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Harlan Coben: Motivo de ruptura

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Harlan Coben Motivo de ruptura

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El agente deportivo Myron Bolitar está a punto de llegar a lo más alto. Lo mismo pude decirse de Christian Steele, un quarterback recién llegado a la liga profesional y su cliente más importante. Sin embargo, la llamada de una ex novia de Chistian, una chica a quien todo el mundo cree muerta, incluso la policía, pone en peligro la firma de un contrato. Myron, de pronto, se ve envuelto en una intriga relacionada con sexo y chantajes, y mientras trata de descubrir la verdad sobre una tragedia familiar, una mujer y las mentiras de un hombre se enfrenta al lado oscuro de su profesión.

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Cuatro años más tarde, Chaz cambió de opinión y prometió devolver hasta el último centavo, pero Roy O'Connor le dijo que ni hablar, que tenía un contrato con ellos y que seguiría adelante con él.

Tampoco es que fuera una argucia innovadora. Había muchísimos agentes que hacían lo mismo. Norby Walters y Lloyd Bloom, dos de los representantes más importantes del país, habían sido arrestados por ello. Las amenazas tampoco eran infrecuentes, pero la cosa no solía pasar de ahí y todo se quedaba en palabras y nada más. Ningún agente quería arriesgarse a que el asunto llegara a salir a la luz. Si el chico se mantenía en sus trece, el representante se echaba atrás para evitarse problemas.

Sin embargo, Roy O'Connor no actuaba así. Roy O'Connor empleaba la fuerza. Myron estaba alucinado.

– Quiero que te marches de la ciudad durante una temporada -prosiguió Myron-. ¿Tienes algún sitio donde esconderte?

– Sí, me iré a casa de un amigo en Washington. ¿Pero qué vamos a hacer?

– Yo me ocuparé de eso. Tú preocúpate de que no sepan dónde estás.

– De acuerdo, lo que tú digas -y añadió-: Ah, Myron, otra cosa.

– ¿Qué?

– Uno de los tipejos que me han amenazado me ha dicho que te conocía. Era un pedazo de monstruo, colega. O sea, un tío enorme. Un hijoputa muy trajeado.

– ¿Te ha dicho cómo se llamaba?

– Aaron. Me dijo que te saludara de su parte.

Myron se sobresaltó. Aaron. Un nombre que pertenecía al pasado. Y tampoco era un nombre muy bonito. Roy O'Connor no sólo tenía secuaces, sino que, además, éstos eran de los buenos.

Tres horas después de salir de su despacho, Myron ahuyentó de su cabeza el incidente en el garaje y llamó a la puerta de Christian. A pesar de haberse graduado hacía dos meses, Christian seguía viviendo en la misma residencia del campus en la que había estado viviendo durante el último curso trabajando como orientador en el campamento de verano de fútbol de la Universidad de Reston. No obstante, el minicamp de los Titans comenzaba dentro de dos días y Christian iba a estar presente en esas sesiones de pretemporada porque Myron no tenía intención de que Christian se quedara aquel año fuera de la liga.

Christian abrió la puerta de inmediato y, antes de que Myron hubiera empezado a disculparse por haber llegado tarde, Christian le agradeció:

– Gracias por venir tan rápido.

– Ah, sí, no ha sido nada -le respondió Myron.

El rostro de Christian carecía de su habitual buen color. Ya no tenía las mejillas rosadas allí donde se le hacían unos hoyuelos al sonreír. Ni aquella cándida sonrisa de oreja a oreja que hacía derretir a las alumnas de la universidad. Incluso la célebre firmeza de sus manos se había convertido en un ligero temblor.

– Pase -le dijo.

– Gracias.

La habitación de Christian se parecía más al decorado de una teleserie de los cincuenta que a una habitación de residencia universitaria de hoy en día. Para empezar, estaba ordenada. La cama estaba hecha y con los zapatos colocados juntos a los pies de la misma. No había calcetines por el suelo ni ropa interior, ni tampoco suspensorios. En las paredes había banderines colgados. Pero banderines de verdad. Myron no daba crédito a sus ojos. No había pósteres ni calendarios de Claudia Schiffer ni de Cindy Crawford ni de las gemelas Barbi. Sólo banderines anticuados.

Al principio, Christian no dijo nada. Los dos se quedaron de pie, incómodos, como dos desconocidos sentados uno al lado del otro en una fiesta sin bebidas en las manos. Christian mantenía la mirada clavada al suelo como un niño al que le acabaran de regañar. No había hecho ningún comentario acerca de las manchas de sangre del traje de Myron. Probablemente ni siquiera se había fijado.

Myron decidió probar suerte con una de sus frases tan elocuentes y especialmente pensadas para romper el hielo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

Christian comenzó a caminar por el cuarto, lo cual no era nada fácil en aquella habitación tan pequeña como una caja. Myron se percató de que Christian tenía los ojos enrojecidos. Había estado llorando, tal y como delataba el rastro de las lágrimas en sus mejillas.

– ¿Se ha enfadado mucho el señor Burke por haber cancelado la reunión? -le preguntó Christian.

Myron se encogió de hombros.

– Le ha dado un ataque, pero creo que sobrevivirá. No pasa nada, no te preocupes por eso.

– ¿El minicamp de la pretemporada empieza el jueves?

Myron asintió y le preguntó:

– ¿Estás nervioso?

– Un poco, creo.

– ¿Es por eso por lo que querías verme?

Christian negó con la cabeza, luego vaciló un instante y afirmó:

– Es… es que no lo entiendo, señor Bolitar.

Cada vez que lo llamaba «señor», Myron pensaba que le estaba hablando a su padre.

– ¿Que no entiendes qué, Christian? ¿Qué es lo que quieres decir?

El chico volvió a titubear y continuó:

– Es… -se detuvo, inspiró profundamente y prosiguió-, es sobre Kathy.

Myron pensó que no lo había escuchado bien.

– ¿Kathy Culver?

– Usted la conoció -dijo Christian, aunque a Myron no le quedó muy claro si era una afirmación o una pregunta.

– Hace mucho tiempo -replicó Myron.

– Cuando usted salía con Jessica.

– Sí.

– Entonces a lo mejor pueda llegar a entenderlo. Echo de menos a Kathy. Más de lo que nadie se imagina. Era muy especial.

Myron asintió tratando de darle ánimos, muy al estilo de Phil Donahue o de cualquier otro entrevistador de aquellos que se preocupaban sinceramente por sus entrevistados.

Christian dio un paso atrás y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra una estantería.

– La gente hizo un circo con lo que le ocurrió, salió en la prensa amarilla, en los programas televisivos del corazón…

Para la gente fue como un juego. Como un espectáculo de la tele. Nos llamaban «idílicos», la «pareja idílica» -dijo haciendo unas comillas con las manos-, como si «idílico» quisiera decir irreal. Fue muy cruel. Todo el mundo me decía que era joven, que lo superaría pronto, que Kathy sólo era una rubia más y que había millones como ella para alguien como yo. La gente esperaba que siguiera adelante con mi vida, que se había ido, que se había terminado para siempre.

Myron vio que el aspecto juvenil de Christian, algo que pensaba que podría convertirlo en el rey de los contratos publicitarios, acababa de adquirir una nueva dimensión. En lugar de aquel chico de Kansas tan buen deportista, tímido y modesto, Myron vio la realidad que se ocultaba bajo esa apariencia: un niño asustado acurrucado en un rincón, un niño cuyos padres habían muerto, un niño sin familia y probablemente sin un amigo de verdad, con tan sólo aduladores y gente que quería algo de él. «Como quizá yo mismo», pensó Myron.

Myron hizo un gesto negativo con la cabeza. Ni hablar. Otros agentes seguro, pero él no. Myron no era así. Pero, a pesar de todo, una sensación parecida a la culpa se le quedó ahí grabada, pinchándole en las costillas como un cuchillo afilado.

– En realidad nunca llegué a creer que Kathy hubiera muerto -prosiguió Christian-. Eso fue parte del problema, supongo. No estar del todo seguro acaba por afectarte al cabo de un tiempo. Una parte de mí… una parte de mí casi esperaba que encontraran su cadáver, cualquier cosa con tal de poner fin a aquello. ¿Es cruel decir una cosa así, señor Bolitar?

– No lo creo, no.

Christian lo miró con aire solemne y le dijo:

– No dejo de darle vueltas a lo de las bragas, ¿sabe?

Myron asintió. La única pista de todo el misterio habían sido las bragas deshilachadas de Kathy que se encontraron encima de un cubo de basura de la universidad. Al parecer, las habían encontrado manchadas de semen y sangre. Para el público en general, las bragas habían confirmado lo que durante tiempo se había sospechado: que Kathy Culver había muerto. Era una historia triste pero no excepcional. Algún psicópata la había violado y asesinado. Probablemente nunca llegarían a encontrar su cuerpo, o tal vez unos cazadores se toparían algún día con sus restos mortales en el bosque, y le darían a los medios de comunicación un buen comienzo para el telediario del mediodía que haría volver a centrar la atención sobre el caso con la eterna esperanza de poder sacar por antena a algún familiar desgarrado por la pena.

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