– Tu abuelo nunca te echaría la culpa. Yo tampoco. Con la obstrucción que tenía, quizá sin darte cuenta, le has salvado la vida. Y tú -se volvió hacia Myron-, deja de llorar y sal de aquí. Ya te llamaré si hay alguna novedad.
– No puedo marcharme. -Claro que puedes. -Suponte que papá se despierta.
Ella se le acercó más y echó la cabeza hacia atrás para mirarle. -Tu padre te dijo que buscaras a tu hermano. No me importa lo enfermo que esté. Tú harás lo que él te dijo que hicieras.
¿Ahora qué?
Myron se llevó aparte a Mickey.
– Vi que tenías un portátil en la caravana. ¿Cuánto tiempo hace que lo tienes?
– Quizá dos años. ¿Por qué?
– ¿Es el único ordenador que tenéis?
– Sí. Y te lo pregunto otra vez, ¿por qué?
– Si tu padre lo usó, quizás haya algo allí.
– Papá no era muy aficionado a la tecnología.
– Sé que tenía una dirección de correo. Escribía a tus abuelos, ¿no?
Mickey se encogió de hombros.
– Supongo.
– ¿Sabes su contraseña?
– No.
– Vale, ¿qué otras cosas suyas tienes todavía?
El chico parpadeó. Se mordió el labio inferior. Una vez más, Myron se recordó a sí mismo cómo estaba la vida de Mickey ahora mismo: el padre desaparecido, la madre en rehabilitación, el abuelo con un infarto y quizá Myron era el culpable. Y el chico sólo tenía quince años. Myron comenzó a tenderle la mano, pero Mickey se puso rígido.
– No tenemos nada.
– Vale.
– No creemos en tener muchas posesiones -añadió Mickey, poniéndose a la defensiva-. Viajamos mucho. Llevamos poco equipaje. ¿Qué podríamos tener?
Myron levantó las manos.
– Vale, sólo preguntaba.
– Papá dijo que no le buscásemos.
– Eso fue hace mucho tiempo. Mickey.
Él sacudió la cabeza.
– Tienes que dejarlo correr.
No había necesidad ni tiempo de darle explicaciones a un chico de quince años.
– ¿Me puedes hacer un favor?
– ¿Qué?
– Necesito que cuides de tu abuela durante unas horas, ¿de acuerdo?
Mickey no se molestó en responder. Fue a la sala de espera y se sentó en una silla delante de ella. Myron les hizo señas a Win, Esperanza y Big Cyndi para que salieran al pasillo con él. Tendrían que ponerse en contacto con la embajada estadounidense en Perú y averiguar si había noticias sobre su hermano. Tendrían que llamar a su fuente en el Departamento de Estado y hacer que se ocupasen del caso de Brad Bolitar. Tendrían que conseguir que algún genio de la informática entrase en el correo de Brad o descubriese la contraseña. Esperanza regresó a Nueva York. Big Cyndi se quedaría para ayudar a la madre de Myron y ver si podía sacarle alguna otra información a Mickey.
– Puedo ser encantadora -comentó Big Cyndi.
Cuando Myron se quedó a solas con Win, llamó de nuevo al móvil de Lex. Tampoco obtuvo respuesta.
– Todo esto está conectado de alguna manera -dijo Myron-. Primero desaparece mi hermano. Luego Kitty se asusta y huye. Acaba aquí. Cuelga un mensaje con las palabras «No es suyo» y el tatuaje que Suzze y Gabriel Wire compartían. Se encuentra con Lex. Suzze va a verla y después visita al padre de Alista Snow. Tiene que estar todo relacionado.
– Yo no diría que tiene que ser forzosamente así -precisó Win-, pero las cosas parecen volver a Gabriel Wire, ¿no? Estaba allí cuando Alista Snow murió, tuvo una aventura con Suzze T, y todavía trabaja con Lex Ryder.
– Necesitamos llegar hasta él -afirmó Myron.
Win entrelazó los dedos.
– ¿Estás sugiriendo que debemos ir a visitar a una estrella del rock vigilada, aislada y recluida en una pequeña isla?
– Parece que allí están las respuestas.
– Complicado -dijo Win.
– ¿Y cómo lo haremos?
– Tendremos que planificarlo -respondió Win-. Dame unas horas.
Myron consultó su reloj.
– Perfecto. Quiero volver a la caravana y mirar en el ordenador. Quizás haya algo allí.
Win le ofreció a Myron un coche con chófer, pero Myron pensaba que conducir durante el viaje le despejaría la cabeza. No había dormido mucho en las últimas noches, así que condujo con el equipo de sonido a tope. Conectó su iPod en la clavija del salpicadero y comenzó a escuchar música melódica. Los Weepis cantaban «El mundo gira como loco». Muy apropiado.
Cuando Myron era joven, su padre escuchaba emisoras de onda media mientras conducía. Sujetaba el volante con las muñecas y silbaba. Por las mañanas, su padre escuchaba una emisora de noticias mientras se afeitaba.
Myron continuaba esperando a que sonase el móvil. Antes de salir del hospital estuvo a punto de cambiar de opinión. «Supongamos -le había dicho Myron a su madre- que papá recupere el conocimiento sólo una vez más.» Y supongamos que él perdiera la última oportunidad de hablar con su padre.
Su madre le respondió muy tranquila:
– ¿Qué le podrías decir que él ya no sepa?
Tenía toda la razón. En definitiva, se trataba de cumplir los deseos de su padre. ¿Qué hubiese querido su padre que Myron hiciese?, ¿sentarse en la sala de espera y echarse a llorar o salir en busca de su hermano? La respuesta era muy sencilla, si lo planteabas de esta manera.
Myron llegó al parque de caravanas. Apagó el motor. La fatiga le pesaba en los huesos. Salió tambaleándose del coche y se frotó los ojos. Necesitaba una taza de café. Algo. La adrenalina comenzaba a desaparecer. Giró el pomo. Cerrado. ¿De verdad se había olvidado de pedirle la llave a Mickey? Sacudió la cabeza, buscó en la billetera y sacó la misma tarjeta de crédito.
Abrió la puerta, como había hecho horas antes. El ordenador seguía allí, en la habitación principal, cerca del sofá de Mickey. Lo conectó y, mientras esperaba a que se pusiese en marcha, revisó el lugar. Mickey tenía razón. En efecto, tenían muy pocas posesiones. La ropa estaba guardada. El televisor, sin duda, estaba incluido en el alquiler. Myron encontró un cajón que contenía viejos papeles y fotos. Acababa de vaciarlo sobre el sofá cuando escuchó el sonido del ordenador al ponerse en marcha.
Myron se sentó junto al montón de documentos, acercó el ordenador y abrió el historial de Internet. Facebook estaba allí. La búsqueda en Google mostraba que alguien había buscado el Three Downing en Manhattan y el centro comercial Carden State Plaza. Habían abierto otra página para buscar los transportes públicos que iban a esos dos lugares. Nada más. En cualquier caso, Brad había vuelto a Perú hacía tres meses, y el historial sólo abarcaba unos pocos días. Sonó el teléfono. Era Win.
– Ya está preparado. Nos vamos a Biddle Island dentro de dos horas, desde Peterboro.
Peterboro era un aeropuerto privado en el norte de Nueva Jersey.
– Vale, allí estaré.
Myron colgó y miró de nuevo la pantalla. El historial de Internet no le había dado ninguna pista útil. ¿Ahora qué?
Probó con las otras aplicaciones. Las fue pinchando una tras otra. Nadie había utilizado el calendario o la agenda: ambos estaban vacíos. El Power Point tenía algunas presentaciones escolares de Mickey; la más reciente era una historia de los mayas. Las leyendas que acompañaban las fotos estaban en español. Impresionante, pero no relevante. Buscó el archivo de Word. Había un montón de documentos que parecían trabajos escolares. Myron estaba a punto de renunciar cuando vio un archivo de hacía ocho meses titulado «Carta de renuncia». Myron hizo clic en el icono y leyó:
Para la Fundación Abeona.
Querido Juan:
Con todo el dolor del corazón, mi viejo amigo, renuncio a mi cargo en nuestra maravillosa organización. Kitty y yo siempre seremos sus leales servidores. Creemos en esta causa de todo corazón y hemos dado mucho por ella. En realidad creemos que esta experiencia nos ha enriquecido más a nosotros que a los jóvenes a los que ayudamos. Sé que tú lo comprendes. Siempre os estaremos agradecidos.
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