Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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36

La estación de autobuses de Karditsa era un edificio polvoriento de cemento con una hilera de ventanas con los cristales casi opacos que no se habían limpiado desde la inauguración, en los tiempos de la reina Federica. Había una hilera de bancos de hierro pegadas a la pared que estaba iluminada con antiguos anuncios de caldo de pollo italiano y televisores en color belgas. Petisú, haciendo un esfuerzo por vencer la repugnancia que le producía la cochambre, se sentó en uno de ellos, al lado de un corpulento pope que apestaba a sudor rancio y a tabaco turco. El tobillo le dolía, se le estaba hinchando, aunque no había ningún hueso roto, porque podía caminar, aunque cojeando. Por lo demás, había salido bien librado de su despeño, sin más herida que la de su autoestima. Y el todoterreno, que se había pegado contra las rocas y había quedado para hacer badiles.

El pope se volvió hacia el extranjero y le sonrió mostrando una dentadura firme y amarilla, más equina que humana.

– ¿Turista? -le preguntó amistosamente en inglés.

– Sí, turista -concedió Petisú.

– ¿Grecia bonita? -preguntó el gigante apurando sus conocimientos en el idioma extranjero.

– Grecia bonita -corroboró el viajero.

Después afirmó la maleta entre las piernas y cerró los ojos fingiendo que dormía para evitarse el incordio de conversar con el patán. No habían pasado cinco minutos cuando el gigante le posó su grasienta mano en el hombro.

– ¿Qué pasa? -inquirió Petisú.

El gigante sonreía señalando un destartalado autobús que acababa de entrar en la estación, un Mercedes repintado de rojo que traslucía los rótulos e insignias de las líneas urbanas de Colonia a las que perteneció en una reencarnación anterior.

– El autobús a Meteora -dijo el griego.

Petisú sufrió un sobresalto.

– ¿Cómo sabe que voy a Meteora?

El gigante sonreía como si le hubieran preguntado la mayor bobada.

– ¿Adonde iba a ir si no?: todos los turistas van a Meteora.

37

Había perdido miserablemente el tiempo. El abad había recibido instrucciones para que no le revelara ninguna información. ¿De quién? Quizá de los mismos que habían intentado interceptarlo y evitar que llegara al monasterio. Se preguntaba quién andaba detrás de todo aquello, ¿la mafia rusa?, ¿los antiguos nazis? Quien fuera, se ocultaba detrás de una maraña de compañías y nombres falsos. Una persona u organización muy poderosa movilizaba cuantiosos medios para conseguir dos antiguas reliquias: las piedras templarias y el Sanguino, dos talismanes presuntamente procedentes del Arca de la Alianza y del Grial que contuvo la sangre de Cristo.

Abismado en estas cavilaciones, Simón Draco descendió a tientas la peligrosa escalera del Gran Meteora, débilmente iluminada por la luz de la luna, y se dirigió al cercano pueblo de Kalabaka. Se hospedó en el motel Divani, en las afueras, y después de una ducha caliente preguntó en recepción por un lugar decente para cenar.

– El mejor restaurante del pueblo es la taberna Meteoras. No tiene pérdida. Está en la plaza principal, frente al ayuntamiento.

La taberna Meteoras, a pesar del nombre tan poco imaginativo, era un local espacioso, cálido, lleno de humo, con una larga barra llena de alegres parroquianos, todos hombres, que conversaban a voces y prorrumpían en frecuentes carcajadas. Su comedor, adyacente, estaba ocupado principalmente por turistas anglosajones y nórdicos que censuraban con susurros desaprobadores la tosquedad de los nativos. Todas las mesas individuales estaban ocupadas. Draco se sentó en el banco corrido de una mesa colectiva y solicitó la carta.

– Fuera de temporada sólo tenemos plato del día, señor -informó un joven lleno de granos, que oficiaba de camarero-. Muy bueno: cocina griega auténtica.

– Traiga entonces el plato del día.

Resultó ser media docena de keftedhes, albóndigas de carne de buey con huevo, pan rallado, cebolla, orégano, menta y perejil, ligadas con aceite y vinagre, fritas y posteriormente cocidas a fuego lento en salsa de almendras. El vino local, rojo y rotundo, acompañaba muy bien al sustancioso plato.

A mitad de la comida, un mozancón de aspecto tímido se sentó al otro lado de la mesa, frente a Draco, con su plato de albóndigas y su jarra de cerveza fuerte.

– ¿Señor Draco?

– Sí, soy yo. ¿Y usted quién es?

El mozancón miró alrededor para cerciorarse de que nadie los vigilaba.

– Me llamo Stavros -murmuró inclinándose sobre el tablero en actitud confidencial-. Soy lego en el Gran Meteora. Lo he visto allí esta tarde. Yo soy el que barría el patio.

Draco recordó vagamente a un monje ataviado con un delantal de cuero que barría las losas cansinamente.

– ¿Qué desea?

– Usted pregunta por el Sanguino.

– Cierto.

– El abad le ha mentido.

Draco miró a los ojos a su interlocutor. ¿Qué nuevo truco era aquél? ¿Lo habían enviado para sonsacarlo o era sincero el muchacho?

– Difícilmente puede haberme mentido -respondió cautamente-. En realidad no me ha dicho nada.

– Por eso le ha mentido. Le ha ocultado lo que sabe.

– ¿Y usted me lo va a contar?

Stavros se removió incómodo en su asiento.

– Yo trabajaba en la biblioteca, con el antiguo abad, pero el nuevo me ha rebajado a sirviente. No obstante, si lo traiciono es porque él traiciona al monasterio. No es nada personal. -Draco asintió-. ¿Qué sabe usted del Sanguino?

– Prácticamente nada.

– Es el verdadero Grial, el recipiente que contuvo la sangre de Cristo. -El lego se santiguó a la manera ortodoxa-. El Sanguino llegó a Meteora en 1356. Lo trajo un monje etíope llamado Sansón, que llegó al monasterio viejo y ciego acompañado por un lego joven. El joven pasó una temporada con los monjes, pero la vida monástica le resultó demasiado rigurosa, por lo que regresó a Etiopía. Sansón se quedó y murió en Meteora. Entonces se hizo la primitiva iglesia, en honor a la reliquia de Sansón, por eso la cúpula tiene doce lados, que son los del sello de Salomón que oculta la Divina Palabra, el nombre verdadero de Dios.

– He oído algo de eso -repuso Draco-. El Shem Shemaforash.

– El Sanguino estaba enterrado en el subsuelo de la iglesia, en un cáliz sencillo de barro vidriado. El abad Nikóforos hizo fabricar una veintena de cálices idénticos, les puso sangre de pollo y los enterró bajo el pavimento.

– ¿Por qué hizo eso?

– Para proteger el original de posibles expolios.

– ¿Y cómo podían distinguir el original entre tanta copia?

– Por medio de una clave muy sencilla. La iglesia estaba embaldosada con losas oscuras y claras, ajedrezadas. Una losa estaba marcada con una flor de lis. A partir de ella había que dar tres saltos de caballo de ajedrez para llegar a la losa que escondía el Sanguino. No obstante, esos tres movimientos en direcciones distintas apuntaban a veintidós losas diferentes, que tenían debajo otros tantos Sanguinos falsos además del verdadero. El emplazamiento del Sanguino original sólo lo sabía el abad y este secreto se iba transmitiendo de abad en abad, pero llegó un momento en que se perdió. En 1545, el abad Temístocles reformó la iglesia y cambió las losas, que estaban en muy mal estado, por las actuales.

– Son todas iguales, sin ajedrezado -observó Draco.

– Exactamente. Porque, aunque no se había olvidado la memoria del Sanguino, nadie sabía dónde se encontraba exactamente la reliquia, ni siquiera el abad sabía que la clave estaba en el ajedrezado. Hace tres años, un devoto siciliano encontró un papel con una clave procedente de Etiopía, al parecer dibujada del puño y letra del lego que acompañaba a Sansón. Lo demás creo que lo sabe usted: llegaron los arqueólogos de Roma, con el permiso del patriarcado de Atenas, y realizaron excavaciones en el subsuelo de la iglesia, pero se llevaron una gran sorpresa al ver que el suelo no tenía nada que ver con el plano que ellos traían.

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