Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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– Ese hombre venía a por mí -murmuró-. Y me venía siguiendo desde Suiza.

Recorrió varios kilómetros para poner tierra por medio y se detuvo en un ensanchamiento para telefonear a Perceval.

– Soy Draco. Un hombre me ha seguido desde Suiza y ha intentado embestirme con su coche. Por ahora me lo he quitado de encima. Lo que me preocupa es la posibilidad de que anden también detrás de ti. Procura protegerte. Ahora es mejor que cortemos, no sea que intercepten esta conversación. Yo sigo a lo mío. Nos veremos pronto. Adiós.

35

Meteora

La explanada al pie del Gran Meteora estaba repleta de coches y autobuses turísticos. Draco se situó en la cola del quiosco oficial, donde un monje joven vendía los tickets de entrada al monasterio, además de miel, mermeladas y hortalizas cultivadas por sus correligionarios, amén de iconos, tarjetas postales, rosarios y recordatorios con la bendición del patriarca de la Iglesia bizantina. Draco pagó los quinientos dracmas de la entrada, rechazó con gesto amable la guía que el monje le ofrecía por otros quinientos y acometió el ascenso de los cuatrocientos y pico escalones de piedra confundido entre los turistas que subían o bajaban. Los más gordos hacían estación en los bancos de madera de los descansillos, piafando como caballos y abanicándose con los prospectos, o fingían contemplar, mientras recuperaban el resuello, los iconos adornados con polvorientas flores de plástico de las hornacinas talladas en la roca madre y blanqueadas alrededor. Los iconos eran, en realidad, simples copias fotográficas, descoloridas y abarquilladas, de originales trasladados a lugares más seguros o perdidos largo tiempo atrás.

El último tramo de escalera se embutía en un túnel horadado en la piedra que desembocaba en el patio superior, con los distintos edificios monasteriales alrededor. Un nutrido grupo de turistas de diversas nacionalidades se agrupaba en torno a un guía que les iba diciendo:

– Bienvenidos al bosque de piedra. En este desolado lugar, hace seiscientos años, hombres de fe hastiados del mundanal ruido se retrajeron a la soledad del desierto para unirse a Dios abrazando el ideal ascético, para abatir sus pasiones, con la ayuda de este duro paisaje. Piensen ustedes en el monasterio cuando todavía no existía esa cómoda escalera por la que han subido, piensen en el monasterio unido al mundo solamente por la cesta ascensor. Una cesta que no sólo te aparta del suelo hacia la cumbre, sino que te acerca al cielo.

Una turista de mediana edad, rubia y atractiva, cruzó su mirada con Draco y le sonrió.

«Quizá en otras circunstancias», se dijo Draco, y desviando la mirada de la rubia continuó escuchando las palabras del guía.

– El monasterio Gran Meteora, en realidad se llama de la Transfiguración. San Anastasio el Meteorita lo fundó, a mediados del siglo XIV, en el lugar que le indicó el Espíritu Santo tras huir del monasterio del monte Athos, amenazado por los turcos.

»Catorce monjes formaron la comunidad inicial. Primero construyeron el Theometor, la iglesia dedicada a la Virgen, después otra en honor de la Transfiguración de Cristo.

Draco miró el lugar que el guía señalaba. El templo era un edificio de piedra sin aberturas exteriores, excepto una serie de estrechas ventanas de cristales circulares.

En aquel momento, un monje barbudo salió de las cocinas y cruzó el patio.

– Padre -lo interceptó Draco-. Quisiera ver al abad.

– ¿Para qué? -respondió el religioso secamente.

– Para hacerle una consulta. Lo llamé hace dos días desde Suiza. Me llamo Simón Draco.

El monje lo miró con recelo.

– Aguarde aquí. Avisaré al fámulo del abad.

Mientras esperaba, fueron saliendo los turistas hasta que se quedó solo. Se asomó al osario de los monjes y contempló varias docenas de calaveras alineadas en polvorientos anaqueles de madera, cada una con su nombre inscrito en la frente. Se apartó con asco de la reja que protegía el macabro almacén y cruzó el patio hasta un jardincillo abierto al paisaje. Las moles redondeadas de los montes, las rocas suavizadas por milenios de paciente erosión, un paisaje alucinante y al mismo tiempo apacible, en el que el ser humano se empequeñecía.

Se oía un ruido sordo y repetitivo como un tambor destemplado. Al cabo de unos minutos compareció el fámulo, un atractivo efebo todavía barbilampiño.

– ¿Mister Draco?

– Soy yo.

– Tenga la bondad de seguirme.

El monje echó a andar, pero a los pocos pasos se volvió con una sonrisa y explicó:

– Ese sonido rítmico que oye es el simandro, un tablón golpeado con mazo que llama a los monjes a la oración. Es el equivalente oriental de la campana. Ahora la comunidad se retira a orar durante veinte minutos antes de la cena. El abad lo recibirá después de la oración. Le ha concedido diez minutos. Lamentablemente no podemos invitarlo a cenar.

– ¿Diez minutos solamente?

– El abad dice que serán suficientes.

El monje dejó al visitante en una sala desnuda, dos sillas y una mesita con algunas revistas religiosas.

– Tenga la bondad de esperar aquí.

Reapareció a la media hora.

– El abad lo recibirá ahora, tenga la bondad de seguirme.

Al final de una escalera angosta y pina, de gastados peldaños de mármol, el monje abrió una puertecilla y cedió el paso al visitante. Después atravesaron un corredor ancho, con el techo alto, decorado con frescos de vivos colores que representaban a santos antiguos. Desembocaron en otro patinillo cuajado de plantas, donde el monje abrió una nueva puerta tras llamar tres veces con los nudillos.

El estudio del abad era una estancia amplia con el techo bajo de madera, tres paredes cubiertas de libros antiguos, casi todos con tejuelos de pergamino, y la otra desnuda y blanca con un escueto crucifijo en el centro. Sentado tras su sencilla mesa de despacho estaba el abad, un hombre de unos cincuenta años, con la barba hasta la mitad del pecho, dividida en dos crenchas tan oscuras que azuleaban. Se levantó y estrechó la mano de Draco con más fuerza de la que cabía esperar de un hombre de Dios.

Le ofreció asiento en una incómoda silla mientras él se acomodaba en su sillón frailero. Hablaba un inglés correcto, con fuerte acento griego. Draco expuso su interés por la reliquia el Sanguino. El abad reflexionó unos instantes con el dedo corazón de las manos unidas sobre los labios fruncidos. Después de emitir un breve suspiro dijo:

– Hay poco que decir del Sanguino. La excavación de hace unos años fue un acuerdo privado entre el abad Theorodos, que en paz descanse, y el cardenal romano Luchetti, que en paz descanse también. Enviaron un equipo de arqueólogos que trabajaron durante un mes y pico. Ellos mismos trajeron los obreros, todos extranjeros. Durante el tiempo que duraron los trabajos, el acceso a la basílica estuvo restringido al personal técnico. La comunidad celebraba sus cultos en el refectorio.

– ¿Encontraron la reliquia?

– Levantaron el suelo de la iglesia y encontraron veintitantos cálices de cerámica, vacíos, todos con un poco de sangre seca en el interior, medievales, creo, nada de interés. Volvieron a colocar las losas y se marcharon. Eso es todo lo que sé.

– Es vital que dé con ellos. Se trata de un asunto muy importante.

El abad esbozó una sonrisa cínica.

– ¿Importante? ¿Qué es importante en esta vida? Querido amigo: aquí vivimos muy aislados del mundo y lo que pasa más allá de las montañas no nos interesa demasiado. ¿Lo comprende? Me temo que no le puedo facilitar más información. Le he contado todo lo que sabía. Nadie vio nada. Cuando llegaron nos prohibieron la entrada a la iglesia, y cuando se fueron, las losas estaban de nuevo en su sitio, algunas de ellas rotas.

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