– ¿Cómo?
– Nada, nada.
El viejo se volvió a mirar a Greg, volvió a intentar colocarse bien las gafas y entornó de nuevo los ojos:
– A ti te conozco. Juegas a baloncesto, ¿verdad?
Greg sonrió al hombre con delicadeza, por no decir con aires de superioridad, cual Moisés sonriendo al escéptico cuando las aguas del mar Rojo se separaron:
– Correcto.
– Tú eres Dolph Schayes.
– No.
– Te pareces a Dolph. Un tirador endemoniado. El año pasado le vi jugar en San Luis. Tiene un toque mágico.
Myron y Greg se miraron fugazmente. Dolph Schayes se había jubilado en 1964.
– Disculpe -dijo Myron-, no he entendido su nombre.
– No llevas el uniforme -dijo el viejo.
– No, señor, sólo lo llevo en la pista.
– No hablo de ese uniforme.
– Oh -exclamó Myron, aunque no tenía idea de por qué.
– De modo que no podéis estar buscando a Daniel, eso es lo que quería decir. Temí que estuvierais en el ejército y… -Aquí su voz se apagó.
Myron se dio cuenta de por dónde iba la cosa.
– ¿Su hijo está destinado en ultramar?
El viejo asintió con la cabeza:
– Vietnam.
Myron asintió a su vez, ahora incómodo por la bromita de la canción de Elton John.
– Perdone, no he entendido su nombre.
– Nathan. Nathan Mostoni.
– Señor Mostoni, buscamos a alguien llamado Davis Taylor. Es muy importante que le localicemos.
– No conozco a ningún Davis Taylor. ¿Es amigo de Daniel?
– Podría ser.
El hombre lo meditó.
– No, no lo conozco.
– ¿Quién más vive aquí?
– Sólo mi hijo y yo.
– ¿Sólo ustedes dos?
– Sí, pero mi hijo está en ultramar.
– ¿Así que, ahora mismo, está usted solo?
– ¿De cuántas maneras distintas me lo piensas preguntar, chico?
– Bueno, es que es una casa bastante grande -dijo Myron.
– ¿Y?
– ¿Alguna vez ha alquilado habitaciones?
– Claro. Tenía a una estudiante que se marchó hace poco.
– ¿Cómo se llamaba?
– Stacy no sé qué. No me acuerdo.
– ¿Cuánto tiempo ha estado?
– Unos seis meses.
– ¿Y antes?
Ésa la tuvo que meditar un poco más. Nathan Mostoni se rascó la cara como lo hacen los perros con la barriga.
– Un chico que se llamaba Ken.
– ¿No ha tenido nunca a un inquilino llamado Davis Taylor? -preguntó Myron-. ¿O algo parecido?
– No, nunca.
– ¿Y tenía novio, esa Stacy?
– No creo.
– ¿Sabe usted su apellido?
– Me falla mucho la memoria, pero está en el college.
– ¿Qué college?
– Waterbury State.
Myron se volvió hacia Greg y entonces tuvo otra idea.
– Señor Mostoni, ¿había oído alguna vez el nombre Davis Taylor antes de hoy?
El hombre volvió a entornar los ojos:
– ¿Qué quiere decir?
– ¿No le ha visitado nadie, ni le ha llamado preguntándole por Davis Taylor?
– No, señor. Jamás había oído ese nombre.
Myron volvió a mirar a Greg, y luego se dirigió al viejo.
– ¿De modo que nadie del centro de médula ósea se ha puesto en contacto con usted?
El señor Mostoni bajó la cabeza y se llevó una mano al oído:
– ¿El centro de qué?
Myron le hizo unas cuantas preguntas más, pero Nathan Mostoni se puso a viajar por el tiempo otra vez. Allí no había nada más que buscar. Myron y Greg le dieron las gracias y volvieron por el sendero resquebrajado.
Una vez dentro del coche, Greg preguntó:
– ¿Por qué no se ha puesto en contacto con él el centro de médula ósea?
– Quizá lo hayan hecho -dijo Myron-. A lo mejor se le ha olvidado.
A Greg aquello no le gustó, ni tampoco a Myron.
– Entonces, ¿qué hacemos ahora?
– Hacer una comprobación del historial de Davis Taylor, averiguar todo lo que podamos sobre él.
– ¿Cómo?
– En la actualidad es fácil. Tecleando un poco, mi colega sabrá cómo hacerlo.
– ¿Tu colega? ¿Te refieres a aquel friki violento con el que compartías piso en la universidad?
– (a) Es poco sano llamar a Win friki violento, aunque parezca no estar cerca, y (b), no, me refería a mi socia en MB SportsReps, Esperanza Diaz.
Greg volvió a mirar la casa.
– ¿Qué hago yo?
– Vete a casa -dijo Myron.
– ¿Y?
– Hazle compañía a tu hijo.
Greg negó con la cabeza.
– No puedo verlo hasta el fin de semana.
– Estoy seguro de que a Emily no le importará.
– Sí, claro. -Greg esbozó una sonrisa de suficiencia y movió la cabeza-. Ya no la conoces muy bien, ¿no, Myron?
– Supongo que no.
– Si fuera por ella, yo no volvería a ver a Jeremy nunca más.
– Eso es un poco bestia, Greg.
– No, Myron. Y eso siendo generoso.
– Emily me dijo que eres un buen padre.
– ¿Te dijo también de qué me acusó en nuestra batalla por la custodia?
Myron asintió:
– De maltratar a los niños.
– No sólo de maltratarlos, Myron. De abusar sexualmente de ellos.
– Quería ganar.
– ¿Y eso es una excusa?
– No -accedió Myron-. Es deplorable.
– Peor que eso, es perverso. No tienes ni idea de lo que Emily es capaz de hacer para salirse con la suya.
– ¿Por ejemplo?
Pero Greg negó con la cabeza y puso el motor en marcha.
– Te lo volveré a preguntar: ¿qué puedo hacer para ayudar?
– Nada, Greg.
– Eso no me vale. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras mi hijo se muere, ¿lo entiendes?
– Lo entiendo.
– ¿Tienes algo más, aparte de este nombre y esta dirección?
– Nada.
– Está bien -dijo Greg-. Te dejaré en la estación de tren y me quedaré aquí a vigilar la casa.
– ¿Crees que el viejo miente?
Greg se encogió de hombros.
– Tal vez está confundido y se le ha olvidado. O a lo mejor estoy perdiendo el tiempo, pero tengo que hacer algo.
Myron no dijo nada. Greg siguió conduciendo.
– ¿Me llamarás si descubres algo? -le pidió Greg.
– Claro.
Durante el trayecto de regreso a Manhattan, Myron estuvo pensando en las palabras de Greg. Sobre Emily. Y sobre lo que había hecho, y de lo que era capaz de hacer para salvar a su hijo.
Myron y Terese empezaron el día siguiente tomando una ducha juntos. Myron controlaba la temperatura y mantenía el agua caliente. Al parecer, eso previene las arrugas.
Cuando emergieron de la vaporosa cabina ayudó a Terese a secarse con la toalla.
– Sécame del todo -le pidió ella.
– Ofrecemos un servicio completo, señora -dijo él, secándola un poco más.
– Es algo que me ocurre siempre que me ducho con un hombre.
– ¿A qué te refieres?
– Que siempre acabo con los pechos inmaculados.
Win se había marchado hacía varias horas. Últimamente le gustaba llegar al despacho hacia las seis de la mañana. Algo que ver con los mercados de ultramar. Terese se hizo tostadas mientras Myron se preparaba un cuenco de cereales. Cereales Quisp. En Nueva York ya no se encontraban, pero a Win se los enviaban desde un lugar llamado Woodman's, en Wisconsin. Myron se zampó una cucharada de tamaño industrial y el subidón de azúcar le pilló tan rápido que casi se tuvo que agachar.
Terese dijo:
– Tengo que volver mañana por la mañana.
– Lo sé.
Tomó otra cucharada, sintiendo que ella lo miraba.
– Vuelve a escaparte conmigo -añadió Terese.
Myron levantó los ojos hacia ella. Le pareció más pequeña, más lejos.
– Puedo conseguir la misma casa en la isla. Podríamos coger un avión y…
– No puedo -la interrumpió.
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