Carlos Sisí - Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

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José lo vio primero.

– Coño, ¡mirad eso! -dijo.

Susana se volvió y dejó escapar un sonoro suspiro.

– Eso… -exclamó- eso parece venir directamente de…

Dozer se llevó ambas manos a la boca incapaz de decir nada.

– Sí… ¿no? Justo por ahí es donde debe estar Carranque.

Susana asintió.

– Si no es así debe ser el jodido edificio de al lado, por lo menos -continuó diciendo José.

– Joder -soltó Dozer al fin.

– ¿Qué habrá pasado? -preguntó Susana sintiendo que la inquietud crecía en su interior.

– Que me jodan si lo sé, pero no me gusta una mierda -exclamó Dozer entonces.

– Debe de ser todo un señor incendio -dijo Susana.

– Hay que volver, tenemos que volver.

Susana no lo dijo, pero de algún modo que no sabía explicar se sintió como si el capitán Díez les hubiera traicionado. Los había retrasado, sólo esperaba que no irremediablemente.

26. Huída en la oscuridad

Se dice que en el momento previo a la muerte toda la vida desfila ante los ojos a una velocidad de vértigo. Gabriel, sin embargo, solo pensaba en una cosa: que no hicieran daño a su hermana.

La protegía con todo su cuerpo manteniéndola debajo de él. Aún con los escalofriantes gritos de los espectros ahora cada vez más cercanos, intentaba concentrarse en el aliento cálido de la respiración de ella sobre su cuello, porque el tibio hálito que le llegaba de manera tan regular era vida en estado puro y eso era todo lo que quería sentir cuando los monstruos lo agarraran, que su hermana vivía.

Un nuevo grito, esta vez grave y arrastrado como el balido de un becerro le hizo contraerse sin poder evitarlo.

Por Dios mamá Jesús están tan cerca tan tan cerca.

El aullido se volvió estridente y terrible, y Gabriel apretó los ojos con fuerza creyéndose incapaz de soportarlo por más tiempo. Sin ser consciente de ello arañaba la tierra con las manos, anticipándose al momento en que sintiera las garras de la muerte tirando de él hacia la negrura de la noche. Los había visto zarandear cuerpos de adultos como si fueran burdos fardos de alfalfa, así que probablemente lo arrastrarían por el suelo con una violencia desmedida y lucharían por él, tirando en direcciones opuestas.

Mamá por favor que no duela, que no duela, que no…

Entonces el ronco grito de los muertos se trocó en un gruñido salvaje y profundamente animal, y sin poder evitarlo por más tiempo gritó, gritó con todo el aire que cabía en sus pequeños pulmones superponiendo su propia voz a la de los monstruos durante más tiempo del que luego pudo recordar. Gritó hasta que la cabeza le dio vueltas y se sintió mareado y exhausto. Cuando pudo por fin detenerse todavía con la boca abierta como la de una grotesca máscara de teatro, el silencio de la noche cayó sobre él.

Escuchó con el corazón palpitante emitiendo un sonido rápido, denso y rítmico como el de un tambor: Bum, bum, bum… Por fin, volvió la cabeza muy despacio hasta que pudo mirar por encima del hombro. La luna llena estaba en lo más alto y el cielo despejado de nubes, pero aún así le costaba identificar lo que tenía delante.

Lo primero que vio fue el cadáver. Estaba a unos diez metros, abatido en el suelo y desmañado como un muñeco de obscenas proporciones. La cabeza pendía hacia un lado en un ángulo imposible. No mucho más lejos había un segundo cuerpo tendido boca abajo con una de sus piernas dobladas hacia atrás. Por la forma en la que ésta se plegaba se diría que no había ya huesos bajo la carne. Y entre ambos, una forma achaparrada que pulsaba rítmicamente. Con febril fascinación, la aturdida mente infantil de Gabriel pensó en un critter, unas bolas de pelo con dientes que había visto una vez en una película, pero cuando la forma levantó la cabeza vio los ojos y los dientes resplandecientes en la oscuridad y supo de qué se trataba.

– ¿Gu… Gulich?

Gulich emitió un gruñido monocorde apagado como un susurro, pero todavía cargado de la gravedad de una clara advertencia. Renqueante, Gabriel se emplazó sobre sus rodillas en el suelo y tomó la cabeza de su hermana en las manos. Tenía los ojos abiertos, lo veía a través de las tinieblas azuladas de la noche lo que le asustó todavía más.

– Alba -dijo, sintiendo que un nudo de amargura comenzaba a formarse en su garganta.

– ¡Alba!

La pequeña pestañeó brevemente, y de improviso, su pecho comenzó a moverse arriba y abajo a medida que su respiración se volvía más agitada. Sumido en las penumbras Gabriel sonrió.

– Alba.

– ¿Dónde está mamá? -dijo con un hilo de voz.

– Alba -repitió Gabriel.

La pequeña miró alrededor, como si no recordara nada de lo que había pasado.

– ¿Estamos en las montañas, Gaby? -preguntó.

– Ya casi estamos -contestó el muchacho intentando sonar animado, y en cierta medida lo estaba -todo va bien, estamos bien y Gulich está aquí.

Como si hubiese conjurado una palabra mágica, Alba trató de incorporarse buscando a su perro con el semblante lleno de renovada ilusión. Sin embargo, Gabriel la contuvo con el brazo. Gulich, victorioso entre los restos de los dos cadáveres, estaba tumbado en el suelo con las patas recogidas bajo el cuerpo y el lomo erizado, respiraba con rapidez y su cuerpo se henchía y desinflaba al ritmo de sus pulmones dándole una apariencia inquietante. Sus labios estaban todavía recogidos de forma que los dientes, terribles, despuntaban como cuchillos afilados.

Gabriel lo miraba con cierto recelo. Incluso con su corta edad se daba cuenta de que la contienda con los espectros le había dejado en un estado de excitación salvaje y necesitaba un tiempo para recuperarse.

– ¡Gulich! -llamó la pequeña con un brazo extendido.

– Espera un poco Alba, Gulich necesita un poco de tiempo.

Alba buscó su mirada en la oscuridad.

– ¿Por qué, qué pasa? -preguntó.

– No pasa nada, pero déjalo un ratito -entonces desvió la mirada a la puerta de la casa. Estaba cerrada, pero sabía que tras ella el Hombre Andrajoso escuchaba con oídos atentos. -Vamos, ponte de pie, tenemos que irnos.

Se pusieron en pie ayudándose el uno al otro bajo la mirada despiadada del animal. Gulich no había dudado en ayudar a los AMOS cuando había llegado, alertado por los gritos de las cosas muertas, pero al enfrentarse a ellos había comprendido que el peligro era real. Eran demasiado fuertes y rápidos, no como aquél monstruo lento y blando que había atacado al AMO cachorro unos días antes. Había escorado sin proponérselo, a viejos instintos que creía enterrados en su memoria genética, de los tiempos en los que otros como él se enfrentaban a animales grandes por pura supervivencia básica y todavía su cabeza estaba nublada por la violencia que se había visto obligado a desatar. Había querido levantarse, pero los cuartos traseros temblaban demasiado. Y en su boca hedía aún el sabor ácido de la carne venenosa, de los efluvios pestilentes que habían manado cuando él había desgarrado sus cuellos hinchados. La ira contenida, espectral como una bruma blanca, velaba su vista.

– Pero Gaby, Gulich tiene que venir -dijo Alba.

– Y vendrá, ya verás como viene ¡venga, vamos!

– Oh, Gaby -dijo entonces la pequeña.

– ¿Qué, qué pasa?

Descubrió que Alba miraba ahora con morboso magnetismo los cadáveres descoyuntados, se interpuso en su línea de visión y le cogió la mano apretándola con fuerza para traerla de vuelta del mundo de los horrores.

– Olvida eso. Vámonos, vámonos ya.

Los niños se pusieron en marcha, caminando hacia el sendero rumbo al norte. Gulich los siguió con la cabeza, una sombra oscura e hinchada como una especie de demonio cuyos ojos lanzaban destellos en la oscuridad. A cada paso que daban sin embargo, la casa se hacía más y más pequeña y el muchacho se sentía cada vez mejor.

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