– Siéntese, señor Bolitar. Siéntese aquí -comentó la señora Elright apartando los juguetes que había sobre el sofá. En la bandeja había grandes clásicos entre las galletas, como Oreos, Chips Ahoys y demás-. Coma.
Myron estiró el brazo y cogió una galleta. El niño pequeño estaba detrás de la señora Elright de modo que ella no pudiera verlo y volvió a sacarle la lengua a Myron.
– Gerald, si vuelves a sacarle la lengua a este señor te la cortaré con las podaderas -le dijo la señora Elright sin volverse apenas.
Gerald se metió la lengua en la boca y preguntó:
– ¿Qué son las podaderas?
– Da igual. Vete a jugar, ¿me oyes? Y no hagas travesuras.
– Sí, señorita.
Cuando el niño se hubo alejado lo bastante para no poder oírlos, la señora Elright dijo:
– Cuando tienen esta edad es cuando más me gustan. Cuando se hacen mayores se me parte el corazón.
Myron asintió sin decir nada y abrió una Oreo, pero se contuvo sin chupar la crema blanca, haciendo gala de inmensa madurez.
– Su amiga Esperanza -comenzó a decir la señora Elright cogiendo una Chips Ahoy-, me dijo que quería usted hablar conmigo sobre Curtis Yeller.
– Sí, señorita -dijo Myron tendiéndole el artículo de periódico-. ¿La citaron correctamente en este artículo?
La señora Elright cogió las gafas de lectura de media luna que descansaban sobre su robusto pecho e inspeccionó aquella página. Cuando hubo acabado, dijo:
– Sí, eso fue exactamente lo que dije.
– ¿Lo decía en serio?
– No lo dije sólo por decir, si se refiere a eso. He trabajado veintisiete años en un colegio secundario y he visto a montones de chicos acabar en la cárcel. También los he visto morir en la calle. Y nunca dije ni una sola palabra a la prensa. ¿Ve esta cicatriz? -dijo señalándose un enorme y carnoso bíceps.
Myron asintió con la cabeza.
– Un navajazo. Me lo hizo un alumno. Y una vez me dispararon. He confiscado más armas que un detector de metales -volvió a bajar el brazo-. Por eso le digo que me gustan más cuando son pequeños. Porque luego se vuelven así.
– ¿Pero Curtis era diferente?
– Curtis era más que un buen chico. Fue uno de los mejores alumnos que he tenido. Siempre educado y amable, nunca me causó el menor problema. Y aun así tampoco era el típico empollón, ¿me entiende? A pesar de ser buen alumno era muy querido entre los demás. Se destacaba en todos los deportes. Créame, ese chico era único entre un millón.
– ¿Y su madre? ¿Cómo era?
– ¿Deanna? -Lucinda se irguió un poco en el sofá-. Era una mujer magnífica. Como muchas de las madres jóvenes de hoy. Era soltera. Y orgullosa de sí misma. Hacía todo lo posible y más para seguir adelante. Pero Deanna era lista. Imponía las reglas. Curtis tenía toque de queda. Los chicos de hoy ni siquiera saben lo que es eso. Hace un par de días, un niño de diez años resultó herido de bala en la calle a las tres de la madrugada. Pero dígame usted, señor Bolitar, ¿qué narices hace un niño en la calle a las tres de la madrugada?
– No tengo ni idea.
– Bueno, no importa, al fin y al cabo usted no ha venido aquí para que una vieja chocha como yo divague.
– No tengo ninguna prisa.
– Es usted muy amable, pero habrá venido por algún motivo. Un buen motivo, creo entender -observó a Myron y él asintió sin decir nada-. Bueno -prosiguió dándose una palmada en las pantorrillas-. ¿De qué estábamos hablando?
– De Deanna Yeller.
– Eso es. De Deanna. ¿Pues sabe qué? Yo también pienso mucho en ella. Era una madre tan cariñosa con su hijo… Venía a todas las reuniones del colegio. Le encantaba relacionarse con los profesores. Y disfrutaba oyendo elogiar a su chico.
– ¿Habló usted con ella después de la muerte de Curtis?
– No -dijo la señora Elright negando enérgicamente con la cabeza y dejando escapar un suspiro-. No he vuelto a saber nada más de Deanna, pobre chica. No hubo funeral ni nada. La llamé a su casa un par de veces, pero no me respondió nadie. Parecía que hubiera desaparecido. Pero me hice cargo. Siempre había tenido una vida difícil. Desde el principio. Hasta fue prostituta y todo, ¿sabe?
– Pues no, no lo sabía. ¿Cuándo?
– Uy, ya hace mucho tiempo. Ni siquiera sabía quién era el verdadero padre de Curtis. Pero lo dejó. Se reformó y empezó a trabajar como una esclava, en cualquier trabajo que encontraba. Lo hizo todo por su hijo. Y entonces, de repente un día… -dijo negando con la cabeza- se esfumó.
– ¿Conocía usted a Errol Swade? -preguntó Myron.
– Lo suficiente para saber que no tenía nada de bueno. No paró de entrar y salir de la cárcel durante toda su vida. Era sobrino de Deanna. Su hermana era drogadicta y acabó muriendo de sobredosis. Deanna se vio obligada a hacerse cargo de Errol como miembro de la familia; era muy responsable.
– ¿Cómo se llevaban Errol y Curtis?
– Pues la verdad es que se llevaban bastante bien, teniendo en cuenta lo diferentes que eran.
– Bueno, a lo mejor no lo eran tanto.
– ¿Qué quiere decir?
– Pues que Errol lo convenció para que fuera con él a robar en un club de tenis.
Lucinda Elright se quedó mirándolo un momento, después cogió una galleta y empezó a mordisquearla. De repente empezó a formar una leve sonrisa en los labios.
– Vamos, señor Bolitar, no me decepcione -dijo la señora Elright-. Usted es un chico tan inteligente como Curtis. ¿Qué cree usted que podría robar allí? No tiene ningún sentido ir a robar a un lugar como ése por la noche. Piénselo bien.
Myron ya lo había hecho. Y se alegraba de ver que había alguien más a quien no le convencía la versión oficial de los hechos.
– ¿Entonces qué cree usted que pasó? -preguntó.
– Lo he pensado mucho, pero lo cierto es que no lo sé. Nada de lo que ocurrió aquella noche, según se dice, encaja demasiado. Pero de lo que estoy segura es que les tendieron una trampa. Aunque Curtis hubiera decidido robar algo, y aunque hubiese sido lo bastante tonto para entrar en aquel club, no creo que le disparara a un policía. Un chico puede llegar a cambiar mucho, pero en su caso habría sido como de santo a demonio. Resulta demasiado increíble -la señora Elright se irguió en el sofá para sentarse mejor-. Creo que en aquel club de tenis para ricos ocurrió alguna tontería y utilizaron a un par de chicos negros para cargarles el muerto. Y yo no soy de esa clase de gente que cree que los blancos andan siempre conspirando contra los negros. Eso no va conmigo. Pero en este caso no sé qué otra cosa pudo haber sucedido.
– Gracias, señora Elright.
– Puede llamarme Lucinda. Y señor Bolitar, hágame un favor.
– ¿Cuál?
– Cuando descubra lo que de verdad le pasó a Curtis, hágamelo saber.
Myron y Jessica fueron a Nueva Jersey a cenar en Baumgart's. Solían ir a comer allí por lo menos dos veces a la semana. Baumgart's era una mezcla extraña. Durante más de medio siglo había sido un deli y bar de refrescos muy popular, la clase de sitio al que la gente del barrio iba a comer y adonde Archie llevaba a Verónica para darse besitos después de clase. Hacía ocho años, un inmigrante chino llamado Peter Chin adquirió el local y lo convirtió en el mejor restaurante chino de la zona, aunque sin deshacerse del antiguo servicio de refrescos. Todavía era posible sentarse en uno de aquellos clásicos taburetes giratorios de la barra y quedar rodeado de superficies cromadas, licuadoras y cucharones de helado sumergidos en agua caliente. Todavía podía pedirse un dimsun y acompañarlo con un buen batido; o comer un plato de pato Pekín con patatas fritas. La primera vez que estuvieron viviendo juntos, Myron y Jess comían allí por lo menos una vez a la semana; ahora que se habían reconciliado, decidieron recuperar aquella vieja costumbre.
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