Con el rostro encendido y muy indignada, mi madre salió del coche dando un portazo, apresurándose para llegar a la farmacia Walgreen antes de que cerrase.
Tal era la lógica de mi madre. Tal era la lógica de la raza blanca. Por risible que fuera. Tal el aire de Sparta que no nos quedaba más remedio que respirar para existir.
Una segunda vez en el coche con mi madre -el Plymouth sedán de color pardo que mi padre dejó para mi madre cuando le obligaron a marcharse- íbamos siguiendo Front Street junto al río, acabábamos de abandonar Hurón Pike Road y nos acercábamos al concurrido cruce con Chadd Boulevard -el distrito de los almacenes, de los camiones de mudanzas Mayflower-, cuando tuve ocasión de vislumbrar a un muchacho en bicicleta que se acercaba rápidamente por nuestra derecha, hacia Chadd, donde había un semáforo en rojo, y también vehículos esperando a que cambiara la luz, antes de ver que el ciclista era Aaron Kruller y que no tenía intención de detenerse como el resto de los vehículos sino de atravesar el cruce a toda velocidad (a no ser que estuviera incluso acelerando, sus musculosas piernas pedaleando con rapidez, las manos enguantadas apretando con fuerza el manillar) mientras yo, paralizada por el horror, no era capaz de avisar a mi madre -tan deprisa había aparecido Aaron, tan velozmente se movía su figura inclinada sobre la bicicleta-, no pude avisar a mi madre de que Aaron se disponía a ocupar el recorrido inmediato de nuestro coche, sin prestar la menor atención a su existencia, mientras mi madre -distraída por sus pensamientos como por el enloquecedor zumbido incesante de una colmena- y aquél había sido un día malo para Lucille, me parecía saberlo -¡pobre mamá!-. proseguía su marcha haciendo caso omiso de la existencia del ciclista, y ponía su fe -en este caso se trataba de fe ciega, testaruda fe ciega- en la luz verde situada encima del cruce y en la que tenía clavada la vista (mamá en su típica postura de conductora, inclinada hacia adelante, fruncido el ceño y apretados los labios, agarrada al volante como si temiera que se le escapara de golpe, de manera que su campo visual estaba probablemente limitado a un espacio en forma de túnel justo delante de ella) cuando pasó de repente, a tres o cuatro palmos del parachoques delantero del Plymouth, el temerario ciclista: el arrogante, el insolente ciclista, ajeno a todo lo que le rodeaba y que no podía ser otro que Aaron Kruller con su chaqueta de cuero y su gorra de béisbol al revés, lo que provocó que mi pobre madre pisara el freno a fondo, logrando además que las dos gritáramos sorprendidas y alarmadas…
– ¡Dios mío! Esa bicicleta… de dónde ha salido…
Con frecuencia, para consternación suya, Lucille tenía accidentes en casa. De hecho todos nosotros -Ben, mamá, yo- nos habíamos vuelto torpes y descoordinados en los últimos meses. Como personas atacadas por una desconocida enfermedad neurológica se nos caían las cosas, nos tropezábamos con ellas, nos magullábamos y cortábamos y nos quemábamos; la mayor parte del tiempo nuestros percances eran poco importantes y se podía ver el lado cómico -volcar un paquete de cereales y sembrar el suelo de diminutas oes de trigo, calcular mal las distancias y tropezar y caernos en las escaleras- pero además habían empezado a aparecer en el coche de mi madre misteriosos arañazos, abolladuras y marcas, y sabía que a mamá la habían multado por una u otra infracción de tráfico, ya que había encontrado el justificante traspapelado con las bolsas para la compra que se alisaban y guardaban en un cajón de la cocina.
En el coche, mi madre se había vuelto excepcionalmente cautelosa, preocupada. Tomaba pastillas «para los nervios» y también «para dormir» y la combinación de tales medicamentos no podía ser buena para su capacidad de ver, pensar y reaccionar deprisa. Muy afectada ahora, frenó el coche hasta una estremecida parada en seco. Nos encontrábamos en una calle muy concurrida y otros conductores tocaron el claxon contra nosotras muy enfadados, pero daba lo mismo, mi madre tenía que parar. Y estaba tan trastornada que ni siquiera se le ocurrió reñirme por no haberla avisado, que era su reacción habitual en tales situaciones.
– ¡Krista, hija mía! ¡Si hubiera atropellado a ese hombre! Dios se apiade de mí, si lo hubiera alcanzado… si lo hubiera matado…
Por suerte, Lucille no sabía que el ciclista que había estado a punto de arrollar era el hijo de Zoe Kruller.
A mí el corazón me latía dolorosamente. No porque casi hubiéramos atropellado a Aaron Kruller sino porque si él se hubiera vuelto para mirar y me hubiera visto… me habría muerto de vergüenza.
– Mamá, no pasa nada. No le has dado.
Hablaba con forzada vehemencia. Me daba pena mi madre, a la que resultaba tan difícil querer.
– Pero ¡Dios mío, Krista! ¡Y si lo hubiera atropellado! Con tantas cosas que ya van mal en nuestra vida…
– No habría sido culpa tuya, mamá. Habría sido suya… tú ibas bien.
– Eso no cambia las cosas, Krista -mi madre rió amargamente, limpiándose los ojos con un clínex-. «Bien», «mal», cuando te llegan los problemas, el castigo lo recibe todo el mundo.
Era noviembre de Mi padre, Edward Diehl, vivía ahora en Buffalo, donde había encontrado trabajo en la construcción, y mi madre había iniciado los «trámites del divorcio», trabajaba en la tienda donde se vendían mercancías en depósito y tenía la cabeza muy ocupada, lo que unas veces la hacía sentirse emocionada y esperanzada y otras irritable, desesperanzada, deprimida. En cuanto a mí, ya no era una niña sino una astuta jovencita -¡casi con doce años!- cuya percepción de las complejidades y matices de la vida de los adultos se había afinado muchísimo en los últimos nueve meses, algo así como el gusto por el chocolate puro o por la cerveza amarga. Para mí no era un secreto que mi madre todavía estaba enamorada de mi padre, y que mi madre estaría siempre enamorada de mi padre, quien, por otra parte, le había destrozado la vida, tal era el destino de Lucille.
– No. Eso no es cierto. Mamá lo detesta.
Así hablaba Ben, con aire de estar al cabo de la calle. En nuestra familia eran mi madre y Ben quienes estaban unidos, Ben era el preferido de mi madre aunque fuese yo quien pasaba más tiempo en casa y era mucho más amable con mi madre que Ben.
– Quiere que la gente piense que lo detesta. También quiere que papá lo piense. Pero no es cierto.
– Sí que lo es.
– No estaría tan dolida, entonces. Ya se habría divorciado de él a estas alturas. No quiere librarse de él, ése es su problema.
– Vete a la mierda, Krista: ése es tu problema.
En público, quiero decir fuera de nuestra casa y en compañía de otras personas que no fuéramos Ben y yo, o sus parientes Bauer más cercanos, mi madre lograba mantener un aire de dignidad, incluso de altivez. La mayor parte del tiempo.
En público, Lucille no era la clase de mujer que se encoge ante la mirada de otros. Su rostro no era ya el de una mujer que pudiera, con la luz adecuada, pasar por joven, como tampoco su cuerpo -sólido, imperturbablemente carnoso sin llegar a la gordura- era el cuerpo de una joven. Ser juvenil, muy bonita, «sexy» -la Lucille Bauer de las antiguas instantáneas en compañía de su apuesto novio Eddy Diehl- todo aquello estaba acabado ya, desaparecido.
Excepto en Sparta Hills, el centro comercial, donde casi se podían oír los murmullos a nuestro paso, no del todo hostiles, pero realistas y terribles. ¿Ves a esa mujer? Es Lucille Diehl. Casada con Eddy Diehl, que asesinó en West Ferry Street a aquella mujer con la que estaba liado; dicen que la mató, mira a su pobre esposa, a la pobre mujer de Eddy Diehl tratando de ser valiente.
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