Harlan Coben - El miedo más profundo

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No está siendo una buena época para Myron Bolitar: su padre ha sufrido un infarto y su agencia deportiva, MB SportsReps, no está atravesando su mejor momento. Por si eso no bastara, ha recibido la visita imprevista de Emily Downing, una antigua novia, que acude a él desesperada. Su hijo Jeremy, de trece años, se está muriendo y necesita urgentemente un transplante de médula ósea. El único donante compatible ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Pero eso no es todo: el chico es hijo del propio Myron, concebido la víspera de la boda de Emily con otro hombre. Bolitar inicia una búsqueda afanosa, pero lo que encuentra es a una poderosa familia con un terrible secreto, a un periodista acusado de plagio, al FBI y el secuestro del mismo Jeremy.
Entre tanto, el agente deportivo se debate entre la responsabilidad de ser padre y las dudas sobre su propia paternidad. En esta aventura, en que lo personal prevalece sobre lo profesional, le acompañarán su inseparable y carismático amigo Win y su socia Esperanza Díaz.

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– ¿De modo que el registro nacional de Washington tiene los datos de todos los donantes? -preguntó Terese.

– Correcto.

– ¿Tienen ustedes acceso a esos datos?

Englehardt tecleó en el ordenador de su mesa. La pantalla estaba colocada hacia él, el dorso del monitor hacia ellos. Vale, pensó Myron. Era el de la mesa. Eso lo haría más difícil, pero no imposible.

Terese miró a Myron.

– ¿Por qué no haces una toma por detrás, Malachy? -Y luego, volviéndose hacia Englehardt-. Si está usted de acuerdo, claro.

– No hay ningún problema -dijo Englehardt.

Myron empezó a avanzar hasta la posición. El monitor estaba apagado. Nada sorprendente.

Terese continuaba sosteniéndole la mirada a Englehardt:

– ¿Tiene todo el personal del centro acceso al ordenador del registro nacional?

Englehardt negó con un gesto categórico:

– Yo soy el único.

– ¿Cuál es el motivo?

– La información es confidencial. No se puede violar el secreto bajo ninguna circunstancia.

– Entiendo -dijo ella. Myron ahora estaba en posición-. Pero ¿qué les impide entrar cuando usted no está?

– La puerta de mi despacho queda siempre cerrada -explicó Englehardt, medio incorporado y ansioso por complacer-. Y sólo se puede acceder a la red con una contraseña.

– ¿Es usted el único que sabe la contraseña?

Englehardt intentaba no congratularse, pero no se esforzaba lo suficiente:

– Correcto.

¿Habéis visto alguna vez esas historias de cámara oculta de los programas de citas a ciegas, o de reportajes? Siempre graban desde algún ángulo extraño y en blanco y negro. Lo cierto es que es fácil para cualquier aficionado comprarse una cámara de este tipo, y es incluso fácil obtener una que grabe en color. En pleno Manhattan hay tiendas que las venden, o se pueden encontrar por Internet, buscando por «tiendas de espionaje». Hay cámaras ocultas en relojes de pared, bolígrafos, maletines y, lo más habitual, en detectores de humo, asequibles para cualquiera que tenga la pasta. Myron tenía una que parecía un rollo de película. Ahora la dejó en la repisa de la ventana con el objetivo enfocado hacia el monitor del ordenador.

Cuando estuvo colocado, Myron se tocó la nariz a lo Robert Redford en El golpe. Era su señal. Bolitar, Myron Bolitar. Un Yoo-Hoo. Agitado, no revuelto. Terese recogió el guante. La sonrisa desapareció de su cara como un fantasma.

Englehardt pareció sobresaltado:

– ¿Señora Collins? ¿Se encuentra bien?

Por unos instantes, ella no fue capaz de mirarle; luego dijo, con la misma voz que usaba para anunciar hechos como la Guerra del Golfo:

– Señor Englehardt, debo confesarle algo.

– ¿Perdone?

– Estoy aquí con una excusa falsa.

Englehardt parecía confuso. Terese era tan buena que hasta Myron parecía casi confuso.

– Creo sinceramente que ustedes están haciendo un trabajo muy importante -prosiguió ella-. Pero hay otras personas que no están tan convencidas.

Englehardt tenía los ojos abiertos de par en par.

– No la entiendo.

– Necesito su ayuda, señor Englehardt.

– Billy -la corrigió.

Myron hizo una mueca: ¿Billy?

Terese no perdía el paso:

– Hay alguien que intenta trastornar su trabajo, Billy.

– ¿Mi trabajo?

– El trabajo del registro nacional.

– Sigo sin entender lo que…

– ¿Le suena de algo el caso de Jeremy Downing?

Englehardt negó con la cabeza:

– Nunca sé los nombres de los pacientes.

– Es el hijo de Greg Downing, la estrella del baloncesto.

– Ah, espere, sí, he oído hablar de él. Su hijo padece anemia de Franconi.

Terese asintió:

– Correcto.

– ¿No va a dar una rueda de prensa hoy, Downing? ¿Para encontrar a un donante?

– Exactamente, Billy, y he aquí el problema.

– ¿Cuál?

– El señor Downing ha encontrado al donante.

Seguía con la misma expresión confusa:

– ¿Y eso es un problema?

– No, claro que no, si esa persona es el donante. Y si esa persona está diciendo la verdad.

Englehardt miró a Myron. Éste se encogió de hombros y retrocedió hasta delante de la mesa. Dejó el rollo de película en la repisa de la ventana.

– Creo que no la sigo, señora Collins.

– Terese -dijo ella-. Ha salido un hombre que dice que es el donante idóneo.

– ¿Y usted cree que miente?

– Déjeme terminar. No sólo dice que es el donante, sino que dice que el motivo por el cual se negaba a donar su médula es el horrible tratamiento que recibió por parte de este centro.

Englehardt casi se cayó de la silla:

– ¿Cómo?

– Alega que lo trataron de manera desconsiderada, que su personal fue maleducado con él y que hasta se está planteando presentar una demanda.

– Eso es ridículo.

– Probablemente.

– Miente.

– Probablemente -repitió.

– Y le desenmascararán -insistió Englehardt-. Le harán un análisis de sangre y verán que es un farsante.

– Pero ¿cuándo, Billy?

– ¿Cómo?

– ¿Cuándo lo harán? ¿Dentro de un día? ¿De una semana? ¿De un mes? Para entonces el daño ya estará hecho. Hoy aparecerá con Greg Downing en la rueda de prensa. Todos los medios estarán allí. Incluso si se acaba demostrando que es falso, nadie se acordará de la rectificación. Lo que quedará es la alegación.

Englehardt se reclinó en su butaca:

– Dios mío.

– Deje que le sea sincera, Billy. Tengo unos cuantos colegas que le creen, pero yo no. Intuyo que anda detrás de la publicidad. Tengo a algunos de mis mejores investigadores escarbando en el pasado de ese hombre. Hasta ahora no han encontrado nada y el tiempo se está acabando.

– Entonces, ¿qué puedo hacer?

– Necesito saber a ciencia cierta que eso no es verdad. No puedo pararlo basándome simplemente en una intuición. Tengo que saberlo con toda seguridad.

– ¿Cómo?

Terese se mordió el labio inferior. Pensó con concentración:

– Su base de datos.

Englehardt negó con la cabeza:

– La información que hay aquí es confidencial, ya se lo he explicado antes. No puedo decirles…

– No necesito saber el nombre del donante -se inclinó hacia delante. Myron se apartó todo lo que pudo de la conversación, tratando de no representar ninguna amenaza-. Sencillamente, necesito saber si no es el nombre.

Englehardt parecía dubitativo.

– Yo estoy aquí sentada -dijo-. No puedo ver la pantalla. Malachy está junto a la puerta. -Se volvió hacia Myron-. ¿Tienes la cámara apagada, Malachy?

– Sí, Terese -dijo Myron. La dejó en el suelo para dar mayor tranquilidad.

– Pues le propongo lo siguiente -dijo Terese-. Busque usted a Jeremy Downing en su ordenador. Saldrá un donante. Yo le doy un nombre y usted me dice si el nombre coincide; ¿Te parece?

Englehardt seguía dudando.

– Usted no estaría violando la confidencialidad de nadie -añadió-. Nosotros no vemos su pantalla. Si quiere, incluso podemos salir de su despacho mientras lo mira, si lo prefiere.

Englehardt no dijo nada; Terese tampoco. Daba tiempo a su interlocutor. Era la entrevistadora perfecta. Finalmente se volvió hacia Myron.

– Recoge tus cosas -le dijo.

– Esperen. -La mirada de Englehardt se desplazó a derecha e izquierda, arriba y abajo-. ¿Ha dicho Jeremy Downing?

– Sí.

Hizo otra serie rápida de miradas. Cuando vio que no había moros en la costa, se encorvó encima del teclado y tocó las teclas rápidamente. Al cabo de unos segundos preguntó:

– ¿Cómo se llama el supuesto donante?

– Victor Johnson.

Englehardt miró a la pantalla y sonrió:

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