Yonqui e ra una mala palabra que también se aplicaba a los varones. Un yonqui podía ser de un sexo u otro y significaba que eras un drogadicto, un toxicómano.
También había empezado a oír hablar de hacer trucos [7] . Aquello sonaba atractivo: te podías imaginar trucos espectaculares de distintas clases -trucos con cartas, trucos de magia, enseñar a un perro a caminar sobre las patas de atrás- para provocar la envidia y la admiración de otros.
Para provocar el aplauso. Silbidos de aprobación.
Como en el quiosco de la música de Chautauqua Park. Zoe Kruller con su brillante vestido de lentejuelas tan ceñido a su esbelto cuerpo, tan vibrante, como mercurio líquido, e inclinándose ante la multitud -la multitud que la adoraba- sacudiendo el pelo rubio con mechas hasta caerle por encima de la cabeza en un gesto de rápida y completa abyección.
Inclinándose mucho y después enderezándose de nuevo, doblando la espalda. Sonriendo con tanta felicidad a la multitud que aplaudía y que silbaba que pensarías que iba a estallarle el corazón.
Creo que fue mi hermano quien dijo de Zoe que había estado haciendo trucos, pero quizá se tratara de otra persona, un chico mayor en nuestro autobús escolar. Chicos groseros que reían muy alto y a los que evitabas mirar, fingiendo no oírlos. Incluso cuando te llamaban por tu nombre ¡Kris-ta! ¡Krisss-taaa!¡Kiss-kiss-Krisss-taaa! fingías no oírlos.
Se decían cosas muy crueles sobre Zoe Kruller haciendo trucos. Cualquiera habría pensado que con Zoe muerta y enterrada en el cementerio luterano de Howell Road -nosotros no habíamos ido al funeral, por supuesto, pero una compañera del instituto sí fue- la mayoría de la gente se compadecería de ella y de los Kruller, pero no parecía ser el caso, no con todo el mundo.
(Como Ben. Como mi madre. Como la mayoría de nuestros parientes Bauer.)
Adulterio era otra palabra que también había llegado a conocer. Adúltero.
Un punto de consuelo con aquellas palabras era que tenías que ser adulto para cometer adulterio, ¿no es eso?
– Tu padre es un adúltero, Krista. Más vale que te lo diga. Tu padre faltó a sus promesas matrimoniales, las promesas que había hecho en la iglesia, delante de Dios. Ha traicionado la santidad de esta familia. Nos ha traicionado a todos nosotros. Fueran cuales fuesen sus relaciones con esa mujer… lo siento por ella porque imagino que también la traicionó a ella.
Yo esperaba que mamá añadiera Pero tu padre no la mató.
No lo hizo, sin embargo. Fue un momento triste entre nosotras; estábamos las dos en la cocina, solas. Ben había empezado a trabajar después de las clases a tiempo parcial -hacía poco que papá se había mudado a Port Oriskany- y a menudo no estábamos más que mamá y yo en la cocina preparando la cena que nos tomaríamos puntualmente a las seis -mamá, Ben y yo- y a continuación, con toda solemnidad, mamá se inclinó sobre mí para apretar sus labios, que parecían mordisqueados, secos y agrietados, sobre mi coronilla, en la raya nada recta que me dividía el pelo, como si me bendijera.
– Aaron.
Repetía su nombre en secreto. Aquel nombre bello y misterioso, sacado de la Biblia, que nunca me había atrevido a decir en voz alta a nadie.
En otoño, cuando era alumna de Sparta Middle School, el centro para los más jóvenes, adjunto al instituto propiamente tal, a veces llegaba a vislumbrar a Aaron Kruller de lejos. Estaba en décimo grado, segundo curso en el instituto; llevaba un año de retraso. Ben, que era de la edad de Aaron -a punto de cumplir los dieciséis-, iba un año por delante, estaba en tercero. Yo pensaba que tenía que ser humillante para Aaron que le hicieran repetir curso. (Todos los años había tres o cuatro adolescentes con aspecto indio que perdían curso, chicas además de chicos. Se hacían compañía en el fondo de las aulas y en grupitos cerrados en la cafetería. Aunque estaba prohibido, fumaban cigarrillos en los terrenos del instituto mientras esperaban el autobús especial de Herkimer County que los llevaba a la reserva india.) Hacía cábalas sobre si Aaron Kruller sabía de mi existencia: de la existencia de la hermana pequeña de Ben. Si me aborrecía como aborrecía a Ben.
¿Me atrevía a seguir a Aaron Kruller? No me atrevía.
Sucedía, sin embargo, que de algún modo Krista Diehl estaba a veces en el 7-Eleven, el establecimiento de Chambers Street, un sitio por el que Aaron Kruller aparecía a veces después de las clases. Allí se encontraba Krista Diehl, que fingía estar haciendo un recado de su madre y fruncía el ceño ante los envases de leche expuestos en el frigorífico, tratando de leer las etiquetas, las fechas de caducidad. Allí estaba Aaron Kruller que abría una coca-cola y devoraba algo pastoso y blando en un envoltorio de celofán que llevaba en la mano. En el 7-Eleven era normal que hubiera un ambiente frenéticamente festivo: chicos de instituto amontonados en los pasillos que se llamaban a voz en grito, flirteaban, bromeaban intercambiando obscenidades. Mientras, en silencio, siempre tímida, la rubia Krista se decidía a no comprar la leche y se escabullía por la puerta principal sin llamar la atención.
¡Me ha visto! Sabe quién soy.
Aquellas tardes no tomaba el autobús escolar para volver a casa. Regresaba caminando. Evitaba a las amigas con las que habría tenido que sentarme en el autobús, las que habrían dicho Krista, ¿estás loca?, y que podrían haber adivinado que era un chico, un chico de más edad, el objeto de mi interés.
En esos años terribles de la adolescencia, la felicidad sólo es ¡Me ha visto! Sabe quién soy.
El callejón sembrado de escombros por donde a veces Aaron Kruller pasaba en bicicleta, para salir a Quarry Road. La acera delante de la estación de ferrocarril donde chicos mayores y algunas chicas, que reían escandalosamente, que alborotaban, se reunían después de clase para beber cerveza en latas que luego se tiraban sin cuidado alguno entre los matojos, y para fumar cigarrillos o «hierba».
Sabía lo que era «hierba»: marihuana. Reconocía el olor dulce y acre a medias que se adhería a la ropa y al pelo de ciertas chicas de más edad.
Aaron se quedaba muy poco tiempo con aquellos amigos suyos. Aaron fumaba con ellos, bebía con ellos, se reía con ellos. Se veía que Aaron Kruller era uno de ellos pero nunca se quedaba mucho tiempo, tenía que regresar a casa para trabajar en el taller de su padre en Quarry Road.
La hierba era cosa corriente en el instituto. María. Colocarse.
Yo suponía que colocarse tenía que estar bien, la sensación de ascender que conllevaba. Como un globo con helio que se alza por encima de los tejados, de las copas de los árboles, donde nadie te puede hacer daño.
Ben hablaba con desdén de los chicos del instituto que eran drogatas.
Pinchotas, fumetas, porreros. Fracasados. Ben despreciaba las drogas, la bebida.
Ben no sería nunca uno de los expulsados por llevar cerveza al recinto del instituto, ni por beber lo que tuviera en la casilla del vestuario, ni por fumar hierba en los aseos. Ben despreciaba cualquier tipo de debilidad. Se proponía trabajar a fondo en todas sus asignaturas. La primavera anterior, con nuestro padre desaparecido, y con el problema j odiándonos la vida, la capacidad de concentración de Ben se había ido a paseo, no lo había hecho muy bien en los exámenes finales y culpaba de eso a nuestro padre, nunca perdonaría a nuestro padre, de manera que había decidido que no sería un puto carpintero como Eddy Diehl, ni ebanista, a la mierda trabajar con las manos, a la mierda la construcción, Ben se matriculó en dibujo industrial y matemáticas para ingresar en la universidad. Había dejado de alternar con sus antiguos amigos: no es que fueran chicos aficionados a las drogas, porque no lo eran, pero no les interesaba la universidad, y ya no hizo amigos nuevos. No tenía tiempo para amigos. Trabajaba después de clase en la tienda de comestibles Laird's. Impresionaría a sus profesores. Impresionaría al director del instituto, al orientador vocacional. Superaría la curiosidad que les inspiraba -la compasión-, cierta hostilidad, tal vez, porque para él el apellido Diehl se había convertido en algo así como un garabato obsceno dibujado en la espalda.
Читать дальше