Carlos Sisi - Los Caminantes

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Los Caminantes es un desgarrador relato que recoge los últimos días de la civilización tal y como la conocemos. Tras sobrevivir a la sobrecogedora pandemia que hace que los muertos vuelvan a la vida, los supervivientes se enfrentan al reto de llegar al final de cada día. La novela narra con un lenguaje visual y directo como los destinos de estos supervivientes se entretejen en torno a un misterioso personaje: El Padre Isidro.
Los Caminantes nos sumerge en un entorno de indecible presión psicológica, explorando la oscuridad del alma humana a medida que se enfrenta a sus peores pesadillas.

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Cuando los espectros consiguieron atravesar las puertas, estaban ya todos bajo las camas: dos y dos. Dozer mantenía a Carmen a su lado, con una mano tapándole la boca. Sentía las lágrimas cálidas cayendo sobre sus dedos, pero por el momento no podía hacer nada por ella; no podían arriesgarse a que se le escapara otro grito.

Esperaron, aterrorizados, viendo los pies de los tres zombis evolucionar a su alrededor. Dozer se dijo a sí mismo que jamás volvería a ir a ninguna parte sin llevar al menos una pistola pequeña consigo… entonces las cosas habrían sido muy diferentes.

Después de unos interminables momentos, uno de los zombis salió por fin de la sala, dando pequeños pasos dubitativos. El segundo salió detrás, arrastrando uno de los pies, como si ya no le respondiera. No llevaba zapatos, y la carne de la planta hacía tiempo que se había raspado, revelando un espectáculo atroz. Se perdió por el corredor, zigzagueando de una pared a otra como si estuviera ebrio.

Todas las miradas se concentraron en el tercer zombi. Había permanecido quieto todo ese tiempo. Sus pies no se movían lo más mínimo. Dozer echó un vistazo a Jaime y el doctor, tendidos bajo la otra cama, y casi pudo oler la tensión que todos experimentaban. Esperaron un buen rato, inamovibles, sin atreverse a desplazar ni siquiera un pie. A su lado, Carmen seguía temblando; emanaba un olor fuerte a sudor caliente.

La siguiente vez que echó un vistazo a la otra cama, el doctor Rodríguez le buscaba con los ojos. Le hizo un gesto de duda, como expresando qué iban a hacer a continuación. Dozer negó con la cabeza: no era buena idea intentar nada.

Estaban atrapados.

XXXVIII

A la misma hora en la que Iván despertaba sobresaltado de su pesadilla, Peter se encaramaba a una de las torres de iluminación situadas entre las pistas, a unos doscientos metros de los edificios principales. Llevaba puesto un impermeable de color oscuro y suficiente ropa de abrigo como para pasar el día entero sin acusar frío; además llevaba un termo de té caliente y, escondida en los calcetines, una cajetilla de tabaco. Naturalmente no había nadie en el campamento que le prohibiese fumar, pero aquélla era una vieja costumbre que le resultaba muy difícil abandonar.

No le importaba demasiado aquel trabajo. Aunque prefería tareas donde pudiera conversar con alguien, de vez en cuando le apetecía pasar ratos a solas, y aquellas guardias aburridas eran una excelente oportunidad para hacerlo. El fusil no le gustaba mucho; tan pronto se instaló, lo dejó apoyado contra una esquina. Tampoco era demasiado bueno con él, aunque, dada su edad, su pulso resultaba ser bastante mejor que el de muchos de los jóvenes. Le gustaba escuchar a Dozer diciéndole que si hubiera tenido veinte años menos se lo habrían llevado con ellos a sus incursiones; eso le hacía sentirse útil.

Sacó un cigarro y lo encendió, dando tres pequeñas y presurosas caladas. Era un ritual que amaba profundamente, el primer cigarro del día. Le hacía toser, claro que sí, pero le llenaba de una sensación de relajación tan reconfortante que ya no podía prescindir de ella.

Expiró una buena bocanada de humo.

– Va por vosotros, cabrones -dijo, mirando las filas de muertos vivientes. De repente, se quedó mirándolos como si algo estuviese fuera de lugar. ¿No había…? Sí, eso era… ¿no había demasiados esa mañana? Era como asistir a la maldita Carrera Urbana anual. Se agolpaban contra las vallas, formando una caterva informe que se movía como un mar picado en un día de viento.

– Jesús… -dijo, inquieto.

Se giró sobre sí mismo, siguiendo las filas de muertos, y entonces dejó caer el cigarro, que había quedado prendido al labio inferior. Se apagó casi inmediatamente al contacto con la madera húmeda del suelo. Eran los zombis… estaban entrando en el complejo.

¿Cómo había ocurrido? Había pasado por ahí no hacía ni tres minutos. Eran apenas una docena, pero su número se multiplicaba en clara progresión geométrica a medida que cruzaban las puertas de acceso. Ni siquiera recordaba haber visto esas puertas abiertas desde que estaba allí, siempre usaban las alcantarillas para desplazarse.

Peter consideró sus opciones. Pensó en bajar, pero para cuando llegara allí, los muertos ya habrían llegado a la puerta principal; ya eran un número más que considerable invadiendo el recinto y propagándose como un fuego sobre un montón de heno. Entonces cogió el fusil, con el estómago contraído y duro como una tabla de cocina, y se apostó sobre la barandilla.

Disparó tres veces consecutivas, confiando que el sonido de los disparos alertaría a los demás. Pero entonces se recordó a sí mismo que, además del fuerte aguacero, tenía el viento de frente; lo más probable es que apenas escucharan nada dentro del edificio.

Entonces, impulsado por la necesidad imperiosa de reaccionar de un modo u otro, apuntó a los zombis. Caminaban deprisa, más rápido de lo habitual, pero intentaría abatir a los que se encontrasen más cerca de la puerta, para darles el mayor tiempo posible a los de dentro. El primer disparo le arrancó a uno la oreja de cuajo: trozos diminutos de carne salieron despedidos en todas direcciones, pero eso no pareció detenerle. El segundo levantó un buen pedazo de carne de la zona de la espalda; el desgarro quedó colgando como un filete a medio cortar. Y el tercer disparo le pasó demasiado por encima y se estrelló contra la pared.

Enfurecido consigo mismo, Peter abrió sus piernas un poco más para asegurarse más estabilidad. Cogió el rifle con más firmeza y miró de nuevo por la mirilla. No le habían entrenado para corregir la trayectoria teniendo en cuenta factores como la lluvia o el viento, y de hecho, tampoco había tenido oportunidad de practicar demasiado, pero se juró a sí mismo que iba a abatir a aquel hijo de puta. Hizo un cuarto disparo, y esta vez el impacto hizo volar la tapa de la sesera, desparramando su contenido en una nube espeluznante. El zombi se desplomó como si alguien hubiera apagado un interruptor. Eso le hizo sentirse un poco mejor. Apuntó a otro, y esta vez sólo necesitó dos disparos: otra vez quedó su cuerpo tendido sobre el suelo, totalmente inmóvil.

Levantó la vista y vio que los muertos estaban llegando ya a la puerta de entrada. Hizo tres disparos más, pero los falló todos, presa del nerviosismo. Por fin, cuando creía que estaba todo perdido, vio a alguien cerrando la puerta de cristal en el último momento.

– ¡SÍ! -se oyó decir, embriagado con un renovado entusiasmo.

Intentó disparar contra los zombis que se acercaban, pero no consiguió abatirlos. Dejó un desgarro importante en el pecho de uno de los muertos, el cual se tambaleó unos cuantos pasos hacia atrás, pero recuperó el equilibrio y continuó avanzando. Entonces, mientras paseaba la mirilla intentando volver a calcular el tiro, uno de los cristales situados tras los espectros estalló inesperadamente, viniéndose abajo en mil pedazos.

Levantó la cabeza para ver mejor qué ocurría. Peter no vio cómo el Padre Isidro había disparado contra el cristal, ni escuchó el disparo desde su posición; para él, la forma vestida de negro que se hallaba frente a la vidriera no era diferente del resto de los muertos. Pero los vio precipitarse casi a la carrera contra la entrada, y con eso tuvo suficiente. Volvió a mirar por la mirilla y a concentrarse en los blancos que ofrecían más posibilidades de impacto. En los siguientes minutos, abatió al menos a diez, disparando repetidamente mientras el sonido de los truenos minaba su confianza. Los muertos seguían entrando, imparables, con una cadencia continua, y cada vez que uno cruzaba el marco de los ventanales, su esperanza de que estuvieran resistiendo ahí dentro mermaba.

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