Harlan Coben - Un paso en falso

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Myron Bolitar, jugador profesional de baloncesto al que una lesión mantiene alejado de las canchas, es agente deportivo y, ocasionalmente, detective privado y guardaespaldas. Hace dos semanas recibió un encargo muy especial: proteger a una fulgurante estrella del baloncesto, la bella Brenda Slaughter, cuya vida parece correr peligro. De un tiempo a esta parte recibe amenazas telefónicas anónimas, y su padre -lo mismo que su madre veinte años atrás- ha desaparecido misteriosamente, dejando vacías las cuentas bancarias. Pronto Bolitar se verá inmerso en un conflicto de intereses que salpica a las principales familias de Nueva Jersey, incluido un candidato a gobernador. Para resolver el caso, Bolitar tiene que remover el pasado y andarse con mucho cuidado: un paso en falso puede ser mortal.
Harlam Coben combina en esta quinta entrega de la serie de Myron Bolitar una sólida intriga, aliviada con algún toque de humor, un ritmo trepidante y un protagonista muy peculiar. Todo al servicio del mejor suspense.

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Él asintió.

– En eso te doy la razón.

Ella apoyó una mano en su brazo.

– No quiero hacer ningún pseudoanálisis, pero este traslado ha sido un gran ajuste para ti. Lo comprendo. Pero hasta ahora creo que está funcionando muy bien.

Por supuesto, tenía razón. Eran una pareja moderna, con carreras en ascenso y mundos que conquistar. La separación formaba parte de ello. Las dudas que tenía eran un subproducto de su pesimismo innato. Las cosas iban muy bien -Jessica había vuelto y ella le había pedido que se mudase-, sólo él las complicaba esperando que algo saliese mal. Tenía que dejar de obsesionarse. La obsesión no busca los problemas y los corrige: los fabrica de la nada, los alimenta, los hace más fuertes. Myron le sonrió.

– Quizá todo esto no sea más que una llamada de atención.

– Vaya.

– O quizá sea una estratagema para conseguir más sexo.

Ella le dirigió una mirada que le curvó los palillos.

– Tal vez esté dando resultado.

– Posiblemente debería ponerme algo más cómodo.

– Por favor, la máscara de Batman no.

– Oh, venga, puedes ponerte tu cinturón de mecánico.

Ella se lo pensó.

– Vale, pero nada de interrumpirse en la mitad y gritar: ¡A la misma bathora, en el mismo batcanal!

– Hecho.

Jessica se levantó, se le acercó para sentarse en su regazo. Ella lo abrazó y bajó los labios hacia su oreja.

– Vamos muy bien, Myron. No la jodamos.

Tenía razón.

Se levantó.

– Venga, quitemos la mesa.

– ¿Y después?

Jessica asintió.

– A la batescalera.

5

Tan pronto como Myron bajó a la calle a la mañana siguiente, una limusina negra aparcó delante de él. Un par de titanes -músculos en lugar de cerebro, prodigios sin cuello- se apearon del vehículo. Llevaban trajes que les quedaban mal, pero Myron no culpó a su sastre. Los tipos con ese físico siempre parecían mal vestidos. Ambos lucían el típico bronceado de gimnasio, y aunque no podía confirmarlo a simple vista, sus pechos estaban tan depilados como las piernas de Cher.

– Sube al coche -dijo uno de los bulldozers.

– Mi mamá me dijo que nunca suba a un coche con desconocidos -contestó Myron.

– Vaya -dijo el otro bulldozer-, si hemos topado con un gracioso.

– Sí. -Bulldozer número uno inclinó la cabeza hacia Myron-. ¿Es así? ¿Eres un comediante?

– También soy un extraordinario cantante -dijo Myron-. ¿Quieres escuchar mi muy apreciada versión de Volare?

– Cantarás por el otro extremo de tu culo si no subes al coche.

– El otro extremo de mi culo -repitió Myron. Miró hacia lo alto como si estuviese pensando a fondo-. No lo pillo. Por el extremo de mi culo, vale, eso tiene sentido. Pero ¿el otro extremo? ¿Cuál es el significado exacto? Me refiero a que, técnicamente, si seguimos el tracto intestinal, ¿el otro extremo de tu culo no es la boca?

Los bulldozers se miraron mutuamente, y después a Myron, que no parecía muy asustado. Esos matones eran chicos de reparto; y se suponía que no se podía entregar la mercancía en mal estado. Soportarían unas cuantas puyas. Además, nunca hay que demostrar miedo a tipos como ésos. Huelen el miedo, se alimentan de él y te devoran. Por supuesto, Myron podía estar equivocado. También podían ser unos psicóticos desequilibrados que se desquiciaban a la menor provocación. Uno de los pequeños misterios de la vida.

– El señor Ache quiere verte -dijo bulldozer uno.

– ¿Cuál de ellos?

– Frank.

Silencio. Eso no pintaba bien. Los hermanos Ache eran mañosos importantes en Nueva York. Herman Ache, el hermano mayor, era el líder, un hombre capaz de infligir sufrimientos envidiables incluso para cualquier dictador del tercer mundo. Pero al lado de su loco hermano Frank, Herman era tan inocente como el osito Winnie.

Los matones hicieron crujir sus cuellos y sonrieron ante el silencio de Myron.

– ¿Ahora no te parece tan gracioso, eh tío?

– Testículos -dijo Myron, que avanzó hacia el coche-. Se encogen cuando tomas esteroides.

Era una vieja réplica Bolitar, pero Myron nunca se cansaba de los clásicos. En realidad no tenía elección. Tenía que ir. Se sentó en el asiento trasero de la limusina. Había un bar y una televisión sintonizada en el programa de Regis y Kathie Lee. Kathie obsequiaba a la audiencia con las más recientes aventuras de Cody.

– Basta, os lo suplico -dijo Myron-. Os lo diré todo.

Los bulldozers no lo pillaron. Myron se inclinó hacia delante y apagó el televisor. Nadie protestó.

– ¿Vamos a Clancy's? -preguntó Myron.

La taberna de Clancy's era el lugar favorito de los Aches. Myron había estado allí con Win un par de años atrás. Había esperado no tener que volver nunca más.

– Siéntate y cierra la boca, gilipollas.

Myron permaneció quieto. Tomaron la autopista del West Side hacia el norte; la dirección opuesta a la taberna de Clancy's. Giraron a la derecha en la 57. Cuando entraron en un parking de la Quinta Avenida, Myron comprendió adónde iban.

– Vamos a las oficinas de TruPro -dijo en voz alta.

Los bulldozers no dijeron nada. Carecía de toda importancia.

TruPro era una de las grandes agencias deportivas del país. Durante años había sido dirigida por Roy O'Connor, una serpiente con traje, que no había sido nada más que un experto en saltarse cualquier norma. Era un verdadero maestro en la contratación ilegal de atletas cuando apenas habían dejado atrás los pañales, en el uso de sobornos y sutiles extorsiones. Pero como muchos otros que pululaban por el mundo de la corrupción, inevitablemente acabó atrapado. Myron ya lo había visto antes. Un tipo calcula que puede estar un pelín pillado, un poco enredado con los bajos fondos. Pero los mañosos no actúan de esa manera. Les das un dedo y te agarran todo el brazo. Era lo que le había ocurrido a TruPro. Roy debía dinero, y cuando no pudo pagar, los hermanos Ache asumieron el control.

– Muévete, gilipollas.

Myron siguió a Bubba y Rocco - si no eran sus nombres, tendrían que haberlo sido- al ascensor. Bajaron en el octavo piso y pasaron por delante de la recepcionista. Ella mantuvo la cabeza gacha, pero espió. Myron le dedicó un gesto de saludo y continuó caminando. Se detuvieron delante de la puerta de un despacho.

– Cachéalo.

Bulldozer uno comenzó a inspeccionarlo.

Myron cerró los ojos.

– Dios -dijo-. Sí que es agradable. Un poquito más a la izquierda.

Bulldozer se detuvo, le dirigió una mirada furiosa.

– Entra.

Myron abrió la puerta y entró en la oficina.

Frank Ache abrió los brazos y avanzó hacia él.

– ¡Myron!

No importaba la fortuna que hubiera amasado Frank Ache, estaba claro que el hombre no se la gastaba en ropa. Le gustaba usar chándales de terciopelo brillante, parecidos a los que vestían los tipos en Perdidos en el espacio como prendas informales. Frank llevaba uno de color naranja oscuro con un ribete amarillo. La cremallera de la chaqueta bajaba más que la de los modelos de Cosmopolitan, y el vello gris del pecho era tan espeso que parecía un suéter. Tenía la cabeza enorme, los hombros minúsculos, y un neumático en la cintura que era la envidia del hombre Michelin; una figura de reloj de arena con toda la arena abajo. Era grande, fofo y exhibía una calva lisa.

Frank le dio a Myron un feroz abrazo de oso. Myron se quedó sorprendido. Por lo general, solía ser tan cariñoso como un chacal con herpes.

Apartó a Myron a la distancia del brazo.

– Caray, Myron, sí que tienes buen aspecto.

Myron intentó no pestañear.

– Gracias, Frank.

Frank le ofreció una gran sonrisa: dos hileras de dientes en forma de granos de maíz muy apretujados. Myron intentó no encogerse.

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