Carlos Sisi - Los Caminantes

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Los Caminantes es un desgarrador relato que recoge los últimos días de la civilización tal y como la conocemos. Tras sobrevivir a la sobrecogedora pandemia que hace que los muertos vuelvan a la vida, los supervivientes se enfrentan al reto de llegar al final de cada día. La novela narra con un lenguaje visual y directo como los destinos de estos supervivientes se entretejen en torno a un misterioso personaje: El Padre Isidro.
Los Caminantes nos sumerge en un entorno de indecible presión psicológica, explorando la oscuridad del alma humana a medida que se enfrenta a sus peores pesadillas.

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– ¿Recibe una nota de petición de socorro, e interpreta que Dios le está pidiendo que intente matarlos? -preguntó Aranda-. Es usted un loco chiflado.

– Yo sé quién soy -espetó el sacerdote con voz fría-. Y también sé quiénes sois vosotros. Y sé lo que pasará… oh, sí…

Aranda permaneció unos cuantos segundos mirándole a los ojos.

– ¿A cuánta gente ha matado?

Como toda respuesta, el sacerdote hizo un gesto vago con las cejas.

– ¿A cuántos ha sacado de sus escondites y los ha lanzado contra su… particular ejército de resucitados del Señor? ¿Eh? ¿A cuántos? De nuevo el silencio.

– ¿Por qué los muertos no le atacan? -preguntó una vez más, ya sin esperanza de recibir una respuesta.

– No quiere entenderlo, ¿verdad? -respondió el Padre Isidro-. Lo sabría si hubiera escuchado las palabras del Señor antes de que fuese demasiado tarde. Pero estabais todos… ¡todos!… tan ocupados con vuestras fortunas personales, vuestra decadencia espiritual, ocultando el concepto mismo del pecado en aras de la prosperidad social, que olvidasteis que Él estaba vigilando. No me haga empezar… la droga, la desigualdad fiscal, la hipocresía… Ahora el Señor se ha cansado… empezará un mundo nuevo, llevándose a los Justos, separando la cizaña del heno. ¡Es demasiado tarde para todos! ¡El perdón de Dios ha acabado! ¡La…

Pero Aranda se levantó de la silla y le dejó parloteando, entregado a su incesante verborrea. Se acercó a Moses y al doctor.

– Salgamos un momento.

Una vez estuvieron fuera del laboratorio del doctor, Aranda soltó un profundo y pesaroso suspiro.

– ¿Qué pensáis? -preguntó.

– Que está como una puta cabra -soltó Moses, negando con la cabeza-. Casi me da pena. Necesita una bañera de Prozac y un electro-shock en su jodida cabeza de lunático.

– Y sin embargo… -dijo Rodríguez, reflexivo-, es interesante algo que ha dicho.

– ¿Qué?

– Lo de que Dios le llamó a su lado y todo eso. En fin, trabajaba en el Hospital como médico forense, y comía todos los días con otros médicos. Las experiencias cercanas a la muerte están muy documentadas, las recogemos como ECMs. Son interesantes. Salvando cierto grado de variabilidad intercultural, los ECM presentan bastantes patrones comunes como la experiencia extracorporal, el pasaje a través del reino de la oscuridad hacia una zona iluminada por una luz brillante y el encuentro con seres "celestiales". Si alguna vez he oído un relato sobre ECMs, y creedme, he oído muchos, el de este hombre es sin duda uno de ellos.

Aranda pestañeó.

– ¿Está de coña, doctor?

– En absoluto. El Instituto Gallup hizo un estudio, que estaba a su vez basado en un análisis anterior emitido por otro grupo de investigadores de menos renombre. Se determinó que, de cada cien personas que han estado clínicamente muertas, el cuarenta por ciento han tenido experiencias similares a la ECM prototípica que les acabo de describir.

– ¿A dónde quiere llegar?

– No entraré en si realmente pasó algo o no. No me parece el momento ni el lugar para semejantes conjeturas. Lo que quiero decir es que nuestro cura pudo realmente haber tenido esa experiencia… que él, por sus circunstancias personales, identificó como religiosa. Lo que nos lleva a identificar una premisa obvia: que el padre estuvo, en algún momento, clínicamente muerto.

– Vale… -dijo Aranda despacio-. Creo… creo que ahora sé lo que quiere decir.

– ¿Que es una especie… de zombi? -preguntó Moses, confuso.

– Bueno, yo no diría eso. Pero si estuvo clínicamente muerto durante… no sé, puede que un minuto o un minuto y pico… es posible que el agente patógeno que he identificado en todos los caminantes que hemos analizado se hiciera con el control de su organismo. Al menos en parte. Pero no me explico cómo pudo sobrevivir a eso… el virus del que hablamos es extraordinariamente agresivo. Sabemos que está en el aire, por todas partes, y que infecta a todos los seres humanos que fallecen, tomando el control de todas las palancas, por así decirlo, haciendo que vuelvan al estado de semivida prolongada que conocemos tan bien. Pero no sé… ¿cómo consiguió controlarlo? Una vez que el agente se instala en la sangre, el proceso es imparable. -Reflexionó por unos instantes antes de continuar-. Me gustaría examinarlo. Analizar su sangre, su tejido celular… todo lo que me sea posible.

– Doctor -dijo Aranda despacio-. Francamente, no veía el momento.

XLIII

El doctor Rodríguez se mantenía encerrado en su pequeño laboratorio tanto tiempo como le era posible. Pidió que le llevaran la comida allí mismo, y se acostaba tarde y se levantaba temprano. Aranda pasaba largas horas acompañándole, aunque percibió que cuando se trataba de hacer pruebas y análisis, el doctor prefería trabajar en silencio. El sacerdote fue movido de nuevo a una de las habitaciones adyacentes; de vez en cuanto se regalaba con exaltados discursos llenos de ominosas citas del Apocalipsis, o se entregaba a la tarea de profetizar horribles desastres para todos los que se escondían en el campamento.

Cada vez que volvía, Aranda le preguntaba si había novedades, pero el doctor protestaba en voz baja con algunos gruñidos ininteligibles, y luego declaraba que no quería equivocarse y rogaba paciencia.

Susana se encontraba ya sorprendentemente mejor. Después de un largo y reparador sueño, aceptó una invitación a jugar a las cartas y pasó una tarde agradable en compañía de José, Uriguen y Dozer. El corpulento Dozer también se encontraba mucho mejor, y aunque durante la partida, tendido sobre la cama, estuvo inclinándose sobre un costado y el otro, no acusó dolor.

Aranda intentó también hablar en varias ocasiones con el párroco. Nunca obtuvo nada, ni siquiera su nombre real. A aquellas alturas, sus apasionados delirios le inspiraban más compasión que otra cosa.

Moses, por su lado, pasaba casi todo su tiempo con Isabel.

– Me siento como… una especie de ángel de la muerte -le dijo ella mientras compartían un atardecer cuajado de tonos anaranjados y rosas.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó Moses.

– No sé, Mo… Primero fue la casa de la Plaza de la Merced… luego, nosotros… tu casa de calle Beatas… ahora aquí también.

– Isabel… -dijo Moses, pasándole una mano por encima del hombro-, tú no tienes la culpa de nada de eso. El hombre que ha provocado todos esos desastres está ahí dentro, con el doctor.

– Pensé en ir a verlo…

– No quieres verlo. No quieras verlo. Es un pobre hombre demente que ha perdido el juicio. ¿Y sabes qué es lo más curioso? Si de verdad el doctor puede descubrir la razón por la que los muertos vivientes le ignoran, entonces podremos decir que quizá Dios sí le señaló a él entre todos los hombres… pero como suele ocurrir, malinterpretamos sus designios, y lo que pudo ser un vehículo para la salvación de todos los que habíamos sobrevivido, casi se convierte en la hoja de la guillotina.

Isabel reflexionó sobre sus palabras.

– ¿Qué harán con el sacerdote cuando terminen de… examinarle?

– Encerrarlo. Como a cualquier criminal. Lo mantendremos encerrado en alguna parte. Podrá salir a pasear y en Navidad tendrá una comida especial. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Isabel asintió.

– ¿Crees en Dios, Mo?

– Sí que creo. Él me ayudó a salir de la vida que llevaba. Antes… bueno… era un poco diferente de como soy ahora. Bebía mucho, vivía encerrado en mí mismo, para mí mismo. Hace poco me enfadé con él… ya sabes, cuando me arrebató a Josué. Dios, cómo quería a ese hombre. Y me enfadé con Él por permitir que todo esto sucediera… han muerto tantos, Isabel. Tantos. Pero ahora… pienso de manera diferente. Escuché a ese pobre loco hablar, escuché su historia, y ahora estoy convencido de que Él nos ha traído a ese hombre, que guarda la solución a todos nuestros problemas. De que lo conseguiremos. Que Él aprieta, pero no ahoga, y como decía mi madre, que siempre que cierra una puerta, abre una ventana.

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