Y les había mentido, en un primer momento. Como un imbécil, sí, había mentido. Todavía con resaca, había bebido aquel desacertado trago de Jim Beam en su despacho antes de que vinieran a buscarlo, lo que le hizo pensar que podía decir cualquier cosa, que iba a lograr salirse con la suya; si hubiera estado completamente despejado se habría dado cuenta de su error, Eddy Diehl no era un estúpido. De acuerdo, había querido «proteger» a su familia, eso era cierto. Incómodo y avergonzado -la vergüenza por lo que Lucille pudiera sentir, al quedar en evidencia-, había optado por mentir a los detectives, convirtiéndolos de ese modo en enemigos suyos, así como a su superior en la comisaría y de ahí en adelante, hasta llegar al jefe de la policía de Sparta.
Delray, en cambio, no mintió. Su relato fue desde el primer momento el mismo de su hijo: los dos habían pasado la noche en la casa de Quarry Road, de la que, meses antes, se había marchado su mujer.
¿Qué fue lo que dijo Zoe Kruller? Necesito un lugar donde pueda respirar. Necesito vivir mi propia vida mientras pueda, por favor, no tratéis de impedírmelo y, por favor, no me sigáis; no pienso volver hasta que sea el momento de hacerlo.
Eso es lo que tenías que creer si creías a Delray Kruller y a su hijo Aaron. Más o menos, eso era lo que creías que Zoe les había dicho.
A la larga mi padre contrató a un abogado. Días después de que lo interrogaran los detectives de Sparta, cuando ya era casi demasiado tarde. Y luego, siguiendo el consejo de su abogado, cambió su declaración: sí, había «mantenido una relación» con Zoe Kruller durante varios años; sí, había «visitado» a Zoe Kruller en la casa de West Ferry cierto número de veces; sí, «había mantenido con ella relaciones sexuales» en la noche del 11 de febrero.
¡Aquella noche! No mucho antes de la muerte de Zoe, pero antes de las once, de eso estaba seguro.
Quizá a las nueve. Tal vez a las diez. No era tarde. Zoe no había querido que se quedara. No se había quedado. Eso Edward Diehl lo juraba.
Todo lo cual el Journal de Sparta procedería a revelar con grandes titulares escabrosos, para horror, humillación, repugnancia de Lucille Diehl, que se consoló al menos por el hecho de no haber mentido en favor de su marido adúltero. De nuevo la foto glamurosa de Zoe Kruller en la primera página del periódico, junto a otra, tirando a oscura, de un Edward Diehl pensativo.
sospechoso de homicidio en el caso Kruller
confiesa que existió aventura
Diehl cambia declaración:
«Estuve con Zoe aquella noche»
Cada vez que Aaron Kruller y yo nos veíamos, era inevitable que recordáramos aquellos hechos.
La imposible bicicleta de montaña de Aaron Kruller.
Era grande, desgarbada, fea. Su cuadro era poco más que tres tubos soldados, de color plomo y muy toscos, con dos ruedas debajo. El manillar cromado, más bajo de lo normal con el fin de parecerse a los cuernos de un toro que embiste, estaba deslucido por la herrumbre; apenas se podía leer el nombre Scbwinn Flyer grabado en una especie de medallón por encima de la rueda delantera. Los guardabarros se habían caído o alguien los había quitado. El asiento estaba hecho de goma negra y era tan duro que al tacto parecía una roca, completamente rígido. ¿Cómo se puede sentar nadie en esto? Me atreví a tocarlo.
Me atreví a agarrar los dos brazos del manillar, también forrados de goma negra, gastada al límite. La barra me llegaba más o menos a mitad del pecho, la bicicleta tenía que ser el doble de grande que la mía.
Nadie me vio nunca allí, detrás de los edificios de Sparta High. En el sitio donde Aaron Kruller dejaba su imposible bicicleta vieja apoyada contra una pared. (La mayoría de las bicicletas de alumnos aparcadas detrás del instituto se colocaban con todo cuidado sobre soportes específicos, con las ruedas prudentemente bloqueadas. Las bicicletas más maltrechas, las que nadie querría robar, o no se hubiera atrevido a robar, se dejaban apoyadas sin más contra la pared como si hubieran sido abandonadas de momento, sin protección.) Más de una vez me escapé de clase en mi edificio y por los corredores que los unían llegué al instituto de los mayores y después a la parte de atrás donde Aaron dejaba su bicicleta con todas las demás. Pero nunca tuve que buscarla, dado su color de plomo entre tantas otras relucientes, siempre la encontraba al instante. Sólo para tocar el cromo salpicado de herrumbre, para acariciar el asiento de goma durísima con los dedos…
– Aaron Kruller .
No tenía edad para conducir un vehículo en un lugar público. Aunque era lo bastante mayor para conducir en la propiedad de su padre y llevaba años haciéndolo. Excepto en los días más crudos del invierno, Aaron Kruller iba en bicicleta a clase desde su casa en Quarry Road, y tenía que recorrer aproximadamente una distancia de cinco kilómetros. Por carreteras estatales de dos carriles y luego, dentro de Sparta, por calles llenas de baches, por callejones, por aceras y a través del aparcamiento agrietado y repleto de cristales rotos de un centro comercial de Sears abandonado, siempre inconfundible con su equipo de ciclista: chaqueta de cuero, o chaleco, a veces descubierto y otras con una gorra de béisbol (puesta del revés), nunca con casco protector: con denuedo y eficacia Aaron daba a los pedales de la Schwinn Flyer sin manifestar el menor interés por lo que le rodeaba, excepto cuando se acercaba a un cruce o se incorporaba a una calle con tráfico. A diferencia de la mayoría de los ciclistas que se veían por Sparta, Aaron se inclinaba mucho sobre el manillar de la bici, por lo que cabía pensar que le dolía la espalda, aunque había en su postura algo que era una actitud adulta y, a la vez, de autocastigo.
¡Emocionaba verlo y que él no te viera! Aaron Kruller en su fea bici de color plomo entre el tráfico detenido de Union Street, su cara, como con cicatrices de quemaduras, tenía la impasibilidad de una máscara de arcilla.
– ¿Quién era ése? -en una ocasión, en Union Street, cuando se disponía a entrar en el aparcamiento de Walgreen, mi madre vio a Aaron Kruller en su bicicleta como si de pronto la hubieran sacado de un ensueño; y yo (que ocupaba junto a mi madre el asiento del pasajero, ya que era su única acompañante aquel día porque Ben estaba en otro sitio) dije que el ciclista era un chico de la clase de Ben en el instituto, nadie que conociéramos, con la esperanza de que mi madre no hubiera identificado a Aaron, porque con frecuencia mi madre nos sorprendía sabiendo más de lo que creíamos que sabía. Pero comentó únicamente-: ¿En la clase de Ben? ¿Son de la misma edad? No parece posible, ese ciclista era un adulto.
Dada la entonación con que mi madre dijo un adulto, cualquiera pensaría que estaba hablando de alguna especie de monstruo.
Y un momento después, en el aparcamiento, añadió una observación que había estado esperando de ella, que podría haber hecho yo misma con la voz maternal, remilgadamente censuradora y ligeramente condenatoria, de Lucille:
– Parecía indio. Ese chico. Crecen deprisa, dada su manera de vivir. Así que deberías saber, Krista, y Ben también, mantener las distancias.
Sucedió que me eché a reír. Mamá me miró con cara de pocos amigos.
– Sólo estaba pensando, el problema de papá, y lo enfadada que estás con él, ¿no tiene nada que ver con el hecho de que alguien sea indio, verdad que no?
– ¡Muy bien, Krista! Basta ya de sacar los pies del tiesto.
– Mamá, sólo estaba pensando. Cualquier problema que tenga papá… siendo como es de raza blanca…
– Sí. Y si fuera mestizo, como Kruller, el marido de esa mujer, sería muchísimo peor.
Читать дальше