Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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– ¡Esa mujer! ¡Qué poca vergüenza!

La voz de mi madre era tan rotunda como una bofetada. Aunque se podían oír el dolor, la rabia y la indignación presentes en ella.

Lucille miraba una noticia del Journal de Sparta. No en la primera página sino en una página interior, una única columna de texto debajo del titular:

mujer de sparta agredida

Residente de Towaga Street hospitalizada

La fotografía adjunta era de una mujer glamurosa de cara ancha, rasgos como de muñeca pero nada convincentes, cejas muy depiladas y una boca en arco de Cupido: ¿Jacky DeLucca?

Conseguí ocultar el interés que sentía, porque de lo contrario habría despertado las sospechas de mi madre. Juntas leímos cómo en las primeras horas de la mañana del 2 de marzo de 1985 -aquello había sucedido varios días antes-Jacqueline DeLucca, de treinta y nueve años, residente de Towaga Street 32, East Sparta, había sido encontrada semiinconsciente en una vía de acceso que desembocaba en la Route 31, a medio kilómetro de Chet's Keyboard Lounge, donde trabajaba como camarera en el bar de copas.

La policía de Sparta que patrullaba por The Strip -que es el nombre que recibe esa sección de la Route 31- la encontró y llamó a una ambulancia que la trasladó al Hospital General de Sparta donde fue ingresada con heridas en el rostro y en la cabeza, varias costillas rotas, una muñeca dislocada y «niveles muy elevados de alcohol» en la sangre. Su estado se describía como «estable».

Jacqueline DeLucca contó a la policía que no había visto a su atacante o atacantes, que no tenía idea de qué había provocado el ataque ni recordaba las circunstancias que la habían llevado hasta allí. Había abandonado Chet's Keyboard Lounge poco después de las dos de la madrugada, «en compañía de amigos», pero no recordaba lo sucedido en el intervalo desde que dejó el establecimiento en el que trabajaba hasta que la despertaron -en estado crítico- dentro de la ambulancia que se desplazaba a toda velocidad. El artículo concluía con las siguientes frases:

Jacqueline DeLucca es una antigua residente de West Ferry Street 349, donde en febrero de 1983 se encontró asesinada a la señora Zoe Kruller, con quien DeLucca compartía casa.

No se ha efectuado todavía ninguna detención en el caso Kruller, al que los detectives de Sparta describen únicamente como «en curso».

Mi madre dobló el periódico con energía y golpeó con él la silla de la cocina situada junto a la puerta de atrás, donde colocábamos cosas de poco grosor como periódicos, revistas, folletos y correo publicitario para después incorporarlos a la basura de todos los días. Qué extrañamente afectada y condenatoria parecía, sin proporción alguna con aquel pequeño incidente tan sórdido.

– ¡Una mujer así! Justo igual que la otra. «Camarera de bar de copas.» «The Strip.» Cualquiera pensaría que tendrían que aprender, ¿no te parece? ¡Que Dios las ayude!

Pensé No es Dios quien quieres que las ayude, ¿verdad que no, mamá?

– Esa mujer sólo parece triste, mamá -dije yo-. Quizá debería darte pena… «camarera de bar de copas» es el mejor empleo que tiene a su alcance.

– ¿Darme pena? ¿De cualquiera de las dos?

Mi madre me miró como si le estuviera apeteciendo darme un bofetón. Los ojos se le llenaron de lágrimas de indignación, se sentía insultada.

De las dos, había dicho. Me marché pensando que más que la pobre Jacky DeLucca era la otra quien tanto había sacado de sus casillas a mi madre.

20

– Ese pobre desgraciado. ¿Has oído?

Ben entró en casa dando un portazo, su voz juvenil gozosamente alta.

Era una tarde de un día de entresemana, hacia las seis y media. Después de las clases y de su trabajo, un vecino lo había acercado a casa. Cenábamos casi siempre hacia las siete y a veces más tarde aún, si mi madre estaba ocupada. En ocasiones ni siquiera cenábamos juntos, sino que cada uno cenaba -si es que lo hacía- por su cuenta, sobras guardadas en el frigorífico o un bote de sopa Campbell's o, en mi caso, cereales en el piso de arriba, en mi habitación, donde hacía los deberes.

Para mí era un motivo de vergüenza, y no hubiera querido que lo supieran mis amigas del instituto, ni mis primas, que papá, al marcharse, se hubiera llevado tantas cosas. Preparar las comidas con mi madre, todos aquellos años: aquello se había terminado, en su mayor parte, aunque no había entendido del todo cuándo.

Y comer juntos, en la mesa de la cocina, los cuatro. Todo aquello, terminado.

¡Krista no seas ridícula! No va a volver, que le den por saco. A tomar por saco todos ellos, no los necesitas, por qué los necesitas, NO LOS NECESITAS.

Era extraño que Ben se anunciara con aquel tono, me armé de valor para escuchar sus noticias.

De hecho, ya había oído rumores en clase: a Aaron Kruller lo habían «expulsado de manera permanente» del instituto.

Yo no había sido una de las personas que se apiñaron junto a las ventanas para ver a un vehículo de la policía de Sparta subir por la entrada de coches seguido muy de cerca por un segundo vehículo, un acontecimiento memorable que durante mucho tiempo sería relatado y vuelto a relatar por testigos tanto de primera mano como de segunda, encantados, jubilosos, sobrecogidos por el hecho de que uno de sus condiscípulos no sólo mereciera la presencia de agentes de policía uniformados sino que ofreciera la suficiente «resistencia» a Sus esfuerzos como para hacer necesario ponerle las esposas y que se le sacara por la fuerza hasta meterlo en la trasera de uno de los coches.

Estaba convencida de que a Aaron lo habían provocado. Su mal genio, sus puños rápidos y fuertes saliendo disparados… lo habían herido, era natural que quisiera herir a otros.

Sentí pena por él y por mí misma: reparé en la desoladora posibilidad de no volver a verlo nunca.

– Podría matar a alguien, como el borracho de su padre. Es peligroso. Tiró al suelo al señor Farolino. Un verdadero psicópata.

Ben hablaba con entusiasmo, regodeándose. Estaba convencido de que Delray Kruller, el padre de Aaron, había matado a Zoe, y de que Aaron había mentido para protegerlo al decir que Delray pasó aquella noche en casa.

Le pregunté por qué no le daba pena Aaron; después de todo su madre había sido asesinada.

– ¿No es eso bastante, por qué detestarlo, además?

– ¿Por qué? -Ben me miró con una atención más bien burlona, como si quien le hablaba fuese un niño muy pequeño o un retrasado mental-. Porque mintió sobre su padre, estúpida.

– ¿Cómo sabes que mintió, Ben? ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque eso es lo que yo no hice, ni mamá tampoco, para proteger a papá.

Papá era una palabra que Ben llevaba mucho tiempo sin pronunciar. No pude saber si se daba cuenta de haberla usado ahora o si se avergonzaba de que hubiese salido de sus labios porque Ben estaba mirando en otra dirección. Un ligero sonrojo semejante a un sarpullido le había aparecido en la cara, y empezó a rascarse como si le picara.

– Ésa es una lógica muy rara, Ben -reí, incómoda-. Eso es ilógico en realidad.

En matemáticas habíamos estudiado «lógica», la lógica deductiva de los teoremas. Había otra clase de lógica, la inductiva. Sin embargo, no siempre podías fiarte de ninguna de las dos, porque en la vida real la mayoría de las reglas no parecían funcionar.

– ¿Sabes lo que te digo, Krista? Que los detesto a todos, ojalá se murieran. Los Kruller.

Kruller. Ben pronunció el apellido como si fuese una palabra obscena.

Subí a toda velocidad al piso de arriba, a mi habitación. Con frecuencia corría a mi cuarto -pequeño, con techo inclinado y una sola ventana, que papá había construido con vistas a un pastizal abandonado junto al granero- para esconderme.

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