– Myron, ¿qué pasará si la prensa lo descubre?
De pronto, Myron ya no pensaba en los periodistas, sino en la policía. Pensaba en Victoria Wilson y en la duda razonable. Lo más seguro era que Linda Coldren le hubiese contado a su as de la abogacía el romance con Tad Crispin.
¿A quién declaraban vencedor del Open ahora que Jack Coldren estaba muerto?
¿A quién podía preocuparle perder frente a un reputado acojonado delante de un público masivo?
¿Quién tenía los mismos motivos para matar a Jack Coldren que antes Myron había atribuido a Esme Fong?
¿Quién corría el riesgo de ver manchada su intachable reputación por un divorcio de los Coldren, sobre todo si Jack sacaba a relucir la infidelidad de su esposa?
¿Quién tenía un aventura amorosa con la viuda del muerto?
La respuesta a todas aquellas preguntas estaba sentada delante de él.
Tad Crispin se marchó poco después.
Myron y Win se instalaron en el sofá. Pusieron Broadway Danny Rose, una de las obras maestras más infravaloradas de Woody Allen. Menudo peliculón.
Durante la escena en la que Mia arrastra a Woody a visitar a la pitonisa, llegó Esperanza.
Se llevó una mano a la boca y tosió.
– No quisiera parecer pedante ni pretenciosa -ella comenzó, haciendo una soberbia imitación de Woody. Tenía su mismo tempo, las mismas técnicas para demorar el discurso. Gesticulaba como él, ponía acento de Nueva York; era su mejor personaje-, pero poseo cierta información que tal vez os resulte interesante.
Myron levantó la vista. Win no apartó los ojos del televisor.
– He localizado al hombre que vendió el bar a Lloyd Rennart hace veinte años -dijo ella, volviendo a su voz habitual-. Rennart pagó en efectivo. Siete mil dólares. También he investigado la casa de Spring Lake Heights. La compró poco después por veintiún mil dólares. Sin hipoteca.
– Eso es mucho dinero para un cadi caído en desgracia -opinó Myron.
– Sí, señor. Y para hacer las cosas más interesantes si cabe, tampoco he hallado ningún indicio de que trabajara o pagara impuestos entre la fecha en que Jack Coldren lo despidió y la de la adquisición del bar Rusty Nail.
– Tal vez recibió una herencia.
– Me inclino a dudarlo -repuso Esperanza-. He conseguido remontarme hasta 1971 y no he encontrado ningún rastro de impuestos hereditarios.
Myron miró a Win.
– ¿Qué te parece?
Win seguía mirando fijamente la pantalla.
– No os estoy escuchando.
– Es verdad, me había olvidado. -Myron volvió a mirar a Esperanza-. ¿Algo más?
– La coartada de Esme Fong se sostiene. He hablado con Miguel. No salió del hotel.
– ¿Es fiable?
– Sí, creo que sí.
Una menos.
– ¿Algo más?
– Por ahora, no. Aunque he hablado con la redacción del periódico local de Narbeth. Conservan los números atrasados en un almacén. Mañana iré a revisarlos, a ver qué averiguo sobre el accidente de coche.
Esperanza se agenció una caja de comida preparada y un par de palillos en la cocina y se desplomó pesadamente en un sillón. Un matón mafioso acababa de llamar a Woody «cabeza de queso». Woody comentó que no tenía la menor idea de qué significaba aquello, pero que estaba convencido de que no presagiaba nada bueno. Ah, menudo es Woody.
Tras diez minutos de La ú ltima noche de Boris Grushenko, poco después de que Woody se preguntara cómo era posible que el viejo Nahampkin fuese más joven que el joven Nahampkin, el agotamiento se apoderó de Myron. Cayó dormido en el sofá. Durmió profundamente, sin soñar, sin moverse; como si experimentara una interminable caída a un pozo sin fondo.
Despertó a las ocho y media. El televisor estaba apagado. Un reloj dio la hora. Alguien lo había cubierto con un edredón mientras dormía. Win, lo más seguro. Se asomó a los demás dormitorios. Win y Esperanza habían salido.
Se duchó, se vistió y se tomó un café. Sonó el teléfono. Myron descolgó y contestó.
– ¿Diga?
Era Victoria Wilson. Seguía sonando aburrida.
– Han arrestado a Linda.
Myron encontró a Victoria en la sala de espera destinada a los abogados.
– ¿Cómo se encuentra?
– Bien -respondió ella-. Anoche llevé a Chad a casa. Eso la alegró.
– ¿Dónde está ahora?
– En una celda» esperando a que la hagan comparecer. La veremos en unos minutos.
– ¿Qué pruebas tienen?
– Bastantes, a decir verdad -contestó Victoria. Parecía casi impresionada-. En primer lugar, al guarda que la vio entrar y salir del campo de golf a la hora del asesinato. A excepción de Jack, no vio que nadie más llegase o se marchara en toda la noche.
– Eso no implica que nadie lo hiciera. Es un terreno enorme.
– Ciertamente, pero desde su punto de vista eso proporciona a Linda la oportunidad de cometer el asesinato. En segundo lugar, hallaron pelos y fibras en el cuerpo de Jack, así como esparcidos por la escena del crimen, que los análisis preliminares vinculan a Linda. Naturalmente, no debería resultarnos difícil desacreditar esta prueba. Jack era su marido; es lógico que tuviera pelo y fibras de su mujer en el cuerpo, y pudo diseminarlas él mismo por la escena.
– Además, ella nos ha dicho que acudió al campo de golf en busca de Jack -añadió Myron.
– Pero eso no podemos decírselo a ellos.
– ¿Por qué?
– Porque, ahora mismo, no decimos ni admitimos nada.
Myron se encogió de hombros. No tenía mayor importancia.
– ¿Qué más?
– Jack poseía una pistola del calibre veintidós. La policía la encontró anoche en una zona de bosque situada entre la residencia de los Coldren y el Merion.
– ¿Estaba allí, sin más?
– No. Estaba enterrada, y todo indica que llevaba poco tiempo allí. La localizaron con un detector de metales.
– ¿Están seguros de que se trata de la pistola de Jack?
Victoria asintió.
– El número de serie coincide. La policía ha efectuado de inmediato un examen balístico. Es el arma del crimen.
A Myron se le heló la sangre.
– ¿Huellas dactilares? -preguntó.
Victoria Wilson negó con la cabeza.
– Limpia.
– ¿Piensan someter a Linda a una prueba de pólvora? -preguntó él, aludiendo al análisis de las manos de los sospechosos que efectuaba la policía para ver si hay en éstos quemaduras microscópicas.
– Ya hace unos cuantos días -dijo Victoria-, y lo más probable es que dé negativo.
– ¿Le ha indicado que se restregara las manos?
– Sí.
– Entonces usted piensa que lo hizo.
– Por favor, no diga eso -repuso ella. Su tono no perdió un ápice de serenidad.
Tenía razón, pero aquello empezaba a tener muy mal aspecto.
– ¿Hay algo más? -preguntó.
– La policía encontró el detector de llamadas que usted les proporcionó todavía conectado al teléfono. Naturalmente, les ha parecido muy curioso que los Coldren consideraran necesario grabar todas las llamadas recibidas.
– ¿Han encontrado alguna cinta de las conversaciones con el secuestrador?
– Sólo una en la que el secuestrador llama «zorra china» a la señorita Fong y exige cien mil dólares. Y para responder a sus dos próximas preguntas, le diré que no, no hemos dado más detalles sobre el secuestro, y que sí, están cabreados.
Myron reflexionó por unos instantes. Había algo que no encajaba.
– ¿Sólo encontraron esa cinta?
– Así es.
– Pero si la máquina siguió conectada -señaló Myron, ceñudo-, tendría que haber registrado la última llamada del secuestrador, la que hizo que Jack saliese hecho una furia de su casa rumbo al Merion.
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