Harlan Coben - El último detalle

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El plácido descanso caribeño de Myron Bolitar -ex baloncestista de élite retirado por una lesión- junto a una curvilínea presentadora de la CNN se ve bruscamente interrumpido por una mala noticia: Esperanza Díaz, socia de Myron en MB SportsReps, agencia deportiva con sede en Manhattan, ha sido detenida por asesinato. La acusan de haber acabado con la vida de Clu Haid, pitcher de los New York Yankees, hermano de fraternidad de Myron en la Universidad de Duke y cliente de la agencia en la actualidad; el muerto, una estrella del béisbol en declive, se había visto envuelto últimamente en un escándalo de consumo de heroína, lo que acabó definitivamente con su carrera. Bolitar interrumpe inmediatamente sus vacaciones, pero cuando llega a Nueva York se encuentra con que ni Esperanza ni su abogado quieren hablar con él. Sólo una cosa está clara: la mujer oculta algo, pero Myron no sabe si tiene que ver con su vida personal o con el trabajo. La investigación le conduce a hechos y lugares sórdidos, incluido un lamentable incidente de su propio pasado que preferiría olvidar, y, sin saber cómo, ha llegado a un callejón sin salida: todo le señala como único sospechoso.
En esta sexta entrega de la serie protagonizada por el agente deportivo, Myron Bolitar se enfrenta al caso más extraño y difícil de su vida. Un verdadero reto para el lector.

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– Tendré que hacer una visita a Adivina -dijo.

– Solo no -dijo Big Cyndi-. Iré con usted.

La vigilancia sutil quedaba descartada.

Bien.

– Y no ahora. Adivina no abre hasta las once de la noche.

– Vale. Entonces iremos esta noche.

– Yo tengo el vestuario -dijo ella-. ¿De qué se va a vestir?

– De hombre heterosexual reprimido -dijo él-. Lo único que tengo que hacer es ponerme mis Rockports. -Miró de nuevo el listado de teléfonos-. Tienes otro número marcado en azul.

– Usted mencionó a un viejo amigo llamado Billy Lee Palms.

– ¿Éste es su número?

– No. El señor Palms no existe. No está en la guía de teléfonos. Y lleva cuatro años sin pagar los impuestos.

– ¿Entonces de quién es este número?

– De los padres del señor Palms. El señor Haid les llamó dos veces el mes pasado.

Myron comprobó la dirección. Westchester. Recordaba vagamente haber conocido a los padres de Billy Lee durante el Día de las Familias en Duke. Consultó su reloj. Le llevaría una hora llegar allí. Cogió la chaqueta y fue hacia el ascensor.

13

El coche de Myron, el Ford Taurus de la empresa, había sido requisado por la policía, así que alquiló un Mercury Cougar marrón. Esperaba que las mujeres fuesen capaces de resistirse. Cuando puso en marcha el coche, la radio estaba sintonizada en Lite FM 106.7. Patti LaBelle y Michael McDonald cantaban una triste balada titulada On My Own. La una vez feliz pareja se separaba. Trágico. Tan trágico que, como decía Michael McDonald: «ahora estábamos hablando de divorcio… y ni siquiera estábamos casados».

Myron sacudió la cabeza. ¿Para esto Michael McDonald dejó a los Doobie Brothers?

En la facultad Billy Lee Palms había sido el chico de las fiestas. Tenía muy buena pinta, el pelo negro, y una magnética, aunque un tanto pringosa, combinación de carisma y machismo, la clase de cosa que iba muy bien con las jóvenes estudiantes lejos de casa por primera vez. En Duke los hermanos de la fraternidad lo habían bautizado como Nutria, el personaje falsamente suave de la película Desmadre a la americana. Encajaba. Billy Lee también era un gran jugador de béisbol, un receptor que había llegado a alcanzar las ligas mayores durante media temporada, en el banquillo de los Baltimore Orioles el año que ganaron la serie mundial.

Pero de aquello habían pasado años.

Myron llamó a la puerta. Segundos más tarde, la puerta se abrió de golpe y de par en par. Sin ningún aviso, nada. Extraño. Hoy en día todo el mundo miraba a través de las mirillas o por la puerta entreabierta sujeta con la cadena, o como mínimo preguntaba quién era.

Una mujer que reconoció a duras penas como la señora Palms preguntó: «¿Sí?». Era pequeña con una boca de ardilla y ojos que sobresalían como si algo detrás de ellos los empujase para salir. Llevaba el pelo recogido en la nuca, pero varias hebras se habían escapado y caían por delante de su cara. Las apartó con los dedos.

– ¿Es usted la señora Palms? -preguntó.

– Sí.

– Me llamo Myron Bolitar. Fui a Duke con Billy Lee.

– ¿Sabe dónde está?

Su voz bajó una octava o dos.

– No, señora. ¿Ha desaparecido?

Ella frunció el entrecejo y dio un paso atrás.

– Pase, por favor.

Myron entró en el vestíbulo. La señora Palms ya caminaba por un pasillo. Señaló a la derecha sin volverse o interrumpir el paso.

– Entre en la habitación de la boda de Sarah. Estaré allí en un segundo.

– Sí, señora.

¿La habitación de la boda de Sarah?

Siguió hacia donde ella le había señalado. Cuando dio la vuelta a la esquina, se oyó a sí mismo soltar una leve exclamación. La habitación de la boda de Sarah. La decoración era una sala de estar de lo más común, algo sacado de una tienda de muebles de venta por correo. Un sofá y un puf formaban una L rota, probablemente la oferta especial del mes, 695 dólares por los dos, el sofá podía convertirse en una cama, algo así. La mesa de centro era un cuadrado de roble, una pequeña pila de revistas sin leer en una esquina, flores de seda en el medio, un par de libros en la otra punta. La alfombra de pared a pared era beige claro, y había dos lámparas con pantallas de estilo colonial.

Pero las paredes eran cualquier cosa menos comunes.

Myron había visto muchas casas con fotos en las paredes. No era nada extraño. Incluso había estado en una o dos casas donde las fotografías dominaban más que complementaban el entorno, aunque eso no le impresionaba para quedarse boquiabierto. Pero esto iba más allá de lo surrealista. La habitación de la boda de Sarah -caray, tendría que ir en mayúsculas- era una recreación de aquel episodio. Al pie de la letra. Las fotos de la boda a todo color habían sido ampliadas a tamaño real y pegadas como papel de pared. La novia y el novio le sonreían desde la derecha. A la izquierda, Billy Lee con esmoquin, sin duda el padrino o quizá sólo el acomodador, le sonreía. La señora Palms, vestida con un traje de verano, bailaba con su marido. Delante estaban las mesas de los invitados, muchas. Los invitados lo miraban y le sonreían todos a tamaño real. Era como si una foto panorámica de la boda hubiese sido ampliada al tamaño de La guardia nocturna de Rembrandt. Las parejas bailaban algo lento. Tocaba una orquesta. Había un sacerdote, arreglos florales, una tarta de bodas, porcelana y manteles blancos, de nuevo, todo en tamaño real.

– Por favor siéntese.

Se volvió hacia la señora Palms. ¿Era la verdadera señora Palms o una de las reproducciones? No. Vestía informal. Era la legítima. Casi tendió una mano para tocarla y asegurarse.

– Gracias.

– Es la boda de nuestra hija Sarah. Se casó hace cuatro años.

– Ya lo veo.

– Fue un día muy especial para nosotros.

– Estoy seguro.

– Lo celebramos en el Manor, en West Orange. ¿Lo conoce?

– Allí celebramos mi bar mitzvah -contestó Myron.

– ¿De verdad? Sus padres deben tener muy agradables recuerdos de aquel día.

– Sí.

Pero ahora no lo tuvo muy claro. Mamá y papá guardaban la mayoría de las fotos en un álbum.

La señora Palms le sonrió.

– Es extraño, lo sé, pero… oh, he explicado esto mil veces. ¿Qué más da una más?

Suspiró, señaló el sofá. Myron se sentó. Ella también.

La señora Palms cruzó las manos y lo miró con la mirada vacía de una mujer que se sienta demasiado cerca de la gran pantalla de la vida.

– Las personas sacan fotos de sus momentos más especiales -comenzó ella demasiado ansiosa-. Quieren capturar los momentos importantes. Quieren disfrutarlos, saborearlos y revivirlos. Pero no es eso lo que hacen. Toman la foto, la miran una vez, y después la guardan en una caja y la olvidan. Yo no. Recuerdo los buenos tiempos. Me refocilo en ellos, los recreo, si puedo. Después de todo, vivimos para esos momentos, ¿no es así, Myron?

Él asintió.

– No soy muy aficionada al arte -continuó ella-. No disfruto con la idea de colgar fotografías impersonales en las paredes. ¿Cuál es el sentido de mirar imágenes de personas y lugares que no conozco? No me interesa mucho el diseño de interiores. Y tampoco me gustan las antigüedades ni las tonterías de Martha Stewart. ¿Pero sabe qué encuentro hermoso?

Se detuvo y lo miró expectante.

Myron comprendió que era su entrada.

– ¿Qué?

– Mi familia -contestó ella-. Mi familia es hermosa para mí. Mi familia es arte. ¿Tiene sentido para usted, Myron?

– Sí.

Por curioso que fuese, lo tenía.

– Así que a ésta la llamo la habitación de la boda de Sarah. Sé que es ridículo poner nombres a las habitaciones. Ampliar las viejas fotografías y utilizarlas como papel de pared. Pero todas las habitaciones son como ésta. El dormitorio de Billy Lee en la planta alta se llama el Catcher's Mitt. Es donde todavía duerme cuando viene. Creo que le consuela. -Enarcó una ceja-. ¿Quiere verla?

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