Disparaba al azar, a unos y a otros; a todo lo que acababa delante de su mirilla. Cuando se quiso dar cuenta, había acabado ya con el segundo cargador y sólo le quedaba un tercero. Entonces se incorporó, exhausto, y miró hacia abajo. Los muertos se habían extendido por la práctica totalidad de las pistas deportivas. Estaban por todas partes, a su alrededor, rodeando el edificio principal y entrando en él a través de todos los ventanales ahora ya destrozados sin excepción.
Peter se sintió derrotado. No había salido nadie del edificio; ni una sola persona. No quería pensar en lo que eso significaba. No quería imaginarse la carnicería horrible que podría estar sucediendo allí dentro. Apretó los puños y aulló, un grito desgarrador que manaba de la desesperación que lo asediaba. Les gritó a los zombis allá abajo, y gritó a los cielos turbulentos, con la cara roja y las venas de la frente henchidas.
Por fin, sin darse tiempo a pensar en lo que hacía, agarró el fusil, se tapó la cabeza con el chubasquero, y empezó a bajar de la torre con decisión. Los espectros no repararon en él hasta que estuvo ya sobre el suelo enlosado, pero Peter corrió tanto como fue capaz y pasó con facilidad por entre las filas de cadáveres.
Cuando había avanzado apenas unos metros, empezó a escuchar los disparos; el sonido de las ráfagas continuadas le inundó de una súbita alegría. ¡Estaban luchando! El resplandor de los rifles iluminaba el interior de la recepción. Cuando estuvo más cerca, el número de espectros a su alrededor era mucho mayor; sin embargo, el sonido de los disparos les atraía como una bombilla atrae a las polillas en mitad de la noche; todos miraban hacia allí, y el reguero incesante de espectros que entraba en el recinto caminaba formando una columna gruesa que se dirigía hacia el edificio.
Se detuvo, girando sobre sí mismo para cubrir todos los ángulos, estudiando las reacciones de los zombis que estaban a apenas tres metros a su alrededor. Ninguno de ellos parecía tener interés en la figura encapuchada que era él; el sonido de los disparos era simplemente demasiado fuerte, acaparaba toda su atención, como una llamada imperiosa que debían atender. Contuvo la respiración mientras su mente barajaba sus opciones y el cielo desgranaba un torrente de lluvia fría sobre su cabeza.
En el interior, Susana era atendida en la medida de las posibilidades que les brindaban las circunstancias. Mientras José, Uriguen y otros cuantos valientes abatían a los espectros apostados a ambos lados de la improvisada barricada, Susana recibía un vendaje compresivo en la zona de la clavícula, gracias a un pequeño botiquín de primeros auxilios que habían localizado en las plantas superiores. Habían limpiado la zona lo mejor que habían podido y el vendaje estaba funcionando bien, aunque las primeras capas se tiñeron de sangre rápidamente. Una mujer llamada Ángela mencionó algo de puntos de presión en las arterias principales para impedir el exceso de riego por la zona, y se dedicaba a ello con manos aparentemente expertas.
– ¡CARGADOR! -gritaba José de tanto en cuando. Pero ya no se detenía ni siquiera para municionar; alguien le pasaba un nuevo rifle completamente preparado y continuaba descargando. Su cabello estaba empapado como si acabara de salir de la ducha: grandes manchas oscuras perfilaban sus axilas y la espalda.
Entre tanto, Moses y Aranda seguían concentrados, con ojos atentos, buscando al sacerdote entre los atacantes. Juan sabía que era importante conseguirlo vivo, pero no iba a arriesgar a nadie más del equipo. Bajo ninguna circunstancia. Sostenía la pequeña pistola con ambas manos, preparado para vaciar el cargador directamente entre sus ojos tan pronto lo tuviera delante.
De pronto, Moses gritó "¡ALLÍ!", y Aranda se volvió, para verlo de pie sobre una pila de cuerpos abatidos, con el brazo estirado señalando algún punto del fondo de la sala.
– ¡PÁSAME LA PISTOLA! -pidió Moses, sin dejar de mirar.
Entonces, un pequeño trozo de pared situado detrás de Moses, del tamaño de una pelota de golf, saltó por los aires. "Jesús, le está disparando…", pensó Aranda, pero Moses permaneció impasible sin apartar la mirada, con un dedo acusador extendido, y la otra mano demandando el arma.
Aranda le lanzó la pistola y Moses la cogió sin mirarla, se la llevó al frente, la sujetó con ambas manos e hizo tres disparos rápidos. Juan miró al frente, intentando discernir algo entre los rostros abominables de los espectros que seguían intentando llegar hasta ellos. Por fin, vio a una figura correr en dirección al exterior; vestía de negro y sus cabellos blancos subían y bajaban al unísono, como un alga podrida bajo el sol. Era la primera vez que tenía contacto visual directo con él, y repentinamente sintió una inusitada sensación de repulsa que le recorrió como un escalofrío.
– ¡ESCAPA! -gritó Aranda.
Moses siguió su trayectoria, manteniendo la pistola en ángulo directo, y apretó el gatillo un par de veces más. Uno de los disparos le acertó a un espectro que se puso en medio, hundiéndole el hueso entre los ojos y revelando una mucosidad negruzca y reseca. La segunda bala se perdió sin alcanzar ningún objetivo.
El Padre Isidro cruzó a través del ventanal roto, pasando entre los espectros que pugnaban por entrar, y salió al exterior. Moses gritó, con los músculos del cuello hinchados como cables que fuesen a romperse. Parecía a punto de saltar para salir en su persecución, pero Aranda sabía que eso constituía un suicidio garantizado, así que se acercó a él, temiendo lo peor. Pero Moses no saltó, devolvió la pistola a Juan y avanzó por detrás de los tiradores en dirección al almacén.
En el exterior, Peter se debatía intentando decidir cómo podía llevar a cabo alguna acción que representase una diferencia en la contienda. Estaba sumido en esos pensamientos cuando, de pronto, vio una figura saliendo del edificio, pasando entre los muertos vivientes con ojos despavoridos, animales. Era increíblemente delgado, y como resultado su rostro tenía un aspecto cadavérico: pálido y anguloso, con grandes dientes perfectos asomando en su boca entreabierta. A la altura de la garganta le asomaba un alzacuellos manchado de sangre.
Entonces se sobresaltó… era él, el cura que habían estado buscando, intentando capturar. Se quedó petrificado, intentando decidir qué hacer a continuación. Tuvo el irrefrenable deseo de encañonarle y desparramar el contenido de su enfermiza cabeza por la pared, pero sabía que existía la posibilidad de que fallase, ¿y entonces qué? El cura llevaba una pistola en la mano… ¿y si él no era tan mal tirador?
Estaba entregado a esos pensamientos cuando el sacerdote giró bruscamente a la izquierda y comenzó a correr, pegado a la pared. Peter lo vio alejarse unos metros y se lanzó en su persecución, buscando su oportunidad.
El cura continuó su avance sin detenerse ni mirar atrás. Había zombis también por allí, y éstos empezaron a preocupar a Peter; estaban alejados de la zona de los disparos y el ruido de éstos no les atraían tanto. Algunas miradas vacías empezaban a fijarse en él, como intentando comprender si la figura encapuchada era uno de ellos o no.
Por fin, tras recorrer un buen trecho, el Padre Isidro encontró una puerta de cristal rota y se metió por ella, con la pistola por delante. Peter se sobresaltó: era la enfermería, y sabía demasiado bien que, al menos, tenía que haber allí tres personas: Dozer, Jaime y algún encargado de vigilar que estaban atendidos.
Aceleró el paso.
En recepción, un asfixiante sentimiento de impotencia se apoderaba de Moses. El odiado sacerdote había escapado, impune, y mientras tanto ellos apenas habían conseguido avanzar hacia la puerta. José le preocupaba también; estaba lívido, sudaba copiosamente y pestañeaba sin tregua, sobrellevando el agotamiento que soportaba con estoicismo. Algunos de los que esperaban en las escaleras o los rellanos superiores habían bajado más colchones y hasta puertas que habían arrancado de sus goznes, y gracias a ellos el grupo se mantenía con cierta coherencia.
Читать дальше