Harlan Coben - Alta tensión

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Myron Bolitar siempre ha soñado con la voluptuosa mujer fatal que acaba de entrar en su despacho para pedirle ayuda. Tiene unas curvas de locura, pero está embarazada de ocho meses, y eso pone fin a todas las posibles fantasías de Bolitar. La antigua estrella del tenis Suzze T y su marido, Lex, una estrella del rock, son clientes, y a lo largo de los años Myron ha negociado multitud de contratos para la preciosa pareja. Pero ahora Lex ha desaparecido y la muy embarazada Suzze llora, convencida de que los rumores colgados en la red poniendo en duda la paternidad del bebé hayan alejado al hombre que ella jura es el padre de su hijo.
“Harlan Coben es el maestro moderno del “agárrate y no te menees” desde la primera página, para dejarte completamente noqueado en la última.” Dan Brown

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Apartó estos pensamientos de su mente y se dispuso a colocarse en un lugar discreto, para que ella no pudiese verle. Llegó a pensar en comprar un periódico para ocultar el rostro tras él, pero nada llama más la atención en un centro comercial que una persona leyendo.

Quince minutos más tarde, mientras Myron contemplaba el tiovivo desde detrás de un maniquí en Foot Locker, llegó Kitty.

15

El jet privado de Win aterrizó en la única pista del aeropuerto de Fox Hollow. Una limusina negra esperaba en la pista. Win le dio un casto beso a su azafata Mii y bajó la escalerilla.

La limusina le dejó en la penitenciaría federal de Lewisburg, Pensilvania, hogar de los «peores entre los peores» prisioneros federales. Un guardia recibió a Win y le condujo a través de la prisión de máxima seguridad hasta el bloque G, o como se le conocía comúnmente, «el pabellón de la mafia». John Gotti había cumplido allí su condena; también Al Capone.

Win entró en la sala de visitantes.

– Por favor, tome asiento -dijo el guardia.

Win lo hizo.

– Éstas son las reglas -continuó el guardia-. Nada de estrecharse las manos. Nada de tocarse. Ningún contacto físico de ningún tipo.

– ¿Qué pasa con el beso francés? -preguntó Win.

El guardia frunció el entrecejo, pero eso fue todo. Win había conseguido la cita muy pronto. Eso significaba, como sin duda había deducido el guardia, que era un hombre con mucha influencia. A los presos de Lewisburg de las Fases 1 y 2 sólo se les permitía recibir visitas a través de cámaras de vídeo. A los presos de la Fase 3 sólo se les permitían recibir visitas sin contactos. Sólo en la Fase 4 -y no estaba claro cómo se llegaba a la Fase 4- se les permitía lo que llamaban «visitas con contacto», con sus familiares. A Frank Ache, el antiguo jefe mafioso de Manhattan, se le había concedido la Fase 3 para recibir la visita de Win. A Win ya le iba bien así. No tenía el más mínimo interés en mantener ningún tipo de contacto físico con ese hombre.

Se abrió la pesada puerta. Cuando Frank Ache entró en la sala de visitas, encadenado de pies y manos y vestido con un mono color naranja neón, incluso Win se sorprendió. En su mejor época -que había durado más de dos décadas-, Frank había sido un peligroso y duro jefe mafioso de la vieja escuela. Mostraba entonces un aspecto impresionante. Había sido un hombre corpulento, con el pecho como un barril, y vestía con chándales de poliéster que imitaban el terciopelo, demasiado horteras incluso para un concurso de camioneros. Hubo rumores de que Scorsese quería rodar una película sobre su vida y de que el personaje de Tony Soprano se había inspirado en Frank, excepto en que Frank no tenía una familia cariñosa ni el carácter humano de Soprano. El nombre de Frank Ache despertaba temor. Había sido un asesino peligroso, un hombre que había asesinado a muchas personas y que nunca se había disculpado por ello.

Pero la prisión tiene su manera de empequeñecer a un hombre. Ache debía haber perdido veinticinco o treinta kilos dentro de aquellas paredes, parecía consumido, seco como una vieja rama, frágil. Frank Ache miró al visitante con los ojos entrecerrados e intentó sonreír.

– Windsor Horne Lockwood III -dijo-. ¿Qué demonios haces aquí?

– ¿Cómo estás, Frank?

– Como si eso te importase.

– No, no, siempre me he preocupado mucho por tu bienestar.

Frank Ache soltó una risa demasiado larga y fuerte al escucharle.

– Tuviste suerte de que no te matase. Mi hermano siempre me detuvo, ya lo sabes.

Win lo sabía. Miró sus ojos oscuros y vio el vacío en ellos.

– Ahora tomo Zoloft -añadió Frank, como si le leyese el pensamiento-. ¿Te lo puedes creer? Me tienen en vigilancia para evitar que me suicide. Yo no le veo mucho sentido, ¿tú sí?

Win no sabía si se refería al hecho de tomar el medicamento, de cometer un suicidio o incluso a intentar prevenir la posibilidad de que lo hiciera. Tampoco le importaba.

– Quiero pedirte un favor -dijo Win.

– ¿Alguna vez fuimos amigos?

– No.

– ¿Y?

– Un favor -explicó Win-. Tú me haces un favor a mí y yo te hago uno a ti.

Frank Ache se detuvo. Cerró los ojos y utilizó una mano que alguna vez había sido muy grande para limpiarse el rostro. Era calvo, excepto por unos grandes mechones a los lados de la cabeza. La piel morena tenía el color gris de las calles después de la lluvia.

– ¿Qué te hace creer que necesito un favor?

Win no respondió. No tenía nada que añadir.

– ¿Cómo se las arregló tu hermano para librarse de la acusación?

– ¿Es eso lo que quieres saber?

Win no dijo nada.

– ¿Qué más da?

– Hazme el favor, Frank.

– Tú ya conoces a Herman. Es un tipo distinguido. En cambio yo parezco un macarra.

– Gotti era un tipo elegante.

– No, no lo era. Parecía un mono vestido con trajes caros.

Frank Ache desvió la mirada, tenía los ojos llorosos. Se llevó una mano a la cara de nuevo. Comenzó de nuevo a sorber mocos y a continuación el rostro se le descompuso. Se echó a llorar. Win esperó a que recuperase la compostura. Ache lloró un poco más.

– ¿Tienes un pañuelo o algo así? -preguntó.

– Utiliza esa manga naranja neón -respondió Win.

– ¿Sabes cómo es estar aquí?

Win no dijo nada.

– Estoy sentado solo, en una celda de dos por tres metros. Estoy sentado allí veintitrés horas al día. Solo. Tomo mis comidas allí. Cago allí. Cuando salgo al patio durante una hora, no hay nadie más ahí fuera. Paso días sin oír ni una sola voz. En alguna ocasión intento hablar con los guardias. No me responden ni una palabra. Día tras día, estoy completamente solo. No hablo con nadie. Y así será hasta el día en que me muera. -Comenzó a llorar de nuevo.

Win estaba tentado de hacer el gesto de tocar su violín de aire, pero se contuvo. El hombre hablaba; al parecer necesitaba hablar. Era una buena señal.

– ¿A cuántas personas mataste, Frank?

Él dejó de llorar por un momento.

– ¿Yo mismo o a las que ordené matar?

– Tú eliges.

– Me has pillado. Me cargué a unos cuantos, a unos veinte o treinta tipos.

Como si estuviese hablando de multas de aparcamiento que no hubiese pagado.

– Cada vez lo siento más por ti -dijo Win.

Si Frank se ofendió, no lo demostró.

– Oye, Win, ¿quieres oír algo divertido?

Continuaba inclinándose adelante mientras hablaba, desesperado por mantener cualquier clase de conversación o de contacto. Es sorprendente cómo un ser humano, incluso alguien tan miserable como Frank Ache, podía llegar a anhelar volver a estar con otros seres humanos después de estar tan solo.

– El escenario es todo tuyo, Frank.

– ¿Recuerdas a uno de mis hombres llamado Bobby Fern?

– Puede.

– ¿Un tipo gordo, grandote? Solía ir con menores en el barrio de las putas.

Win le recordaba.

– ¿Qué pasa con él?

– Tú me ves llorar aquí, ¿no? Ya no intento ocultarlo. Me refiero a qué sentido tiene. Sabes a lo que me refiero. Estoy llorando, ¿y qué? La verdad es que siempre lo hice. Solía echarme a llorar a solas. Incluso durante el día. Tampoco sé por qué. Hacer daño a las personas me hacía sentir bien, así que no era por eso, pero entonces, una vez, estaba viendo Enredos de familia. ¿Te acuerdas de aquella serie? Con aquel chico que ahora tiene la enfermedad de los tembleques…

– Michael J. Fox.

– Correcto. Me encantaba aquella serie. La hermana, Mallory, estaba como un tren. Así que la estaba mirando, debía de ser la última temporada, y el padre de familia tenía un infarto. Era una cosa triste de ver, fue así como murió mi viejo. Tampoco era para tanto, era una serie estúpida, y de repente me encuentro llorando como un bebé. Me solía pasar otras veces. Así que me inventaba una excusa y me iba. Nunca dejé que nadie me viese. Tú conoces mi mundo, ¿no?

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