen mal quiere llamar a los marines para que le cubran el trasero. -Sonny calló de pronto. Como de costumbre, se había ido de la lengua-. De paso, yo no tenía idea de quién era. Al fin le pregunté a Stan hace tres días. Después de que habláramos por teléfono. Me parece morboso.

– Sonny, no fingiré que no estoy profundamente afligido, pero aclaro, entre nosotros, que no creo que la conducta del gobierno fuera ilegal.

– Tal vez no, pero apesta. No me molestaría tanto si Stan no tuviera esa sonrisa en la cara. Para él no se trata de principios eternos, sino de rencores personales.

– Sonny, le recuerdo que no hay principios eternos en la práctica de la ley -observó Stern con cierta autoridad-. Hay seres humanos en cada papel, en cada caso. Las personalidades siempre pesan.

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